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OCCIDENTE UNIVERSITARIO
N° 81(Ver todos los números)

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Publicación informal, editada en la UNIVERSIDAD FRANCISCO DE PAULA SANTANDER
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Director: JAIRO CELY NIÑO l 4 pp (la edición en papel) l Jueves 26 de Julio del 2007


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A MODO DE «EDITORIAL (O ALGO ASÍ)».


Irse antes de cumplir 60 años

En el «Editorial (o algo así)» de la edición recién pasada se transcribieron 2 de los 7 párrafos de un artículo de Salomón Kalmanovitz que mencionan, entre otros, el indignante tratamiento que recibe del Estado el profesor jubilado cuando trata de seguir colaborando —se sobreentiende que «a destajo»— con la universidad estatal de la cual se jubiló.
Porque también el ex colega Kalmanovitz señala cuán costoso es para las universidades estatales, en lo pecuniario y académico, «pensionar masivamente» a sus profesores al cumplir 55 años, a los cuales tácitamente el ex colega los considera una edad primaveral para el trabajo intelectual.
Claro que el mencionado privilegio de jubilarse al cumplir 55 años es de los profesores veteranos, pues, si el presidente Uribe Vélez dejara las cosas como están, los jóvenes colegas tendrían que trabajar 7 años más que aquéllos para acceder a una pensión. Pero, si lo siguen reeligiendo, terminará «subiéndoles la vara» a los 80, lo cual equivaldría a que muy pocos o «poquísimos» vivirían para disfrutar de una pensión. Eso sí: sin abolir el deber de cotizar para el fondo que dizque habrá de pagarles la pensión (que no verán).
En otro párrafo plantea el ex colega que las universidades públicas deberían impedir que sus profesores abandonen la institución «antes de tiempo» con lo cual ganarían los estudiantes, sobre todo si el profesor desarrolló habilidades de investigador en su carrera. Y redondea: «Es sobre todo del interés de la institución mantener en la nómina a los mejores profesores que han pasado el umbral de los 55 años o 60».
Es probable que quienes leyeron el artículo y no conocen «las intimidades» de las universidades estatales, que son el 99% (por lo menos) de los habitantes del país, se hayan preguntado: ¿por qué, con los actuales profesores veteranos, los 55 años se han convertido en algo así como una edad «fatal»?
En el caso particular de la Universidad Francisco de Paula Santander ocurre que, con 55 años de edad y por lo menos 20 años de servicio, los actuales veteranos adquieren el derecho a una «pensión de jubilación» que les pagaría la Institución y, cuando cumplan los 60, dejarían de percibirla y comenzarían a percibir del Seguro Social la horrorófonamente denominada «pensión de vejez». Pero, como la «de vejez» resulta ser menor que la «de jubilación» que percibían, queda a cargo de la Institución la diferencia para que la mesada conserve el poder adquisitivo.
Eso significa que si el veterano cumple 60 años y aún está en la nómina del profesorado de carrera, pierde el derecho a jubilarse y sólo le quedará la opción de que el Seguro lo pensione, con la consecuente resignación a una mesada «de vejez» menoscabada. Ante dicha perspectiva, es entendible que la consigna del colega veterano sea la de algo así como que: «¡Me largo, antes de que me cojan los 60!».
Ahora bien: si no recuerda mal «el suscrito» Director, hace unos 15 años, cuando era rector de la Nacional el profesor Antanas Mockus, Kalmanovitz fue vicerrector. Luego cabe preguntar si por entonces lo desvelaban las preocupaciones planteadas ahora que se encuentra pensionado. Y si sí lo desvelaban, cabe preguntar si propuso un incentivo para retener al profesor que al cumplir 55 solicitara la pensión.
Desde luego, «el suscrito» Director carece de información para responder las dos preguntas, así como también carece de motivación para hacer una propuesta, habida cuenta de que en la Universidad Francisco de Paula Santander basta con que él plantee algo en Occidente para que la Rectoría se ranche en lo contrario. Pero ello no obsta para «botar corriente» en relación con este cuento.
Dando por descontada la conservación del poder adquisitivo de la plata, supóngase que un profesor que devenga un millón de pesos de salario, cumple 55 años y solicita su pensión. La mesada «de jubilación» le quedará en $940.000 (pesos menos, pesos más) y dentro de 5 años el Seguro Social le pagará una «de vejez» de $700.000 (pesos menos, pesos más), por lo cual a la Universidad se le bajará la erogación de 940 a 240 mil pesos (pesos menos, pesos más). Un raciocinio cocinero —palabras que son tan mutuamente excluyentes como las de inteligencia militar— llevaría al rector de turno a chicanear con que: «Me ahorré —como si la plata fuera de él— $700.000 en cada sueldo y cada prima».
Pero, como las clases que daba el veterano alguien debe darlas, la Universidad lo reemplazará con un novato, al cual, por esa condición, le pagará 500.000. O sea que, en los 5 años que el veterano dura jubilado, en cada vez la Institución deberá pagar los $940.000 de la pensión del veterano más los 500.000 del sueldo del novato. Pero, si el veterano se dejara coger de los 60, durante 5 años se ahorraría 500.000 cada vez que pague un sueldo y una prima.
Entonces, ¿qué hacer para que el veterano no se largue apenas cumpla 55 y «jornalee» hasta los 60, y por qué no hasta los 65 o los 70?
El sentido común sugeriría ofrecerle la garantía de algo así como un statu quo: que cuando se retire a los 60 o a los 65 o los 70, la Institución le pagará la diferencia entre el 94% del salario (que es lo que le habría quedado de pensión si se hubiese jubilado al cumplir 55) y lo que el Seguro Social le liquide como mesada «de vejez». A fin y al cabo, tal diferencia la tendría vitaliciamente que pagar si el veterano se hubiera largado al cumplir 55.
Claro: esta «disquisición» (o algo así) sólo ha considerado lo que algún santo (o que por tal lo tuvo el Papa que lo «elevó a los altares») denominó el vil estiércol de Satán. Porque otro cuento es aquel en el cual más enfatiza Kalmanovitz: la ganancia en lo académico, que es más producto de la sabiduría de los años que de los diplomas de doctor o de algo más.

