¡Qué vaina que la dicha sea incompleta!
JAIRO CELY NIÑO, profesor de
la Facultad de Ingeniería de la UFPS.
jairocely@hotmail.com
El lunes 6 de febrero de 1995 los profesores universitarios estatales entramos en Asamblea Permanente Nacional Indefinida —un eufemismo para no decir escuetamente «paro»—, demandando del gobierno nacional reivindicaciones salariales y recursos para inversión en las universidades estatales.
Y como era apenas obvio, el vocero del Gobierno fue el ministro de Educación Nacional, Arturo Sarabia Better, el cual, aunque resultó intransigente y un patán, en la madrugada del viernes 3 de marzo debió ceder y pactar con nuestros cuatro negociadores nacionales un plazo de «concertación» de un trimestre, a razón de una reunión de un día por semana, y a condición de que iniciáramos el primer semestre académico del año.
Dicho trimestre se acabó sin que se hubiese llegado a un acuerdo en razón del matonismo del ministro, por lo cual el lunes 5 de junio reiniciamos la asamblea permanente.
Y cuando el ambiente entre el Ministerio de Educación y la Federación Nacional de Profesores Universitarios llegó a sentirse —como cantara José Alfredo— «muy cerquita del infierno», el presidente de la República, Ernesto Samper, mandó al matón Sarabia Better de embajador al Cono Sur y nombró ministra de Educación a su embajadora ante Madrid, María Emma Mejía Vélez.
El cambio de interlocutor gubernamental de un patán por toda una dama fue como pasar de negociar en una cantina del salvaje Oeste gringo a una oficina de Naciones Unidas en Ginebra, por lo cual en la madrugada del miércoles 9 de agosto nuestros negociadores y María Bonita suscribieron un acuerdo satisfactorio para los profesores universitarios estatales.
Esta remembranza de lo ocurrido hace doce años me la indujo el resultado de los comicios del 28 de octubre de este año, como quiera que toda una dama fue elegida alcaldesa de Cúcuta para reemplazar a un patán.
Tal salvaje es el mismo bárbaro que hace 28 meses ordenó despojarle con violencia a la Universidad Francisco de Paula Santander media hectárea de su campus, y quien hace cuatro meses la despojó de la sede del Bosque Popular. Y es el mismo a quien hace dos meses la Fiscalía recluyó en una cárcel bumanguesa, como presunto autor intelectual de un asesinato perpetrado por «paracos».
Como cucuteño y profesor de la Universidad Francisco de Paula Santander me habría deprimido si, desde la cárcel bumanguesa, tal matón hubiera seguido mangoneando como «alcalde en cuerpo ajeno», lo cual indefectiblemente habría ocurrido si su muñeco hubiese ganado la Alcaldía.
Pero ¡qué vaina que la dicha sea incompleta! Porque para gobernador marqué el voto en blanco, aspirando a que éste superara los que obtuvieran los otros candidatos para que la elección se repitiera, por cuanto en la nueva no podrían participar los candidatos que tuvo la anterior.
Pues como cucuteño no quería que el gobernador fuera quien ganó, porque está apadrinado por el bárbaro que «tempera» en una cárcel bumanguesa. Y como profesor de la Universidad Francisco de Paula Santander menos quería que ganara, en razón de que es un egresado y él, y el resto de egresados que eran sus colegas concejales, nunca protestaron contra el salvaje despojo de la mencionada media hectárea a la Institución que los formó.
Pero ganó, y ello me sugiere que el bárbaro recluso será «gobernador en cuerpo ajeno» y, por lo tanto, será «presidente en cuerpo ajeno» de nuestro máximo órgano universitario de Gobierno y dirección.
Claro que por aquello de el beneficio de la duda, cabría esperar que, en relación con la Academia, le suceda lo que a aquel personaje de la Biblia que se arrepintió de su traición —excluyendo, claro está, el bíblico desenlace de expiar la culpa recurriendo a un mecate— y, en relación con su mandato, también cabría esperar que algún chamán o sacerdote lo exorcice para que pueda ejercerlo sin la influencia del bárbaro recluso.n
––––––––––
Este artículo fue propuesto hace tres semanas a Oriente Universitario, que es el periódico oficial de la Universidad Francisco de Paula Santander, para su edición —le dijeron al autor— del domingo subsiguiente. Como la edición está «más demorada que orgasmo de borracho» en razón —le dijeron al autor— de que no se ha podido reunir el Consejo Editorial de tal periódico, se publica por descarte en Occidente, antes de que al texto impreso lo devore algún gorgojo o bicho así, y al magnético lo vuelva «sánscrito» algún virus informático.
