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OCCIDENTE UNIVERSITARIO
N° 97(Ver todos los números)

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Publicación informal, editada en la UNIVERSIDAD FRANCISCO DE PAULA SANTANDER
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Director: JAIRO CELY NIÑO l 4 pp (la edición en papel) l Martes 9 de Diciembre del 2008


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EN ESTA EDICIÓN :
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A MODO DE «EDITORIAL (O DE ALGO ASÍ)».
CARLO PONZI.
AMADA MUERTE.
LA AMIGA DE CELIO: LA PEREZA.


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A MODO DE «EDITORIAL» (O DE ALGO ASÍ).


¿Pirámide o burbuja?

Alguna vez, un miembro del gabinete departamental, quien por encargo presidía el Consejo Superior de Unipamplona e incluso el de la Universidad Francisco de Paula Santander, le contó al «suscrito» Director que, cuando nombraron rector de Unipamplona al señor González Joves, dizque el tipo no tenía título académico sino rango militar.
Independiente de si eso era cierto o chiste flojo, el hecho es que a tal «genio hiperactivo» se lo nombró rector cuando al Consejo Superior de Unipamplona lo presidía un gobernador que también carecía de título académico, entendido éste como el otorgado por una institución de estudios superiores a quien lo mereció por su capacidad intelectual o por su persistencia en el estudio.
Y durante nueve años el narcisista de marras fungió como rector sin que su continuidad, igual que su designación como rector, les hubiese sido consultadas a los estamentos académicos. Y en esos nueve años tal rector-sargento tramó a «Raimundo y todo el mundo» con que su gestión volvió a Unipamplona tan o más boyante que el voraz sistema financiero colombiano.
Dicho narcisismo lo orquestó continuamente con costosísimos avisos en la prensa local y nacional y hasta en revistas, como Cambio. Incluso, algunos que no cuidan su salud mental afirman que, en uno de esos circos que semanalmente monta el presidente Álvaro Uribe Vélez con el nombre de «consejos comunales», dizque su gestión fue aplaudida por aquél y por su ministra de Educación, Cecilia María Vélez White.
Cómo sería el alcance del descreste, que, al interior de la Universidad Francisco de Paula Santander, los detractores de Héctor Parra confundieron «eunuco» con «marica», pues en voz baja pero audible proclamaban que ¡qué rector tan marica el que tenemos!, que porque carecía de güevas para «captar» recursos con la misma frecuencia y en la misma cantidad con que los «captaba» el «genio hiperactivo».
Sólo que «captar», como tecnicismo financiero, vendría a popularizarse de una manera tristemente célebre, como quiera que en el último trimestre de este año así llamaron al robo continuo, descarado y progresivo de los «arquitectos» de las «pirámides» que estafaron a tantos de esos bobos que se creen vivos porque piensan que el resto del prójimo es imbécil.
Coincidencialmente, cuando estaba en la cresta de la ola la conmoción por la estafa masiva contra esos vivos-bobos y era noticia mundial el derrumbamiento de las «pirámides» de marras, la prensa local destapó el derrumbamiento del boyante Wall Street en que el sargento-rector dizque había convertido a Unipamplona.
Un lunes, el diario La Opinión informó que el exagerado superávit de tan boyante institución tenía un déficit de funcionamiento de 40.000 millones de pesos. El martes, que a 50.000 ascendían los millones. El miércoles, que de 85.000 millones de pesos era el déficit. Y pare de contar porque «faltan datos de otros municipios», pues aún no se ha informado cuánto les debe Unipamplona a los insaciables banqueros chupasangre (y excusarán el pleonasmo).
Hace un año, el narcisista renunció alegando una enfermedad terminal, o algo así, y se puso a buen recaudo en España, donde milagrosamente se curó. En su reemplazo nombraron rector a quien, como «rector encargado», en mayo del 2006 y en septiembre del 2007 debió poner la cara y forzar explicaciones cuando la Contraloría Departamental cuestionó el manejo financiero del boyante Wall Street.
De modo que, si el sargento-rector hizo de Unipamplona una «pirámide», pues ésta se puso a tono con las de las estafas nacionales: se derrumbó. Y si hizo de Unipamplona una «burbuja», pues también se puso a tono con la ídem hipotecaria de los gringos: explotó.
Y quien debió poner la cara para responder por el derrumbe o la explosión, es el mismo «chivo expiatorio» mencionado dos párrafos atrás. Pero él acredita «experiencia acumulada» en padecer los «dolorosos» heredados de quien se dio la dolce vita disfrutando los «gozosos».
Lo paradójico de este desenlace es que la misma ministra de Educación que (con el presidente de la República) aplaudió y ensalzó en el pasado la gestión del mitómano avivato, ordenó el mes pasado a su delegada ante el Consejo Superior de Unipamplona que, cuando falten Cinco pa’ las Doce del próximo 31 de diciembre, al «chivo expiatorio» lo tiren a la calle desde la puerta trasera del derrumbado Wall Street tercermundista. n
l
Llegaría el día en el negro llegaría a la Tierra Prometida. n


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Carlo Ponzi

GUILLERMO CARRILLO BECERRA,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
gecarril60@yahoo.es

Dado el gran escándalo nacional que se ha creado por culpa de las denominadas pirámides financieras, me he tomado la libertad de hacer una averiguación sobre el origen de esta modalidad masiva de estafa, tomando como fuente de información la literatura que se encuentra disponible en la red.