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Modismos Cucutoches (15):
Cúcuta pepiada


CARLOS HUMBERTO AFRICANO,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
kafrica_55@hotmail.com

Es la tercera o cuarta vez que digo en este libro que en épocas pasadas, Cúcuta se vestía de lino y seda, mientras los rolos lo hacían con zaraza y ruanas. El traje diario obligado de los caballeros era vestido de lino blanco y corbata negra y para las damas, un típico traje que llamaban “estilo sastre”. En las fiestas tradicionales de Navidad y Semana Santa era obligado el estreno. Los bailes en los clubes eran de saco y corbata y entonces se decía que se andaba “con la hebra”. Los domingos también era obligado andar con “la pinta”, “ponerse la percha”, porque para la verbena bailable de las cuatro de la tarde había que estar “pinchado”.
Todo esto es hoy apenas recuerdos del pasado, porque pinta y dichos desaparecieron. Los muchachos hoy día no quieren saber nada del “Mako” —palabra despectiva que nosotros acuñamos para referirnos al traje formal—, ni de esa vaina de andar bien vestido. Es que hasta preguntan con toda su candidez: “¿qué es ‘bien vestido’?” Y se miran y remiran para saber qué es lo feo que tienen, sin darse cuenta de que las pintas diarias con las que algunos se visten, son unos andrajos.
Ayer (junio 14/2007), mientras escribía estas notas en la cafetería del cuarto piso del edificio Fundadores, de la UFPS —por mucho tiempo, para mí, lugar de encuentro, sitio de reunión y “sala de redacción”—, entró un estudiante con unos descoloridos jean con severos rotos a la altura de la rodilla, en una maga, y a la altura del muslo, en la otra. Como estaba en este asunto, no me aguanté las ganas de llamarlo y enterarlo de lo que estaba escribiendo, para luego preguntarle si había alguna razón especial por la cual muchos estudiantes usaban esa pinta andrajosa; le aclaré que era “para dejarlo consignado aquí”. Se miró con su cara de sorpresa y de hito en hito me miraba, y estoy seguro de que en su cabeza se hacía la misma pregunta que todos: “¿qué es lo feo que tengo?” No me respondió nada, pero pude evadirme de la situación incómoda en que me había metido (era yo el incómodo, él seguía fresco), porque otro estudiante lo llamó. Pero me sigue quedando la inquietud: ¿por qué los muchachos se visten tan estrafalario?, ¿será que copian costumbres ajenas? Mientras tanto, las chicas, que son y siguen siendo unas damitas cucuteñas, se visten con una elegancia que ya quisieran tener en otras partes. Y como de este tema hay poco que decir, apenas nos quedan estos dichos:
El cucuteño no se viste bien, sino que “se pone la pinta”. Además, utiliza (utilizaba, porque vestirse bien se acabó) cualquiera de estas expresiones para indicar que va bien vestido, las cuales algunas veces se dicen en son de elogio y las más, en son de broma:

¡Ucha, Pepe!
¡Uy, qué pinta!
Andar con la pinta
Estar de pipiripao
Ponerse la percha
Estar pepiado
Estar pinchado
Ponerse la hebra
Estar emperifollado

Pura pinta: Es nuestra expresión criollísima que reemplaza: “el hábito no hace al monje”. Se dice con desdén y con burla para referirse a una persona que con su vestimenta aparenta lo que no es.