(NOTA DEL AUTOR)
l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l
Una leyenda
GUILLERMO CARRILLO BECERRA,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
gecarril60@yahoo.es
José María Quijano Otero (Bogotá, 1836-1872) fue poeta, periodista e historiador. Muy pocos —y acaso nadie— como él ha dejado una memoria altamente grata, aunque un poco desconocida para el grueso del público. Se dice que fue un gran amigo y que no conoció la envidia ni la mezquindad. Fue defensor de la causa de los pobres, lo cual se refleja en sus escritos. Como historiador se dedicó a rescatar algunas leyendas de su terruño, como esta, ubicada a finales de los años 1700 y titulada:
«EL FIADOR
Era una noche de aquella Santafé de fines del siglo pasado en que a las ocho de la noche las calles estaban desiertas, oscuras, y si se veía tal cual luz, era de algún farol que iluminaba la imagen de algún santo incrustado en la pared, o de la linterna de algún raizal que aceleradamente se dirigía a su habitación, donde debían estar aguardándolo para empezar el rosario, que presidía siempre el jefe de la familia.
A pesar de la oscuridad y de la lluvia, un caballero se dirigía apresuradamente a la casa del señor Pantaleón Gutiérrez. Tocó y fue conducido al gabinete de don Pantaleón. Éste, al verlo, cerró el libro que estaba leyendo y se levantó a recibir al recién llegado.
—Malas nuevas, don Pantaleón: no me ha sido posible conseguir el fiador y comprendo que usted no puede hacer por mí más de lo que me ofreció anoche. He venido a pintarle mi dolorosa situación: mi honra comprometida, mi esposa enferma, mis hijos desnudos, y al lado de este cuadro, la suerte que por primera vez me sonríe. Pudiendo mejorar toda mi vida… pero para eso necesito quinientos pesos en calidad de préstamo. Cansado de buscar la firma de un amigo, porque ante la miseria muchos olvidan la honradez de los años anteriores, no se me ha ocurrido sino presentarle a uno que me conoce, que sabe lo que soy, pero que no sé si tenga las condiciones que usted desea.
—Oh, yo no exijo mucho —contestó don Pantaleón—: quiero prestarle a usted un servicio, pero deseo que haya responsables dos personas en vez de una. Más claro: quiero no tanto un fiador como un testigo, traído por usted.
—Aquí tiene usted el único que puedo presentarle —repuso el solicitante, con voz medio ahogada por las lágrimas, y al decirlo, sacó debajo de la ruana un Cristo de madera, y, dándolo a don Pantaleón, agregó:— Como testigo es el mejor que puedo presentar; como fiador es el único que puede responder por mí, porque es el único que ve mi corazón, no mi miseria.
—Es mucho más de lo que pedía —dijo don Pantaleón enternecido. Un momento después le entregó los quinientos pesos que solicitaba y quiso devolverle el Cristo.
—No, guarde usted el fiador: yo lo rescataré cumplidamente lo mismo que Él me permite hoy rescatar mi honra y el pan de mis hijos.
Algunos meses más tarde regresó el favorecido con el préstamo, no cabizbajo ni meditabundo, como la primera vez, sino con aire contento, dejando ver en su fisonomía la dicha que rebosaba en su corazón. Después de manifestarle a don Pantaleón todo el agradecimiento que sentía, devolvió la suma que había recibido en préstamo, no sólo con los intereses, sino con todas las bendiciones de una familia honorable salvada a tiempo.
Inmediatamente don Pantaleón descolgó el Cristo del lugar donde lo había colocado desde la noche en que lo recibió como fiador, y devolviéndolo al dueño le dijo:
—Estamos en paz; con fiadores como los que usted tiene, raro será que la suerte no le sea propicia, y que Él no le redima a usted de cualquier aflicción. Tan puntualmente como usted lo rescata hoy.
—Así lo espero, don Pantaleón; mi suerte ha variado ya: una obra de caridad como la que usted hizo, ha sido mi salvación; pero complete usted su servicio y mi alegría no devolviéndome el único fiador que tuve el día de la desgracia; consérvelo como recuerdo de la gratitud de una familia y como una reliquia para sus hijos.
Los nietos de don Pantaleón conservan con veneración el Cristo que entró en su casa como fiador aceptado por un patriarca, y que la desgracia consolada dejó como recuerdo y como reliquia.»
Esta historia la traigo a colación para hacer un pequeño tributo a la palabra empeñada. Para nuestros antepasados, el compromiso estaba por encima de cualquier sacrificio. No como ahora: nadie cree en nadie, ni siquiera dentro de la misma familia. Cualquier crédito requiere de fiadores con finca raíz, balances contables, cartas de recomendación, huellas, autenticaciones, pagarés en blanco. Toda operación que implique dinero se basa en la sospecha.
También es cierto que, antiguamente, no existían tantos tumbadores como hoy. Por eso no es raro encontrar en algunos negocios unos avisos-caricaturas con frases muy dicientes: “Hoy no fío, mañana sí”. “El que fiaba se murió”. O un tipo gordo, con un tabaco en la mano y con una sonrisa de satisfacción, exclamando: “Yo vendí al contado”; y al frente, un cucho escurrido, con cara de angustia, maldiciendo: “Yo vendí a crédito”.