CARLO PONZI fue un emigrante italiano que llegó a Estados Unidos en 1903. En su país fue un ladronzuelo de poca monta que, menospreciado por su familia y perseguido por la policía, se vio obligado a buscar nuevos horizontes. Se estableció en la ciudad de Boston y luego de poner en funcionamiento sus distintas mañas de cascarero, se le ocurrió algo que lo haría famoso internacionalmente. El negocio consistía en comprar cupones en Europa y luego cambiarlos por sellos postales en Estados Unidos. La diferencia de precios, debida al tipo de cambio, permitía, según él, ganar grandes cantidades de dinero.
En 1919, Ponzi estableció su empresa, prometiendo una rentabilidad del 50% en 45 días. En realidad, nunca compró ni cupones ni sellos. Se limitaba a pagar a la primera ronda de inversores con el dinero de la segunda ronda. Es decir, una pirámide financiera. Pero al ver que, efectivamente, Ponzi daba una ganancia del 50%, los clientes volvían a confiarle sus ahorros. Así se volvió un personaje de la alta sociedad bostoniana, sólo que un fiscal de distrito no comió cuento, porque se percató de que la venta de sellos postales no crecía con la misma rapidez con que crecía la empresa. Perdió su inmensa fortuna y su libertad.
Después de diversas estafas y de pasar largas temporadas en la cárcel, el gobierno lo deportó a Italia. Terminó su existencia, arruinado y enfermo, en un hospital de caridad de Río de Janeiro (Brasil) en 1948. Pasó a la posteridad, en los libros de Economía, por ser el autor de lo que se conoce como El esquema Ponzi.

EL ESQUEMA PONZI es una operación fraudulenta de inversión que implica el pago de elevados rendimientos, que son ofrecidos por la empresa que recauda el dinero. Esta estafa envuelve un proceso en donde las ganancias que obtienen los inversionistas, son generadas por unos nuevos inversionistas que caen engañados por las promesas de conseguir grandes utilidades en el corto plazo. El sistema funciona siempre y cuando crezca la base de la pirámide. Las características típicas son:
l Promesa de altos beneficios a corto plazo.
l Repartición de utilidades financieras que no están bien documentadas.
l Explotación de la avaricia colectiva.
l Promotores con gran poder de convencimiento.

Miremos un caso clásico:
Se crea una empresa con un capital de $100 millones. Se buscan inversionistas que aporten $100 millones, con la promesa de recibir el 100% de intereses, al cabo de 3 meses. Efectivamente, transcurrido este plazo, la empresa, de sus propios fondos, les abona $100 millones. Es decir, en tan poco tiempo y sin mover un dedo, los inversionistas cuentan con $200 millones, contantes y sonantes. Nada de vales ni cheques chimbos: todo en efectivo. Se corre la voz.
Ahí germina en tierra fértil la semilla de la estafa. Lo demás lo aporta la avaricia, pues casi nadie va a querer retirarse de ese cuerno de la abundancia. “Vamos a reinvertir todo lo que podamos y convidemos a nuestros allegados; no seamos egoístas”. La pirámide crece como espuma; las filas de mensos se hacen interminables; los directivos se frotan las manos. Todos están felices, pues han descubierto la fórmula para enriquecerse sin trabajar. Cuando Agapito y Nepomuceno, un par de labriegos honrados y trabajadores verracos, deciden vender las reses para disponer de efectivo para entregarlo a los vendedores de falsas ilusiones, no se percatan de que están cavando su ruina, pues todo es un tinglado de endosos chimbos. Como dice la famosa canción de Celia Cruz:
Tongo le dio a Borondongo.
Borondongo le dio a Bernabé.
Bernabé le pegó a Muchilanga,
le echó burundanga (…)
Aquellos inversionistas que toman su capital inicial y sus correspondientes ganancias y se retiran a tiempo, también le hacen un favor a la empresa, pues de todos modos hablan maravillas del negocio tan rentable que hicieron, lo que a su vez despierta la curiosidad y la codicia de otras personas. En fin, la trampa es muy atractiva para cualquier incauto que se las pique de vivo. Para los directivos, la gracia del tumbe consiste en impedir que la gente se retire. Por eso los incentivos son cada vez más atractivos: mayores intereses, electrodomésticos, planes vacacionales, becas. Hasta que llega el momento en que la farsa se hace insostenible y se presenta este cuadro:
l Los estafadores se escapan con el dinero y dejan a la gente viendo un chispero. Además, hasta con burlas escritas, como las que dejaron en Pasto: “Gracias, pastusos giles: ahí les quedan 3 sillas para que las repartan. Las únicas pirámides que no se caen son las de Egipto”.
l Los inversionistas entran en pánico y se van en patota a reclamar lo imposible, ya que sólo poseen una serie de papeles que carecen de cualquier respaldo económico. Viene el desespero, la angustia y la desazón; tanto, que algunos terminan suicidándose, ya que han quedado en la inopia.
l Las autoridades financieras —como siempre— reaccionan tardíamente, bien sea porque son una cáfila de imbéciles, o, lo que es peor, por corruptos, ya que por dinero se hicieron los de la vista gorda.

De esta experiencia nefasta se obtienen 2 conclusiones, válidas en todos los textos financieros:
? Si una inversión obtiene una rentabilidad muy elevada, es porque el riesgo es muy elevado. Y riesgo quiere decir que el cliente puede ganar mucho dinero… pero puede perder mucho dinero.
 Toda promesa de obtener grandes ganancias sin riesgo, es sinónimo de que hay gato enmochilado.
(Cúcuta, noviembre de 2008)


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Amada muerte

JOSÉ LUIS TOLOSA CHACÓN,
profesor Titular emérito de la UFPS.
tolujo3@hotmail.com

A raíz de la reciente muerte de FERNANDO VILLÁN (que en paz descanse), mi amigo y compañero, quien parecía disfrutar de salud y bienestar y sin aviso previo se entregó a la Parca, he decidido declarar, en su memoria, mis ocultos amores a la muerte:

Te amo, muerte mía,
te veo venir contoneándote;
hembra coqueta,
escondes la guadaña,
ocultas tu sonrisa yerta;
me rondas,
me miras,
me deseas;
sabes, a cada uno de tus pasos,
que en cualquier momento
me arrojaré en tus brazos.
Acércate más,
déjame tomarte por el cinto,
permíteme vivir lo que me queda
tomado de tu mano.
¿Quién dijo miedo?
Si eres para todos un espanto,
espanta de mi vida
mis temores,
mis miedos,
mis quebrantos;
que puedan vivir libres mis amores,
que cada instante sea de entrega
y,
que el día en que me tomes,
pueda gritar
con mi postrer espasmo:
amada mía,
eres de mi vida
el mejor orgasmo.