Se amatachinó: Ahora se dice que “¡cómo tiene personalidad!” aquella persona que se viste estrafalario. Nosotros, desde hace tiempo, les tenemos su mensaje: Se amatachinó. Es decir: se vistió como un matachín.

Se puso el mako: Es despectivo para nombrar el traje formal, el traje completo de los caballeros: el “mako”. En otros tiempos se llamaba (y en gente culta se llama) por su nombre propio: el “flux”.


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Generalísimo, benefactor y padre de la patria (2)

RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.

En el artículo anterior dejé a Porfirio Rubirosa en la embajada dominicana ante el Tercer Reich, con dificultades para desahogar su libido insaciable. Para una alemana de esa época era mejor no haber nacido que culiar con un exponente de una raza “inferior y degenerada”, pues la GESTAPO estaba presta a castigar los pecados contra la pureza racial.
Ante tan cruel y prolongada castidad pidió traslado a la embajada en Francia, que “mi general” le concedió. Allí se sintió en un país libre, donde a una mujer no se la enjuiciaba por culiar con quien quisiera. Allí Rubirosa se dio la gran vida de puto seductor. En 1942 se casó con la famosa actriz europea Danielle Darrieux, conquistada a base de mentiras.
De París pasó a la embajada ante Italia, donde empezó a serle infiel a Danielle. En Roma sedujo a una bella, famosa y rica periodista, que era la mujer más rica del mundo. Se llamaba Doris Duque, heredera única del mayor imperio tabacalero de los Estados Unidos. Contra viento y marea dejó a la Darrieux y se casó con la Duque.
Dorisita le regaló un millón de dólares, un avión, una flotilla de autos de carreras, una cuadra de caballos de paso y un fabuloso palacio en las riberas del Sena. Porfirio había vendido a buen precio su bragueta. Tras ordeñar a su rica consorte y sabiendo que no lo seguiría, le dijo que se iba de embajador a la tierra del dictador Juan Domingo Perón. Por la separación, Doris le dio a Rubirosa un cheque sustancioso y, de los regalos de boda en especie, sólo le dejó los caballos.
En Argentina llevó una vida esplendorosa seduciendo beldades y hasta le echó el ojo a Evita Perón quien, según él, tenía “unas tetas de muy buen ver”. Pero se abstuvo de echarle los perros pues, para él, no había la menor duda de que la preservación de ese mito era mil veces más importante que echarle sus polvitos. Su estadía allá fue una de las más placenteras: trabajaba poco y se lo pasaba jugando polo. Sus proezas ecuestres lo convirtieron en estrella de primera magnitud de la alta sociedad, a cuyas reuniones no faltaba.
Un día Rubirosa se topó en París con Doris, su esposa (pues no se habían divorciado), y con pasmoso cinismo le dijo: “Después de haber sido tu abnegado y fiel esposo, no puedes dejarme en la miseria. Estoy en bancarrota, pero puedo salir de apuros con cinco millones de dólares y el palacio de París”. Y ocurrió lo inaudito: sonriendo con ternura, ella le hizo un cheque por la cantidad que mencionó.
En esos primeros años de la década de los 40, Rubirosa gastó dinero por montones, fornicó cuanto pudo y acumuló trofeos de polo. Y cuando quedó otra vez en bancarrota, su primer suegro llenó con muchos dólares sus cuentas, pues Trujillo estaba convencido de que era su embajador estrella.
Cuando enamoró a Zsa Zsa Garbor se disparó su fama de seductor. Por esa época se decía que difícilmente había una mujer en el mundo a la que no se le mojaran las pantaletas con sólo imaginar “en acción” a Rubirosa. Y cuando a Zsa Zsa Garbor empezó a ablandárseles las nalgas y a escurrírseles las tetas, cambió el plan de vuelo y encontró otro tesoro: la archimillonaria Bárbara Hutton. Abandonó a Zsa Zsa Garbor y se casó con la Hutton, después de que Doris tramitó y obtuvo el divorcio tras encontrarlos follando en un hotel.
Lógicamente, la intención de Rubirosa era sacarle plata a la otoñal, magra e hipocondríaca Bárbara. Él decía: “Mis fondos se agotan al galope y, por lo tanto, entre la belleza y el dinero, no puedo vacilar”. Hasta Trujillo celebró esa osadía erótica de Rubirosa. Cuando llegaron a Palm Beach para la luna de miel, Bárbara cayó en cama con todos los males habidos y por haber. Dicen que en ese estado tan lamentable sólo echaron tres polvos lánguidos, difíciles y tediosos. Rubirosa seguía follando por fuera, hasta que, en su lecho de enferma, Bárbara estalló y le solicitó el divorcio, dándole a cambio cinco millones de dólares. Se dice que Bárbara Hutton ha impuesto una marca que no ha tenido los honores que merece: la de haber pagado los tres polvos más caros de la historia universal.