En fin, hay que ser confiado pero tomando precauciones, no sea que terminen pagándole con oraciones.
(Cúcuta, noviembre de 2007)
l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l
La Cúcuta que hemos perdido
JESÚS ENRIQUE LINDARTE DUARTE,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
micropore_45@hotmail.com
A veces la memoria de los pueblos se pierde en los recuentos nostálgicos de los viejos, quienes se llevan consigo los más auténticos testimonios de lo que constituía su raigambre. A la Cúcuta de mediados del siglo XX la recuerdo y añoro porque tenía identidad, cultura, urbanidad y urbanismo, gente que, cucuteña o no, estaba orgullosa de vivir en Cúcuta, de llamarse cucuteños y de trabajar por Cúcuta, por una Cúcuta de calles y avenidas vestidas de almendrones, altas palmeras, acacias, mamones, hurapos, buganvillas, muchas de aquellas calles y avenidas perfumadas por la fragancia de rosas, mirtos y jazmines.
Recuerdo las calles y avenidas empedradas, motivo de orgullo de nuestra identidad, hoy sepultadas bajo la tiranía del asfalto. Recuerdo los lugares, puntos de referencia, los cuales servían a los habitantes de la antañona Cúcuta para ubicarse y orientarse: “Vaya hasta La Rosa Blanca y compre…”. Eran lugares con historia y con orgullo de existir, muchos de los cuales han desaparecido en la vorágine del cambio producido por la modernidad. Sin embargo, con el desgaste inevitable de los recuerdos, quiero retrotraer algunos de ellos con sus denominaciones de entonces para solaz y ejercicio memorístico.
Quienes hoy superamos los 60 años de juventud (como dice una amiga), y nos vemos rodeados de magníficas y modernas edificaciones (un orgullo para la ciudad, por supuesto), recordamos con nostalgia y dolor de terruño los viejos lugares que marcaron nuestras vidas y le dieron identidad a nuestro presente. Como las instalaciones de La Aduana (donde hoy está el centro comercial El Oití), hasta donde llegaba el tren a dejar las mercancías para el aforo. La Rosa Blanca (avenida 9ª con calle 10), una venta de misceláneos. El Salón Blanco (avenida 6ª con calle 10), con lo más exquisito en vinos, licores, chocolates, dulces y demás artículos para regalos. La Esquina de la Fortuna, una tienda en la calle 13 con avenida 9ª (barrio El Contento). La Chiva, una tienda de misceláneos, en la esquina de la calle 11 con avenida 3ª. Ben-Hur (calle 11 con avenida 4ª), una tienda muy concurrida para hacer un alto en las actividades comerciales. La Panadería La Roca (calle 10 con avenida 3ª). Los telares de Pedro Felipe Lara, en la avenida 3ª entre calles 14 y 15. El Triángulo Rojo, muy parecido a El Salón Blanco, en la calle 10 con avenida 4ª. El Circo, en la esquina suroccidental de la calle 10 con avenida 2ª, que hoy está unos metros al sur de dicha esquina y a donde, para curtir la nostalgia, aún acudimos los cucuteños a comprar dulces de leche de cabra, de toronja, “arrastrados”, etc. La Bomba Cúcuta, una estación de servicio ubicada frente a El Circo antiguo. La Ferretería El Cóndor, en la avenida 7ª con calle 11. El Tequendama, una tienda de abarrotes en la avenida 8ª con calle 11. La Esquina de la Víctor, una venta de los famosos radios RCA-Víctor, de bulbos o tubos de vacío, esquina que posteriormente albergó las instalaciones de la Phillips (“Tarde o temprano, su radio será un Phillips”, decía su cuña radial). El Café Rialto, en la calle 10 entre avenidas 5ª y 6ª. El Café del Comercio, en la esquina suroriental de la calle 11 con avenida 5ª, en donde era frecuente ver a señores de la época conversando animadamente alrededor “del tinto y del vaso de agua”; entre éstos, don Isidoro Duplat.
(Esta esquina ha tenido varias denominaciones comerciales: en un principio fue la Casa Broyer, un almacén de inmigrantes alemanes; después se construyó el edificio de don Antonio Copello, un inmigrante italiano; luego funcionó el Café del Comercio; posteriormente, y durante varios años, ahí estuvo el Almacén Tony; y hoy día, en esa esquina tiene su sede el Banco Davivienda.)
Las desparecidas salas de cine Guzmán Berti, Aire Libre, Buenos Aires, Miraflores y Santander, donde, antes de ver las películas gringas o mejicanas, los muchachos intercambiábamos las historietas (Comics, dicen hoy los “chamos”) de Tarzán, El Llanero Solitario, Supermán, Santo (el enmascarado de plata), etc.