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La amiga de Celio: la Pereza

RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.
cardingarcia@hotmail.com

Como en el mundo existieron, existen y existirán muchas teorías (como la de la Evolución, la de la Relatividad, la del Caos, y un largo etcétera), me he inspirado en el personaje CELIO para escribir mi Teoría de la Flojera, de la que ningún estrato social se salva.
Celio fue un personaje que el humorista santandereano José Ordóñez creó para su programa televisivo, Ordóñese de la risa. Celio era “opita” (otro gentilicio de los huilenses) porque, según los estereotipos, el opita es un perezoso.
Y como la sola inspiración no basta para elaborar mi sesudo ensayo, he tomado algunos apuntes de Daniel Samper Pizano sobre este interesante tema de la flojera o la pereza, a la cual la Iglesia considera un pecado grave, la ley la castiga y nuestra sociedad la critica. Claro que también hay que decir que pereciar es muy rico y es por eso que la flojera, o pereza o desidia, también tiene sus defensores.
Empiezo con esta ancestral frase: La pereza es la madre de todos los vicios. ¿Será que lo único que nos queda es trabajar, trabajar y trabajar, como dice el compulsivo presidente Álvaro Uribe Vélez? ¿Será que el que se entregue a ella se ganará el infierno? ¿Se merece la flojera tan mala prensa? Independiente de lo que se haya macartizado a la pereza, creo que hoy esa frase es desueta, pues la vida moderna la estimula y casi se pone al servicio de ella.
Si miramos la tecnología moderna, en cierta forma cada invento la estimula, pues le ahorra trabajo a la persona, le evita esfuerzos y le hace la vida más placentera. Ejemplos sobrarían para demostrar lo dicho.
En su novela, Las siete columnas, Wenceslao Fernández Flórez afirma que la pereza es uno de los pilares del progreso. Si no, fijémonos en el computador, el cual es el que más induce a la desidia. Si por alguna circunstancia escribo “serbil”, aparecerá una raya roja debajo de la palabra indicándome que cometí un error. Si escribo, por ejemplo, “Ejmplo”, una mano invisible le agregará la “e” que falta. Y nadie insulta a un computador por darle una ayudita al perezoso que olvidó la ortografía, o que por descuido se comió una letra. Muchos, socialmente, miran al perezoso con ojos de desaprobación; pero también hay otros que defienden la flojera como una filosofía de vida.
Alguien, por ahí, dijo: Yo nunca me he arrepentido de haber dejado para hoy lo que pude haber hecho ayer. Y Rolando Laserie comienza la canción El negrito del batey, diciendo:
A mí me llaman el negrito del batey
porque el trabajo para mí es un enemigo.
El trabajar yo se lo dejo sólo al buey
porque el trabajo lo hizo Dios como castigo.
En teoría, hay varias clases de desidia y con notorias diferencias. Como la desidia del “indiferente”, a quien nada conmueve; o como la del “perezoso”, capaz de conmoverse pero no de moverse; o como la del “dejado”, que comienza las cosas pero no se preocupa por terminarlas.
El Diccionario de la Real Academia Española define a la pereza o desidia con tres palabras: negligencia, inercia, flojera. Otros diccionarios, como el de María Moliner, le agregan la palabra: abandono. El diccionario de Corripio le agrega los sinónimos de: indolencia, desaliño, dejadez, indiferencia, gandulería y haraganería. Y le podemos agregar unos aportes criollos del Diccionario del colombiano actual, de Francisco Celis: la locha, la modorra.
Otros diccionarios le agregan otras palabras: apatía, galbana, ociosidad, vagancia, cachaza, pachorra, poltronería, ingavia y pigricia. Son más o menos 25 palabras para calificar a la pereza, y esto es lo que le da importancia a la semántica y a la ortografía. Fuera de los diccionarios, hay otras disciplinas que se ocupan de este asunto a su manera.
La Iglesia Católica la coloca entre los siete pecados capitales, que origina otros pecados. De la casta de los pecados capitales, la pereza saltó a los códigos; tanto civil como penal, pues consideran punible cierto tipo de conductas que, aunque carecen de la voluntad expresa de causar daño, incluyen en grado alto la indolencia y la irresponsabilidad, por lo que merecen algún castigo. La pereza o flojera, o como se le llame, puede recibir sanciones legales, que pueden llegar a varios años de encanamiento o a multas de muchos pesos.
En el Derecho Público, si el Estado no responde una solicitud del ciudadano dentro del plazo legal para responderle, se entenderá que la respuesta es favorable al peticionario. Esto técnicamente es llamado por los juristas “silencio administrativo”. Aplicando la palabra que estamos analizando, podríamos llamar “pereza burocrática” a esta pereza estatal o administrativa, aunque suene a pleonasmo.
Don Antonio Machado, quien no sólo fue poeta, decía que la tal pereza era una falta de cuidado en el trabajo que se hace. ¿Será, entonces, que la desidia merecerá siempre una condena o un escarnio? Machado decía que él adolecía de “torpe aliño indumentario”, o falta de cuidado en el arreglo de sí mismo, y de despreocupación por las cosas propias o por el trabajo que hace. Era, por lo tanto, un célebre indolente; pero fue un profesor incansable y un poeta prolífico y extraordinario. Con muchos indolentes como él, el mundo sería mejor.
Otro famoso perezoso fue el filósofo Diógenes de Sinope, por allá del siglo V antes de Jesucristo. Es catalogado el padre de los cínicos (escuela filosófica), abuelo de los estoicos (incólumes, ante todo), y hasta el tatarabuelo de los hippies. Este curioso filósofo de la antigüedad, según lo que he leído, rechazó el boato, el lujo y la abundancia innecesaria.
Vivía mal vestido, mal comido y mal dormido, pero dicen que vivía feliz. ¿Será esto posible en el mundo moderno? Averígüelo usted y me lo cuenta cuando nos veamos en la cafetería del edificio Fundadores, de la UFPS. Porque si observamos desprevenidamente la superficialidad del mundo, el desequilibrio de los ingresos y el egoísmo de tanta gente, podríamos pensar que faltan muchos hombres como Diógenes de Sinope, pues serían el azote de la sociedad consumista, el tábano de los ricos indolentes, el látigo del capitalismo salvaje y las ladillas de los poderosos.
En últimas, la pereza puede ser en teoría un vicio, un pecado y hasta un delito, si ella entraña irresponsabilidad y falta de consideración hacia los demás. Pero la dejadez sería muy bienvenida si es un asunto personal que no lastima o mortifica al prójimo, como, por ejemplo: vestirse desaliñadamente; o sentir aversión por el trabajo intenso o excesivo; o tener una actitud filosófica como la de buscar la felicidad en la austeridad, o abominar el consumo por el consumo, o criticar el atesoramiento de riqueza en detrimento de quienes carecen de lo indispensable.
En fin, que, para terminar esto, la frase de mi filosofía de cabecera es la de que “cada cual es dueño de superarse o perjudicarse, mientras no perjudique con ello a los demás”. De pronto la actitud de Celio, exagerada o fehacientemente indicativa del modus vivendi de los opitas, se corresponde con esta “filosofía de cabecera” mía. n