Pero dejo a Ruborosa, porque le he dedicado muchos párrafos sin ser el protagonista de esta historia, y vuelvo a quien lo es: Rafael Leonidas Trujillo, el “Generalísimo, Benefactor y Padre de la Patria”, como se le tenía que llamar.
Este dictador tenía una manera muy especial para salir de sus más altos colaboradores. Lo común es que a un ministro incómodo le pidan la renuncia. Pero Trujillo hacía sonar una sirena en el despacho del burócrata que quería destituir y allá llegaban un par de gorilas quienes, con palabras soeces y sin ninguna explicación, lo ponían a empellones en la calle.
Al generalísimo le gustaba que sus empleados lo adularan, sobre todo por escrito; de lo contrario, los desterraba o los pasaba al papayo. Cuentan que un escritor español, llamado Jesús de Galíndez, escribió un libro titulado La era de Trujillo que a éste no le gustó, por lo cual lo persiguieron hasta Nueva York donde lo arrojaron a una chimenea de un barco que aún tenía sus máquinas prendidas. Según se dice, para Trujillo el cementerio era: “Un lugar de reposo para los difuntos y de advertencia para los vivos de todo el mundo”.
Su fortuna se calculó en mil millones de dólares y llegó a ser el propietario del 65% de las tierras productivas del país. Otro rasgo extravagante de Trujillo fue su pasión obsesiva por el lujo en el vestir. Fue un currutaco (enano) ostentoso, abigarrado y fanfarrón. Adoraba los bicornios adornados con plumas de avestruz y llegó a tener un centenar. Tenía más de dos mil trajes, entre vestidos civiles y uniformes militares. Tenía más de diez mil corbatas y cerca de 500 pares de zapatos. Dicen que nunca tuvo menos de veinte mil camisas.
Aunque era casado con Bienvenida Ricardo, una gordita exuberante, la abandonó por ser muy infantil y se enmozó con quien le dio el hijo que siempre había querido tener: Rafael Leonidas Jr., mejor conocido como Ranfis. A los 4 años lo hizo coronel y a los 9, general de brigada. La megalomanía no se detenía ante el ridículo y menos tratándose de él o su familia. Tuvo otros hijos: Flor de Oro, de la que ya hablé; Radamés, que era un perfecto idiota; y Angelita, la menor, que era muy bella pero era una ninfómana perdida, por cuyo lecho desfilaron todos los jóvenes cadetes y oficiales de las fuerzas armadas dominicanas.
Ranfis Trujillo tenía todas las taras de su padre pero ninguno de sus atributos. Era un cobarde, un mentecato y un mediocre, cuyas torpezas a menudo exasperaban al dictador. Era lujurioso, beodo incorregible y un haragán que jamás mancilló sus manos con algo parecido a trabajar. Se matriculó en la academia militar de Fort Leavenworth (California), a la que no asistió por la vida de crápula que llevaba. La academia lo rajó y lo expulsó. El dictador llevó ese caso ante la ONU y la amenazó con una ruptura diplomática.
La mamá del dictador, Altagracia Julia Molina, era una dama buena pero boba que escribió un libro idiota sobre Máximas Morales, del que se editaron 500 mil ejemplares y por lo cual la Academia Dominicana de la Lengua la consagró como: “Benemérita de las letras dominicanas, a la par de Cervantes y Quevedo”.
Cuenta que Leonidas Trujillo tuvo cinco hermanos. Uno de ellos, Héctor Bienvenido (el Negro), era un bobo dócil y sumiso. Los otros cuatro hermanos, Aníbal, Virgilio, Petan y Pepe, fueron un viacrucis para Trujillo durante su larga dictadura. Eran una cáfila de rufianes de la peor calaña. El más siniestro fue Pepe, quien quiso conspirar contra su hermano dictador y apareció en su casa, “suicidado”.
La voracidad sexual del dictador fue famosa. Prefería mujeres mulatoides, rollizas y tetonas. Tenía la cursi costumbre de recitarles mientras las tenía empelotas en la cama, listas para follar. Era su singular arma de seducción.