Tito Abbo fue un almacén de ropa y calzado que el inmigrante italiano de este nombre tuvo en la calle 12 con avenida 5ª, donde después estuvo el almacén Ley y ahora, el almacén Éxito. El Martillo fue una tienda de abarrotes en la calle 14 con avenida 10. El Mercado Cubierto de Cúcuta, que estuvo en donde hoy están las oficinas del Acueducto. La Esquina de La Estrella, muy conocida por los cucuteños de hoy día pues aún existe (avenida 7ª con calle 12). La Ferretería El Gallo de Oro, cuyo propietario era José Saieh, estuvo en la avenida 7ª entre calles 12 y 13. La Esquina de La Equitativa estuvo en la avenida 7ª con calle 13. La Esquina de don Antonio Copello, residencia de este inmigrante italiano, estuvo en la calle 11 con avenida 2ª. La Lucha, fue una tienda (y al fondo, un burdel) en la esquina de la calle 14 con avenida 10. En el Banco de la República, cuyo edificio era de arquitectura republicana, se cumplían las operaciones bancarias de la ciudad y en cuyas oficinas existió un reloj de pedestal el cual marcaba la hora exacta de la actividad citadina; dicha edificación fue demolida para dar paso a la estructura que hoy vemos en la calle 11 con avenida 5ª, aunque la sede del banco está ahora sobre la Diagonal Santander, detrás del Club Cazadores.
Las instalaciones del Ferrocarril de Cúcuta, que recorrí en mi niñez y en cuyo tren viajé hasta Puerto Santander, fue un importante medio de transporte que nos comunicaba con el puerto venezolano de Encontrados, de donde regresaba cargado con todo tipo de mercancías (automotores, finas telas europeas, licores, etc.) que entraban por Maracaibo de diferentes partes del mundo. Por supuesto, esta maravilla no duró mucho tiempo pues, sobra decirlo, nuestra dirigencia no supo preservar, mantener y mucho menos defender de los detractores de la ciudad tal recurso y lo perdimos, así como la hermosa arquitectura de su estación principal: la Estación Cúcuta, donde está la Terminal de Transportes. El ingeniero Virgilio Durán Martínez (q.e.p.d.), mi compañero docente en la UFPS, escribió varios libros inigualables en datos y cotidianidad de la Cúcuta de finales del siglo XIX y principios del XX, y en uno de ellos narró la historia del desaparecido tranvía de la ciudad.
Otra estructura digna de elogiar fue la de las dos torres inalámbricas, situadas en donde hoy están Telecom y el nuevo centro comercial Ventura Plaza, que tenían la “anatomía” de la famosa Torre Eiffel. Recuerdo que la más alta medía 72 metros y que la más baja estuvo ubicada frente a donde por muchos años estuvo la estación de Bomberos Voluntarios. Todos los días anunciaba con una sirena, que perdura intacta en la memoria de los cucuteños, la hora del mediodía. Dichas torres estaban conectadas por un cable muy largo que cumplía la doble misión de recibir y enviar las señales de radio, y servía de posada a miles de migrantes golondrinas. De estas torres tengo varios recuerdos que surgen vívidamente. Como el de que cada año, para la celebración del 20 de Julio, un empleado de la Concesión Marconi subía hasta lo más alto de la torre más alta con la bandera de Colombia en asta y atada, desde luego, a la cintura y por la espalda para que la fuerza del viento no lo derribara, acto que requería de una proverbial fibra muscular y equilibrio. Allí permanecía nuestro pabellón enarbolado por varios días, recordándonos con su ondear el amor de patria para, luego de finalizadas las festividades, ser arriado por el mismo hombre con la misma valentía.
Otro recuerdo es el de un diciembre, cuyo año exacto se pierde en mi memoria: con motivo de la Navidad, a los empleados de la incipiente Telecom se les ocurrió llevar un cable eléctrico hasta la cima de la torre mayor, para instalar una bombilla de adorno cuya luz se veía desde los alrededores como una estrella. Por la proximidad de mi casa paterna con Telecom, rápidamente nos familiarizamos con la tal “estrella”, pero no dejó de ser gracioso descubrir que, noche tras noche, grupos de cucuteños llegaban hasta el lugar a comprobar la existencia del fulgurante “astro”. Otro detalle que recuerdo con nitidez es el de las intimidantes tormentas eléctricas en la época de lluvias, las cuales descargaban toda su intensidad sobre la torre mayor por ser ésta la construcción más alta de Cúcuta en aquel tiempo, privilegio que le imponía la misión de pararrayos. Era tal la magnitud de aquel fenómeno de luz y sonido, que a los habitantes cercanos a estas instalaciones nos sacudía de terror el rompimiento de las moléculas de aire.