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Triste para «el suscrito» Director lamentar la muerte de su
colega, compañero y ex condiscípulo de Facultad, FERNANDO
VILLÁN ROJAS, acaecida el domingo 23 de noviembre del
2008. Pero, paradójicamente, placentero registrar el regreso a
Cúcuta de su colega y compañero CARLOS HUMBERTO
AFRICANO, «columnista compulsivo» de Occidente
Universitario, quien recién fue sometido en Bucaramanga a
una delicada pero exitosa operación de su válvula mitral. n
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N O T A S :

Cualquier nota que no tenga explícitamente autor, debe ser
atribuida exclusivamente al director de Occidente Universitario.

Por limitaciones pecuniarias, las ediciones «en papel» de
Occidente Universitario, que se difunden completamente
gratis, es de 40 ejemplares, en promedio.

La edición Nº 98 de Occidente Universitario saldrá
(probablemente) el lunes 22 de diciembre del 2008.
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Sube, Amigo

JOSÉ RICARDO CASTILLO CASTILLO,
profesor Titular emérito de la UFPS.


Estaba tranquila la mañana

del lunes 21 de noviembre

del año 2005.

Entre nubes de su refugio

un carruaje de ruedas brillantes

tirado por briosos caballos alados

estacionó...

Bajó una figura como luz

de ropas resplandecientes

como el relámpago.

Acarició su vida y le susurró:

“Virgilio: sube, amigo,

no temas;

ya has cumplido tu misión”.

Virgilio replicó:

“Paséame en tu carruaje

por mi ciudad, mi Universidad,

México y mis amores”.

De salida a su viaje sin regreso

lanzó a su ciudad

Viaje fantástico

por el tranvía de Cúcuta,

Cúcuta libertada,

y la ciudad Antes del terremoto;

y a México le lanzó Cronología

de la Revolución Mexicana.

Cuando pasó

frente a su amada Universidad

le dejó su Memoria escrita

40 años de fundación

de la Universidad Francisco

de Paula Santander.

Al pasar frente

a sus grandes amores,

su esposa doña Graciela,

sus hijos Pedro,

Ángela María y Lina Margarita,

rodaron por su mejillas

dos lágrimas muy grandes

como océanos.

Entonces les dejó

sus bendiciones, sus alegrías.

Virgilio se resistió a partir,

pero el cochero

de rostro resplandeciente

soltó las riendas

de los caballos alados

y se llevó a Virgilio,

al lado del Creador,

más allá del sol

a la eternidad.





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Una partida inesperada

RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.

El 19 de octubre de 1968, cuando Edgardo aún ejercía el ministerio sacerdotal en la parroquia de San Antonio de Padua (en Cúcuta), monseñor Rafael Sarmiento Peralta (obispo de Ocaña), Edgardo y otro sacerdote —cuyo nombre Edgardo ya no recuerda— casaron, lógicamente en una misa concelebrada, a un joven profesional llamado Virgilio Durán Martínez y a una joven y bella dama llamada Graciela Barajas.
Cuatro años más tarde, en 1972, el joven Edgardo ingresó a la Universidad Francisco de Paula Santander como profesor, después de haberle escrito al papa Pablo VI (a Roma) solicitándole la dispensa para retirarse del sacerdocio.
Un día de ese año 72 Edgardo se encontró en la Universidad con el profesor Virgilio. Éste, quien era 4 años mayor que Edgardo, le dijo:
—Oiga: sé que usted se retiró del sacerdocio, pero le recuerdo que usted me casó; yo tengo en mi casa fotos del matrimonio. Un día de estos lo invito para que las vea.
Edgardo no se acordaba, pero en ese momento empezó su trato con quien llamaban: “El Gran Virgilio”.
Se veían poco y la amistad era muy distante: de constantes choques por razones personales y académicas. Pero siempre con la altura que debe tener una disputa entre universitarios.
Edgardo siempre se preguntaba el por qué de esa actitud del doctor Virgilio con él: tan antipática y hostil. Un día Edgardo le preguntó sobre esa situación a un amigo de los dos, y éste le contestó:
—Virgilio es así: hay que intimar con él para medio conocerlo. La amistad con él nace de simpatías o antipatías. A él se le quiere o se le rechaza. Es polémico, iconoclasta, y nunca se pone de acuerdo con nadie. Es encaramador, si uno se deja encaramar o se le achicopala. Aparentemente es soberbio y ofensivo. Para ingresar al círculo de sus amistades, hay que contar con el “placet” de él.
Así se trataron Virgilio y Edgardo durante 28 años, y Edgardo nunca acabaría de comentar sobre el carácter avasallador y hasta antipático del doctor Virgilio, quien, para colmo, era hasta enigmático.
Cuentan que fue muy liberal y apasionado en sus años mozos. Pero poco a poco, al pasar los años, se fue apaciguando esa caldera humana, y se volvió tolerante y comprensivo. Fue en esta época de su madurez cuando Edgardo más intimó con Virgilio, quien un día le dijo:
—Me llegó la hora de hacer amigos, pues perdí mucho tiempo buscando camorra y enemistades. Como que me cogió el tarde. Por eso: hagámonos pasito, reverendo padre.
Fue en esta época (desde hace unos cinco años), como si ya presintiera el final, que Edgardo y Virgilio se hicieron “cachas”. Cuando Edgardo conoció a un Virgilio ya reposado, que buscaba con quién trabajar en equipo. Lo acompañaba ciertos días a algunas libaciones y, aunque seguía siendo cáustico y duro en sus expresiones, se le notaba su nobleza y su afán por dejar un buen recuerdo en la Universidad Francisco de Paula Santander.
Edgardo admiraba a Virgilio porque, siendo un ingeniero, era un humanista. Era amante de la historia y en especial de la de Cúcuta, a la cual tanto quiso y le cantó en todas sus obras, que fueron cinco. Virgilio era, a pesar de parecer otra cosa, un hombre polifacético: declamaba, tocaba guitarra y cantaba; sobre todo, rancheras y tangos. A veces parecía otra persona y no la que se conocía.
Edgardo nunca supo por qué Virgilio amaba tanto a México y su historia. En varias ocasiones invitó a Edgardo a celebrar en su casa la fiesta de la Independencia de México, con tequila y tacos. Últimamente fundó con él, el Machi y el Africano un fondo editorial llamado QADRIGA, nombre que él escogió y que explicaba así:
—Somos como cuatro caballos que tiran de un carruaje literario. Somos unos quijotes. Más tarde compraremos una imprenta para publicar lo que escribamos.
En esta época Edgardo conoció más intensamente a Virgilio. Parecía que el tiempo se le estuviera acabando.
Cuando Virgilio estaba pensando y actuando en futuros proyectos, le llegó la muerte. Esa muerte que nadie quiere aceptar como parte de la vida. Y así, casi sin que se dieran cuenta, Virgilio dejó a sus amigotes. Edgardo no lo creía. Pero de manera abrupta se les fue ese gran cuate.
Ante esta muerte intempestiva y desconcertante, Edgardo recomienda leer, en el evangelio de San Mateo —capítulo 24, versículos 42 al 45—, esta gran verdad para los cristianos, válido para los jóvenes y no tan jóvenes:
Por eso estén despiertos. Ni el día ni la hora en que vendrá el Señor, la sabremos. Vendrá como un ladrón. Estemos siempre preparados, porque el día que menos pensemos llegará la muerte.
Y así fue: una partida inesperada y sin retorno, con la cual cogió “fuera de base” a sus “amigotes”. Su muerte fue como fue su vida: sorprendente. n



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Mi amigo Virgilio Durán Martínez

HERNANDO CASTILLO CHAUSTRE,
profesor Asociado emérito de la UFPS.