Acuden a mi mente nostálgica los terrenos de las grandes casas solariegas y las haciendas que alguna vez, orgullosas, rodearon a la Cúcuta De calles anchas, como el corazón de sus gentes (tal como sentenciaba Álvaro el Mocho Barreto Niño). Tales terrenos, hoy desprovistos de su estirpe, sólo contribuyeron al posterior crecimiento desordenado y tosco de nuestra urbe. El boom comercial ha conjugado un crecimiento poblacional inusitado (¡pavoroso ver tanta gente y no muchas caras conocidas!). Ha crecido la ciudad en su horizontalidad y en su verticalidad, ha llegado mucha gente de muchas partes a establecerse. Tal vez nos hemos “ganado” la inmensa urbe que hoy conocemos, con sus problemas inherentes: un urbanismo desordenado, una ciudad sin urbanidad y sin civismo y con una identidad amorfa. Definitivamente hemos perdido para siempre a esa Cúcuta de tanta querencia, con sus calles arborizadas en donde eran posibles el paso de los peatones y las tertulias vespertinas con el sabor del “dulce de platico” en las aceras, frente a las casas de puertas abiertas, a donde los amigos llegaban sin invitación ni previo aviso, y tantas otras entrañables costumbres que caracterizaban a esta Perla del Norte.
No puedo terminar esta evocación sin rendir un inmenso y merecido homenaje a nuestro insigne río Pamplonita, antaño río de frescas aguas en el verano; impetuoso en el invierno. ¡A mi gran Río! De él nos hemos servido para beber, para bañarnos, para lavar la ropa, para regar sementeras; en general, lo hemos usado y abusado. Hoy sus aguas, amenazadas por la contaminación con petróleo y la tala indiscriminada en sus riberas y en las de sus afluentes, le han significado una verdadera estocada, esta vez mortal, a sus ya moribundas corrientes. ¿Cómo no recordar a este amado y respetado río de nuestra niñez, al que hacíamos furtivas escapadas por el calor abrasador, con la consecuente “fuetiada” al llegar a casa “por coger p’ al río a escondidas”? ¡Río inmenso, rio grande, río bravo, arrollador y arrobador! ¡Ayer, qué bien te quisimos; y hoy, qué bien poco te queremos!n
l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l
Fin de lo perdurable
DORIS LESSING, escritora británica.
Ganadora del Premio Nobel de Literatura 2007.
Palabras leídas por la autora hace 6 años, al recibir el Premio Príncipe de Asturias 2001. Transcritas de la página 3 del suplemento Lecturas Fin de Semana del diario El Tiempo, del sábado 20 de octubre del 2007. – (Nota del Director)
Érase una vez un tiempo —y parece muy lejano ya— en el que existía una figura respetada: la persona culta. Él —solía ser “el”, pero con el tiempo pasó a ser cada vez más “ella”— recibía una educación que difería poco de un país a otro —me refiero por supuesto a Europa— pero que era muy distinta a lo que conocemos hoy. William Hazlitt, nuestro gran ensayista, fue a una escuela a finales del siglo XVIII cuyo plan de estudios era cuatro veces más completo que el de una escuela equiparable de ahora: una amalgama de los principios básicos de la lengua, el derecho, el arte, la religión y las matemáticas. Se daba por sentado que esta educación, ya de por sí densa y profunda, sólo era una faceta del desarrollo personal, ya que los estudiantes tenían la obligación de leer, y así lo hacían.
Este tipo de educación, la educación humanista, está desapareciendo. Cada vez más los gobiernos —entre ellos el británico— animan a los ciudadanos a adquirir conocimientos profesionales, mientras no se considera útil para la sociedad moderna la educación entendida como el desarrollo integral de la persona.
La educación de antaño habría contemplado la literatura e historia griega y latina, y la Biblia, como la base para todo lo demás. Él —o ella— leía a los clásicos de su propio país, tal vez a uno o dos de Asia, y a los más conocidos escritores de otros países europeos: a Goethe, a Shakespeare, a Cervantes, a los grandes rusos, a Rousseau.
Una persona culta de Argentina se reunía con alguien similar de España, uno de San Petersburgo se reunía con su homólogo en Noruega, un viajero de Francia pasaba tiempo con otro de Gran Bretaña y se comprendían, compartían una cultura, podían referirse a los mismos libros, obras de teatro, poemas, cuadros, que formaban un entramado de referencias e informaciones que eran como la historia compartida de lo mejor que la mente había pensado, dicho y escrito. Eso ya no existe.
El griego y el latín están desapareciendo. En muchos países, la Biblia y la religión ya no se estudian. A una chica que conozco la llevaron a París para ampliar sus miras —que le hacía falta— y aunque destacaba en sus estudios, confesó que nunca había oído hablar de católicos y protestantes, que no sabía nada de la historia del Cristianismo ni de cualquier otra religión. La llevaron a oír misa a Nôtre Dame, le dijeron que esta ceremonia era desde hace siglos base de la cultura europea, y que debería por lo menos saber de ello, y ella lo presenció todo obedientemente, tal y como presenciaría una ceremonia de té japonesa, y luego preguntó: “¿Entonces, estas personas son una especie de caníbales?”. En todo esto ha quedado lo que parece perdurable.