En abril de 1973 ocurrieron dos hechos muy impactantes en mi vida, que me dejaron huellas imborrables por su gran significado. Uno, la muerte de mi queridísimo padre, don Pablo Emilio Castillo. Y el otro, el nacimiento de una gran amistad: la del doctor Virgilio Durán Martínez.
Recomendado directamente por el doctor Eustorgio Colmenares Baptista (q.e.p.d.), dos meses antes había llegado a la sede de la calle trece de la UFPS a iniciar mi carrera docente en el área de Mercadeo, para lo cual siempre puse dedicación y empeño, pues era inmensa la responsabilidad que había asumido: preparar a la juventud universitaria.
En una de esas reuniones que nunca se convocaban pero que —lloviera, tronara o relampagueara— se realizaban en la cafetería del señor Suescún (calle 13 entre avenidas 5ª y 6ª), me presentaron al doctor Virgilio Durán Martínez, a quien de ahí en adelante llamaría Virgilio a secas, y quien, con su inagotable vena humorística, sentenció que veía en mí “un gran futuro para la ciudad, el departamento y la Universidad”. Gracias a su respaldo fui nombrado profesor de medio tiempo y luego, en agosto de 1974, ascendí a tiempo completo.
Tuve el altísimo honor de acompañarlo en su lucha por la Universidad en momentos difíciles, estando con él en las memorables asambleas de profesores en el cuarto piso del edificio Fundadores, donde con su discurso exponía y hasta imponía sus posiciones. También compartí con él cargos en la Junta Directiva de la Asociación de Profesores: él como presidente y yo, como secretario.
Recuerdo, como si fuera hoy, que ante el ataque de un grupo de profesores antioqueños que pedían mi cabeza académica, el doctor Virgilio Durán Martínez se opuso rotundamente a tal “despropósito”, como lo llamó él, y con el doctor Luis Eduardo Lobo me brindaron su absoluta confianza y respaldo, a lo cual respondí con creces.
En este breve recuento de mi amistad con Virgilio quiero recordar de manera especial, pero sin nombrarlos —para no omitir a alguno—, a los integrantes de esa “patota” con la cual “fundamos” algunos sitios de sano esparcimiento como: el de el Flaco Gonzalo, el de Jaime Gamboa y el de la Llanta. Mención aparte merece las veces en que, junto con Virgilio y Luis Eduardo, nos sentábamos a mediodía en la Llanta a “solucionar problemas” de la Universidad, el país y el mundo. Evoco la mofa que hacía Virgilio de ese “lujo de sillas” de Manolo —su propietario, quien murió hace poco— y sus vetustas mesas incambiables quizá desde los años 70.
Por último, quiero recordar algunos apodos cariñosos que él se inventó para algunos de nuestros compañeros, como: grumete pata-picha, Panterita, el Cura, Machicambiao, el Zarrapastroso, el Alpargatudo, el del Inglés miserable, la Paticortica, Taconazo, el Júnior, el Tendero, Pollo frío, el Señor del Humilladero, y tantas otros que se me escapan de la memoria.
Hago llegar a su esposa Gracielita, a sus hijas Ángela María y Lina Margarita, y a su hijo Pedro Jesús, mi voz de consuelo ante la ausencia del esposo y padre. Ellos me brindaron ese calor de amistad y muchísimas veces tuve el privilegio de estar en reuniones en su casa, algunas de ellas celebrando el tradicional “Día de México”.
Quiero terminar este breve artículo recordando aquel inolvidable paseo o tour que hicimos en compañía de su hija Ángela Maria y de mi hija Sandra Liliana por los municipios de Salazar, Arboledas y Cucutilla, hasta llegar a Pamplona.
Bien, Virgilio: te recordaré siempre. n




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En recuerdo de Virgilio Durán

ALIRIO NÚÑEZ CORREA, profesor de
la Facultad de Ciencias Básicas de la UFPS.


NO ME DESPIDO

Yo no me despido
para que no sufras mi ausencia,
para que no haya pena
en tu corazón.

Yo no me despido
para que no notes mi ausencia,
para que no comentes
de algo que existió.

Yo no me despido
para que en cada latido
de tu corazón mi vida
esté presente.

Yo no me despido
para que en el aire
que respires
esté mi amor.

Yo no me despido
para que dudes siempre
si mi viaje es eterno o efímero
para que te preguntes
si la vida es un sueño
algo real o una imaginación. n




QUISIERA SABER

Quisiera saber
cuánto vale una vida
para volver a nacer
y borrarme las heridas.

Quisiera saber
qué es más importante
morir, vivir, parar
o seguir adelante.

Quisiera saber
cuál es la razón
que existe en el ser
para no querer vivir con amor.

Quisiera saber
qué estamos haciendo,
las luces se apagan
se acaba el aliento.

Quisiera saber
amigo, hermano,
¿cuál es tu solidaridad
en esta etapa aciaga?

Quisiera saber
por qué eres tan insensible,
la muerte ronda en la esquina
y tu finges y sigues.

Quisiera saber
¿dónde está la fe, dónde la esperanza
dónde está el orgullo
de esta raza humana?

Quisiera saber
por qué tanto dolor humano.
Si son reales las profecías,
Señor, ten piedad
de nuestros hermanos. n





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ASPIRANDO A QUE, POR LO «AÑEJO»,
ESTE TEXTO NO PAREZCA UN «REFRITO»...


A propósito de la obra

Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta

Palabras leídas por su autor, el

profesor ingeniero Jairo Cely Niño,

en el Parque de los Benefactores de la

Universidad Francisco de Paula Santander,

en la noche del jueves 2 de septiembre de 1999.

El martes de la semana pasada (martes 24 de agosto de 1999) se conmemoró el primer centenario del nacimiento del escritor argentino Jorge Luis Borges. Nueve días después, en el acto académico de la noche de hoy, con el cual concluye la celebración de los 37 años de fundación de la Universidad Francisco de Paula Santander, se hace la presentación oficial del libro Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta, escrito por un profesor emérito del primer centro de estudios superiores de Norte de Santander: el doctor Virgilio Durán Martínez.

Cuentan que a Jorge Luis Borges le preguntaron si había leído La Vorágine, del escritor colombiano José Eustasio Rivera, y que el maestro Borges dijo que «¡claro!», pero que no le había dejado la sensación de haber leído un libro sino la de haber estado en un determinado lugar.

Pues bien: nadie me lo está preguntando, ni siquiera el doctor Virgilio Durán, pero la lectura de su libro también me dejó la sensación de haber estado en un lugar demasiado especial. Sólo que ese lugar ya no era de este mundo cuando yo llegué a él, en el mes de febrero del año 1953.

Yo nací, y viví mi primera infancia, en uno de los cerros del barrio Sevilla. Durante muchos años hubo en Sevilla una tienda que se conocía hasta en el sitio más insospechado de Cúcuta: La X Roja. (Hasta la conocían en las ciudades de San Antonio, San Cristóbal y Ureña, de nuestro vecino y hermano país.) Esa tienda hace años dejó de existir, pero sobrevive su nombre. Si alguien no me lo cree, párese unos minutos en el cruce de la Guaimaral con Faroles —a muy pocas cuadras de aquí— y verá pasar una buseta con ese nombre estampado en la tabla que describe su ruta.

Al frente de La X Roja, exactamente al oriente, está la iglesia más hermosa de Cúcuta: Nuestra Señora de la Candelaria. A tienda e iglesia las separa una amplia avenida: la «7ª-A», que se denomina «Avenida 8ª» desde la redoma de la Terminal hacia el sur.

Por cierto, inmediatamente al sur de esta redoma hay una vieja locomotora sobre un rústico pedestal, como recuerdo del ferrocarril que Cúcuta tuvo una vez. Y por cierto, también, que a una cuadra en línea recta al oeste de tal monumento nació y vivió el vicerrector administrativo, doctor Héctor Miguel Parra López.

Por la orilla oriental de la avenida 7ª-A, casi rozando a la iglesia, pasaba el tren. Por vivir en el cerro sur del barrio Sevilla, muy pocas veces vi el paso del tren. Pero de las pocas veces en que lo vi en movimiento, recuerdo la actitud suicida de los mozalbetes del barrio tapizando con tapas de gaseosa y cerveza los rieles del tren, para que las ruedas de aquél las convirtieran en hostias de metal cuyos orillos nada le podían envidiar a un bisturí. Con cada una de esas latas aquellos muchachos —a quienes los adultos les decían «bolañeros»— construían un «runcho». Un juego que, en nuestro juicio de hoy, nos parece suicida; pero con el cual se divirtió la juventud, adolescencia y niñez de aquellos viejos tiempos.

De modo que yo tenía conciencia cabal de la existencia del tren. Pero de lo que ni pizca de idea tenía, era de que en Cúcuta hubo una vez un tranvía.

Y lo vine a saber por el libro del doctor Virgilio Durán.

Tal vez se asombren ustedes por mi, entre comillas, «falta de ignorancia». Pero ocurrió que la campesina y el campesino que habían respectivamente de ser mi madre y mi padre, un día decidieron anochecer pero no amanecer en su departamento de Boyacá, y, huyendo de la violencia política de aquellos años aciagos, llegaron a aquel cerro del barrio Sevilla trayendo en brazos a mi hermano mayor. Para entonces, ya había desaparecido el tranvía.

Lo que no he podido entender, tras la lectura del libro del doctor Virgilio Durán, es: ¿por qué jamás le oí a alguien mencionar que Cúcuta tuvo una vez un tranvía?

¿Acaso fue que nuestros antepasados llamaron indistintamente «tren», al tren y al tranvía? Cualquiera fuere la causa, ¡qué vaina haber nacido uno tarde!

Luego si eso ha ocurrido con uno, haber sido testigo de excepción del paso del tren y desconocer que aquí hubo una vez un tranvía, ¿qué se puede esperar de los muchachos de hoy? Y sobre todo, ¿cómo culparlos por desconocer la historia de nuestra hermosa ciudad?

Por eso, en mi modesta opinión, Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta constituye un valiosísimo aporte a la historia de nuestra esplendorosa ciudad capital. Que tiene, entre tantas virtudes, la de ser la única ciudad del mundo fundada por una mujer, según escribía como Sinopsis Histórica de Cúcuta en nuestros antiguos directorios telefónicos el desaparecido doctor Eustorgio Colmenares Baptista.

 

Recuerdo que hace 16 años me encontré con una anciana venerable quien, entre veintiún y diecinueve años atrás, había sido mi maestra de 1°, 2° y 3° primaria. Nos encontramos, ¡vaya ironía!, en la velación simultánea de la esposa y el hijo de un profesor.

Como me recordó por mi primer nombre y mis dos apellidos, le pregunté si recordaba que ella no había tenido que enseñarme a leer, y que nadie en el mundo podía darse el lujo de decirlo y probarlo. Me respondió que cómo no iba a acordarse de éso, pero sobre todo del esfuerzo magno que tuvo que derrochar para que yo aprendiera a escribir.

Casi me fui de «pa’ tras», porque nunca tuve conciencia de aquel incidente. Y no la tuve, quizá porque mi primer año en la escuela lo pasé imbuido en la lectura de fábulas y cuentos de hadas y de cuanto papel llegaba a mis manos. Era que doña Ana Julia Núñez de Peñuela, mi inolvidable maestra, nos animaba a leer hasta la placa de una volqueta. Hasta leía un periódico comunista proscrito por el clero de misa y olla, Voz Proletaria, que mi papá le compraba a un tipo que lo camuflaba entre ejemplares de El Catolicismo, que era el periódico oficial de la Curia.

Saber, 21 años después, que cargaba y cargaría el lastre de aquella innata torpeza, me hizo entender que, más allá de mi gusto por la lectura, lo que había en mí —cada vez— era una secreta admiración por ese generalmente anónimo ser que había redactado el texto que yo disfrutaba.

Por eso, Virgilio Durán es motivo de doble admiración para mí. Porque ha escrito esta hermosa y nostálgica obra, que yo no habría sido capaz de escribir. Y porque fue mi maestro en cuatro importantes asignaturas durante mi ciclo básico de Ingeniería, a mediados de los años setenta.

Como maestro, Virgilio era jodido. Nos calificaba las evaluaciones con cero o cinco porque, decía, el examen o el previo no es la Lotería de Cúcuta, que paga aproximaciones. Porque el ingeniero no tiene término medio: o el trabajo le queda impecable, o como la cara de él. Advertía que si un estudiante de Ingeniería comete un error, lo califican con cero, y lo peor que le puede ocurrir es que tenga que repetir la materia; pero, si como ingeniero comete un error, se va «pa’» la cárcel. Creo, 25 años después, que si nos andaba tan duro era porque quería amainar el impacto de encontrarnos después con que la vida profesional iba a tratarnos peor.