Hay un nuevo tipo de persona culta, que pasa por el colegio y la universidad durante 20, 25 años, que sabe todo sobre una materia —la informática, el derecho, la economía, la política— pero que no sabe nada de otras cosas, nada de literatura, arte, historia, y quizá se le oiga preguntar: “Pero, entonces, ¿qué fue el Renacimiento?” o “¿Qué fue la revolución Francesa?”. Hasta hace 50 años a alguien así se le habría considerado bárbaro. Haber recibido una educación sin nada de la antigua base humanística: imposible. Llamarse culto sin un fondo de lectura: imposible.
Durante siglos se respetaron y se apreciaron la lectura, los libros, la cultura literaria. La lectura era —y sigue siendo en lo que llamamos el Tercer Mundo—, una especie de educación paralela, que todo el mundo poseía o aspiraba a poseer. Les leían a las monjas y monjes en sus conventos y monasterios, a los aristócratas durante la comida, a las mujeres en los telares o mientras hacían costura, y la gente humilde, aunque sólo dispusiera de una Biblia, respetaba a los que leían.
En Gran Bretaña, hasta hace poco, los sindicatos y movimientos obreros luchaban por tener bibliotecas, y quizá el mejor ejemplo del omnipresente amor a la lectura es el de los trabajadores de las fábricas de tabaco y cigarros de Cuba, cuyos sindicatos exigían que se les leyera a los trabajadores mientras realizaban su labor. Los mismos trabajadores escogían los textos, e incluían la política y la historia, las novelas y la poesía. Uno de sus libros favoritos era El Conde de Montecristo. Un grupo de trabajadores escribió a Dumas pidiendo permiso para emplear el nombre de su héroe en uno de los cigarros.
Tal vez no haga falta insistir en esta idea, pero sí creo que no hemos comprendido todavía que vivimos en una cultura que rápidamente se está fragmentando. Quedan parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad, alguna escuela, en el aula de algún profesor anticuado enamorado de los libros, quizá en algún periódico o revista. Pero ha desaparecido la cultura que una vez unió a Europa y sus vástagos de Ultramar.
Podemos hacernos una idea de la rapidez con la cual las culturas son capaces de cambiar, observando cómo cambian los idiomas. El inglés que se habla en Estados Unidos o en las antillas no es el inglés de Inglaterra. El español no es el mismo en Argentina o en España. El portugués de Brasil no es el portugués de Portugal. El italiano, el español, el francés surgieron del latín, pero no en miles sino en cientos de años. Hace muy poco tiempo que desapareció el mundo romano, dejando tras de sí el legado de nuestras lenguas.
Representa una pequeña ironía de la situación actual, que gran parte de la crítica a la cultura antigua se hiciera en nombre del elitismo; sin embargo, lo que ocurre es que en todas partes existen cotos, pequeños grupos de lectores de antaño, y resulta fácil imaginar a uno de los nuevos bárbaros entrando por casualidad en una biblioteca de las de antes, con toda su riqueza y variedad, y dándose cuenta de pronto de todo lo que se ha perdido, de todo lo que —él o ella— ha sido privado.
Así pues, ¿qué va a pasar ahora en este mundo de cambios tumultuosos? Creo que todos nos estamos abrochando los cinturones y preparándonos.
Escribí lo que acabo de leer, antes de los acontecimientos del 11 de septiembre. Nos espera una guerra, parece ser que una guerra larga, que por su misma naturaleza no puede tener un final fácil.
Sin embargo, todos sabemos que los enemigos intercambian algo más que balas e insultos. En España quizá sepan esto mejor que nadie. Cuando me siento pesimista por la situación del mundo, a menudo pienso en aquella época, aquí en España, a principios de la Edad Media, en Córdoba, en Granada, en Toledo, en otras ciudades del sur, donde cristianos, musulmanes y judíos convivían en armonía; poetas, músicos, escritores, sabios, todos juntos, admirándose los unos a los otros, ayudándose mutuamente. Duró tres siglos. Esta maravillosa cultura duró tres siglos. ¿Se va visto algo parecido en el mundo? Lo que ha sido puede volver a ser.
Creo que la persona culta del futuro tendrá una base mucho más amplia de lo que podemos imaginar ahora.n
l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l
Tener más de una amante
RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.
cardingarcia@hotmail.com
El hombre que tiene mujer y dos mozas, ¿es súper macho o masoquista? Porque si “la legítima” jode mucho y una moza jode un poco (al fin y al cabo es mujer), ¿cuánto no joden tres mujeres? Eso, en lo emocional; porque en lo económico, se debe ser un jeque para atender tres gastos.
Si una insatisfacción sexual lo llevó a buscar en una moza lo que no halló en su mujer, ¿qué busca en una segunda moza? Si es porque “una es bueno, dos es muy bueno y tres es mucho mejor”, entonces ninguna se debe parecer a las otras dos ni saber que las otras dos existen.
La primera será el ama de casa perfecta, la madre dedicada. La segunda será lo sexy que la primera dejó de ser a poco de casados, la que hace en la cama lo que rechaza la primera. La tercera será más linda que las otras, pero no necesariamente más inteligente; o por lo menos, será “la novedad” que busca casi todo hombre.
Probablemente su mujer no esté interesada en descubrirle una tercera: ya sufrió mucho al descubrirle la segunda. Pero, como el niño olvida un juguete viejo apenas aparece uno nuevo, la 2 sí descubriría a la 3 si el hombre la descuida. En tal caso, hay el riesgo de que la segunda se alíe con la primera y hagan de la vida del tipo un calvario.
Lógicamente, la vida sexual con su mujer irá en declive. Y lo curioso, dicen los expertos, es que la 2 seguirá siendo mejor en la cama que la 3, por lo que estos casos de hombre y dos amantes duran poco; apenas unos meses.
A continuación, algunas recomendaciones para el hombre que se encuentra en esta situación y no quiere ser descubierto por ninguna de las tres:
Que ninguna de sus mujeres tenga nombre. Llámelas “amor”, “cariño”, “cielo”, “ángel” o con cualquier otro término florido. Y a la hora del sexo, no se le ocurra susurrar su nombre porque la memoria es traicionera y usted podría ser capado “con una cuchilla, de esas de afeitar”.
Cuando atienda el teléfono, esté absolutamente seguro de quién es la que llama. A ninguna amante le gusta ser confundida con la esposa; y menos, viceversa. Pídale a cada moza que se identifique apenas diga “¿aló?”.
Haga agenda para el sexo. No pretenda lucirse con la una, en la mañana; con la otra, por la tarde; y con su mujer, por la noche. “El siete polvos” es un mito.
Mucha gente le acepta al prójimo una moza; pero difícilmente, dos. Luego no chicanee, para no ser macartizado.
Si vive en apartamento, sea amigo del portero. Un día podría salvarle la vida. Además de amigo, debe ser aliado.
No confunda fechas de cumpleaños y de conmemoraciones. Esté totalmente seguro de la ocasión y del regalo.
Si algún conocido de su esposa lo ve en público con una de sus amantes, llámela enseguida y dígale que está haciendo un trabajo con su “jefa” o secretaria y se topó con el tal amigo. Cuando usted llegue a casa, a lo mejor su esposa ya tomó por disociador al conocido.
No lleve al mismo motel a sus dos mozas. Nunca falta la empleada torpe que haga un comentario inconveniente.
Regáleles a sus 3 mujeres la misma marca de perfume.
Los cabellos femeninos en su ropa o en su cama, son fatales. Si fue tan bruto de llevar a su casa alguna moza, antes de que llegue su mujer haga una limpieza minuciosa.
Si estuvo con alguna moza en un motel, no llegue a casa con el cabello mojado. Hágase rapar. Es preferible ser un rapado en la casa que un melenudo en el camposanto.
Cuídese de los cambios bruscos de carácter: toda mujer sospecha ante una tristeza o alegría repentina.
Si le gusta enviar “cartitas de amor” a las amantes, no les coloque fechas ni destinatarias, ni las firme.
No se quite la argolla de casado en el motel: allá podría quedarse. Ni la guarde en el bolsillo: de una, su mujer la echará de menos en su dedo cuando llegue.
Si llama desde su casa a una moza, cuidado con la tecla “redial”: retiene el número de la última llamada. Entonces, después de llamarla, marque otro número local.
Si su guaricha tiene celular y la llama a ese aparato, ese número aparecerá en su cuenta telefónica.
El color de los infieles es el negro. No vaya de blanco o colores claros a una cita con su amante. Las marcas de labios rojos y los cabellos pasarán desapercibidos en ropa oscura. (Claro que si la guaricha es rubia, está jodido.)
EL DETECTIVE, SU ENEMIGO INVISIBLE
No desestime la inteligencia de su esposa. Si algo sospechara, podría contratar un detective y éste seguramente lo descubrirá. A menos que tenga en cuenta este artículo.
Hay algunas pistas que permiten detectar si su esposa contrató un detective privado. Por ejemplo:
Si de buenas a primeras deja las riñas cotidianas.
Si se enojaba por llegarle tarde y ahora, ni se inmuta.
Si se volvió extremadamente comprensiva.
Si usted cree que su mujer no contrataría un detective, le será difícil darse cuenta de que le están haciendo seguimientos. Sobre todo, porque la persona que los haga es profesional y no irá disfrazada de Sherlock Holmes: con sobretodo, gorro, pipa y lupa; y menos, con el doctor Watson de asistente. Será una persona tan corriente como usted.
Recuerde que hay aparatos electrónicos de escucha que grabarán lo que hable, “a capela” o por teléfono. Y si empezó a sospechar que su mujer lo espía a través de un detective (a lo mejor usted ya está cogido), desde su casa no vuelva a llamar a sus amantes ni a recibir sus llamadas.