En cambio, como colega, Virgilio también era jodido. Si en una asamblea de profesores se le venía a uno con una arremetida argumental, y uno no era capaz de rebatirlo con argumentos también, ni el saludo le merecía después; pero, si uno le enfrentaba el discurso, se ganaba un amigo de quien no se podía esperar más, pero menos tampoco, de lo que había derecho a esperar. Creo que su premisa era simple: no sería amigo de quien, por cobardía o por ignorancia invencible, fuera incapaz de controvertirlo.

Algo siempre me llamó la atención de Virgilio, como maestro y colega: nunca llevaba algo escrito. Me hice a la idea de que si no se molestaba en garrapatear siquiera una síntesis de lo que iba a exponer, era porque le daba jartera escribir, pero lo compensaba con una prodigiosa memoria.

Así que cuál no sería mi sorpresa el día en que me informaron que estaba escribiendo un libro sobre la Revolución Mexicana, del cual, por cierto, no conozco la primera cuartilla. Pero mi sorpresa mayor fue saber que había escrito Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta.

Obra que muchas sensaciones induce. Entre tantas, para mí fue conmovedor saber por su libro que, parafraseando al poeta Jorge Robledo Ortiz, hubo una vez una Cúcuta cuyas amplísimas avenidas y calles no tenían números fríos, como los «tiques» que expulsa por una ranura la caja registradora de cualquier almacén, sino nombres que exaltaban la memoria de los Padres Fundadores de nuestra nacionalidad colombiana.

Comenzando por la del fundador civil de la República, nuestro paisano el general don Francisco de Paula Santander, cuyo nombre lleva orgullosa la mejor universidad de este mundo. Universidad cuyo trigésimo séptimo aniversario de fundación estamos conmemorando.

Por eso reitero mi modesta opinión de que Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta constituye un valiosísimo aporte a la historia de nuestra esplendorosa ciudad capital.

Y creo que, definitivamente, la valoración más elocuente del libro del doctor Virgilio Durán la hace el señor rector, doctor Patrocinio Ararat, en la nota de presentación de la obra.

No leerlo equivale, para un cucuteño, a perderse de mucho.

Muchísimas gracias. n




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PARA RELLENAR ESTA PÁGINA:
(OBVIO: LA DE LA «VERSIÓN EN PAPEL»)


¡Ay, la educación!

MANUEL GUZMÁN HENNESSEY.
Diario El Tiempo, lunes 12.12.2005, p. 1-15.

Cuando las universidades de antes les pedían a los estudiantes que presentaran un trabajo, diga usted sobre las teorías del método en Feyerabend o la importancia de Foucault en la lingüística, lo primero que los estudiantes hacían era ir a las fuentes de las ideas.

Había que leer los libros y después relacionar unas ideas con otras para producir, finalmente, un pensamiento más o menos propio. Y lo que se calificaba era eso: la habilidad para producir ideas más o menos originales, o enfoques adecuadamente contextualizados sobre los autores, las tendencias y los descubrimientos.

Hoy, los docentes saben que muy pocos estudiantes resistirán la tentación del copy paste. Ese artilugio cibernético que consiste en acceder al conocimiento con la punta del dedo índice, para después “fusilarlo” con el anular. Pero casi todos se hacen los bobos, porque ellos también acuden al copiar-pegar cuando tienen que presentar sus trabajos del postgrado, que les representará un mejoramiento de sus condiciones. El anhelado “tiempo completo” o la mullida coordinación de departamento, peldaños superiores al del catedrático, que en las universidades de estrato alto tienen pago de $25.000 por hora, y en las de bajo, de $12.000.

Cuando los directivos escuchan del extendido método, se rasgan en público las vestiduras académicas que luego se ajustarán en privado, pues ninguno ignora que la trampa es nada más que un medio que justifica el fin en la perversa axiología de los “ismos” salvajes. Las universidades alientan la despiadada competencia porque son parte de un engranaje de negocios, donde el debe y el haber pertenecen a una categoría superior que la vocación docente, el conocimiento y la investigación.

Y el Icfes, preguntarán los lectores, ¿dónde está el Icfes? Muy bien: está en ECAES, el último invento de la burocracia educativa para evaluar lo que todos sabemos, que el sistema sufre la más aguda crisis de las últimas décadas.

Pero en la época del copiar-pegar hay esforzados investigadores científicos en esas cuatro o cinco universidades “de verdad” que aún nos quedan, que trabajan, día a día, como antes: leyendo libros, ventilando ideas, generando país.

He conocido algunos, pero el esguince pedagógico que uno de ellos se ha inventado contra el “cortar y pegar” es muestra elocuente de lo que aún se puede hacer, cuando uno logra liberarse del “leseferianismo” de la mediocridad. Ricardo Puentes les dice a sus estudiantes que le escriban los trabajos a mano, y él les pone en sus cuadernos carita feliz o triste, según sea el nivel de originalidad, pertinencia y rigor, que con el exclusivo uso de sus manos hayan sido capaces de demostrar. n

guzmanhennessey@yahoo.com.ar



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El miércoles 19 de octubre del 2005 la Corte Constitucional, en un exceso de culiprontismo gobiernero sin par, «bendijo» la reimplantación de la reelección presidencial, con la gabela de inmediata. Pero siete semanas después, el miércoles 7 de diciembre del 2005 («El Día de la Infamia», llamó el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, al mismo día de 1941), dicha Corte «le sacó el culo» a la despenalización del aborto en tres circunstancias muy específicas.
¿Cuál sería la posición de la única mujer, magistrada Clara Inés Vargas, que hay en la Corte? n
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Al cerrar esta edición dedicada al doctor Virgilio Durán, «el suscrito» Director deplora que la tal «parca» no le haya pospuesto, a su ex maestro y colega, 20 días la muerte… para propiciarle morir con la dicha de ver a su Doblemente Glorioso Cúcuta Deportivo regresar a Las Ligas Mayores. n
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