Si tiene carro, puede ser seguido. Lo tradicional es un carro atrás del suyo o, de pronto, una motocicleta. Así que si va con su moza para un motel y ve por el retrovisor algo sospechoso, siga derecho y entre en la primera iglesia que se tope. Su mujer no le creerá al detective. Al fin de cuentas, con la moza se va a fornicar y no a rezar.
Si va en busca de su moza y descubre que lo está siguiendo un carro, pero sus ganas de “comérsela” son incontrolables, llámela y pídale que llegue antes al motel y pida con nombres propios sendos cuartos. Llegue 30 minutos después y encuéntrense en el de ella. Cuando el detective llegue, con una “propina” sabrá cuál cuarto le asignaron a usted. Pero, por muy sensible que sea el dispositivo electrónico de escucha, no percibirá susurros ni jadeos en su cuarto y, lógicamente, no se pondrá a tocar en cada puerta tras la cual el aparato detecte susurros y jadeos para ver en cuál otro cuarto se coló.
El detective le saldrá a su esposa con el “frustrado positivo” de que lo vio entrar solo a un motel. Si algo le comenta ella, dígale que estaba cansado y alquiló un cuarto para recuperarse con una siesta “lejos del mundanal ruido”. O si usted es un incorregible caradura, dígale que fue a ver si esos sitios eran llamativos para llevarla a tener sexo diferente al rutinario de la casa; pero que, definitivamente, con esos sitios “es más el ruido que las nueces”.
Aun si su mujer no contrató un detective, no entre al ni salga del motel con su moza; y menos, a pie. Que cada uno entre y salga “por su cuenta”. Así evitará que algún conocido chismoso lo vea entrar o salir con una moza.
También evite esos moteles “de quinta categoría” cuyos estacionamientos dan a la calle. Cualquier sapo o chismoso conocido vería la placa de su carro.
Si le dio al detective la papaya de confirmar que usted es un infiel, el día menos pensado, cuando estén ad portas del orgasmo, la puerta del motel se abrirá y en el umbral verán al detective, a su mujer y seguramente a un policía. Además de la vergüenza de ser cogido “con las manos en la moza”, deberá afrontar el divorcio, con la consecuente división de bienes y el pago mensual de pensión alimentaria.
COSAS QUE USTED PUEDE HACER
SI SIENTE QUE LO SIGUEN
Si va a pie en busca de su moza y le parece que quien va atrás lo espía, dé media vuelta e imite el grito y pose de combate de Bruce Lee. Eso le curará la paranoia, al menos de momento, pues: si es un detective, suspenderá el seguimiento; y si no, lo matará de un ataque al corazón.
O la próxima vez use peluca, y barba y bigote postizos. O disfrácese de mujer. Lo peor que le puede pasar es que, por el caminado, un conocido lo descubra y difunda que usted es un marica que “se atrevió a salir del clóset”.
O corra a lo desgualetado. Si tras correr 80 cuadras se voltea y no ve que alguien con la lengua afuera se detiene bruscamente, es porque nadie lo seguía; o sí, pero se mamó a la cuadra y media. Lo bueno será que usted estará en el siguiente municipio, donde nadie o muy pocos lo conocen.
O arrégleselas para quedar detrás de quien supone que lo sigue. Si es un detective, se hará el toche y seguirá de largo. Entonces usted se puede convertir de seguido en seguidor y averiguará dónde tiene la oficina. ¿Quién le puede garantizar que, por alguna razón, un día de estos no necesite un detective privado persistente?
Pero si usted va en carro por su moza y le parece que el del carro de atrás lo está siguiendo, acelere. Si éste no acelera, entonces no es un detective. Pero si sí, cuando el odómetro de su carro marque 120 Km/h frene bruscamente. Si tras eso le queda alguna duda, saldrá de ella consultando el libro de registro de ingresos a Urgencias del hospital.
Pero si no era un carro sino un motociclista quien venía detrás de usted, merme la velocidad y, cuando lo tenga a un costado de su carro, dé un volantazo hacia ese lado y luego llame una ambulancia y déle las coordenadas del lugar. Si la próxima vez lo ve por el retrovisor siguiéndolo en carro, haga lo recomendado en el párrafo anterior.n
––––––––––
FUENTE: El libro Manual para hombres infieles, de Marcelo Puglia (uruguayo). Editorial Vergara.
l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l ▬▬▬▬▬ l
▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬
N O T A S :
Cualquier nota que no tenga explícitamente autor, debe ser
atribuida exclusivamente al director de Occidente Universitario.
Por limitaciones pecuniarias, las ediciones «en papel» de
Occidente Universitario, que se difunden completamente
gratis, es de 40 ejemplares, en promedio.
La edición Nº 86 de Occidente Universitario saldrá
(probablemente) el jueves 20 de diciembre del 2007.
▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬▬
cucutanuestra@gmail.com