Cuando la Iglesia empezó a criticarlo desde los púlpitos, decidió acabar con su cabeza visible: el papa Pío XII. Como le pareció que enviar sicarios era burdo, recurrió a uno de los mejores brujos de su tierra. Según el pueblo, ese brujo tenía muchísimos poderes y mataba de mal de ojo. Y aunque no había montado en un avión, Trujillo lo nombró agregado aéreo de la embajada dominicana ante el Vaticano y le impartió esta orden: “Mátalo con la sola mirada”. Cuando al brujo le concedieron la audiencia que pidió con insistencia, el Papa ni siquiera se resfrió. Entonces renunció a su cargo y se asiló en Noruega pues, si volvía, el dictador lo “suicidaba”.
La cara cómica del poder absoluto se describe en una anécdota de Trujillo, quien se jactaba de ser muy buen bailarín. Un día estuvo en una fiesta en donde muchas parejas bailaban el famoso merengue dominicano. De entre las parejas sobresalía un man que llamaba la atención por su destreza. Eso encolerizó al dictador, quien le dijo a su edecán:
—Notifíquele ya a ese mequetrefe que está destituido.
—Pero él no es empleado público, mi general.
—Entonces hay que nombrarlo para destituirlo.
Y así fue: lo nombró embajador ante Japón y, apenas firmó el acta de posesión, le notificaron su destitución.
Hay una anécdota trágica, sobrecogedora y espantable, que demuestra cómo el poder a veces puede volverse incontrolable para el mismo que lo ejerce: en los últimos años de su dictadura, la megalomanía de Trujillo llegó al extremo de enemistarse con la mayoría de naciones democráticas; en especial con Venezuela y su presidente, Rómulo Betancour, por haber propuesto sin tapujos acabar con la tiranía dominicana.
Trujillo buscó a un español, González Mata, para que le hiciera un atentado a Betancour. Antes de llevarlo a cabo con un vehículo con 25 kilos de TNT, Mata quiso hacer una prueba con muñecos y Trujillo replicó: “¿Para qué muñecos, pendejo, si el ensayo debe ser real?”.
Hizo traer a dos matricidas, un parricida y un infanticida. Esos cuatro estaban contentos pues, les dijeron, por prestarse a un experimento serían indultados. Los cuatro criminales fueron colocados en un auto, del que salieron en átomos volando. Para estar más seguro, Trujillo hizo traer a tres rateros y se repitió el experimento. “Ahora sí —dijo—, vamos a Caracas a liquidar al enemigo”. El atentado se hizo el 23 de junio de 1960, pero el doctor Betancour sobrevivió.
Ese intento de asesinato político agitó a la Casa Blanca, que envió un emisario especial a exigirle la renuncia al dictador. Éste lo escuchó con atención pero luego, indignado, hijueputió al emisario y al presidente Kennedy, y le informó que tenía dos horas para largarse del país; de lo contrario, lo fusilaría en los jardines de su hotel.
Como Trujillo rechazó el retiro digno, incluso el exilio dorado en España que le ofreció su dictador Francisco Franco (también “generalísimo”), el gobierno gringo encargó de la solución a los matarifes de la CIA, quienes el 30 de mayo de 1961 cumplieron el encargo. Lógico que, como siempre, a través de interpuestas personas del país.
La CIA preparó minuciosamente el atentado. Esperaron a que se dirigiera a su pueblo natal, San Cristóbal, donde lo esperaba una doncella que iba a ser desdoncellada. Entonces las ametralladoras se activaron. El chofer sobrevivió y huyó como una rata. Trujillo quedó inerte y ensopado en su propia sangre. Actualmente sus huesos reposan en París, en el cementerio Le Pére Lachaise.
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FUENTE: El libro Bestiario Tropical, de Alfredo Iriarte.


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«A veces llegan cartas…»

JAIRO CELY NIÑO, autor del artículo
Una trascendental intrascendencia, de la
página 6 en la edición Nº 80 de Occidente…

Con fecha 17 de julio del 2007 (un día después de difundida la edición Nº 80 de Occidente Universitario), recibí un mensaje manuscrito de un colega veterano:
Apreciado Jairo:
Muchas gracias por el ejemplar del Nº 80 de Occidente Universitario.
Con el mismo afecto de siempre (…) rectifico tu afirmación “ningún profesor de esta Institución ha recibido un premio internacional” por cuanto mi tesis doctoral obtuvo el primer premio de Ciencias en el concurso de tesis hispanoamericanas y filipinas del Instituto de Cultura Hispánica (1968). Te complemento la información que tanto mi título de químico como el de doctor se debieron a los ingentes esfuerzos y trabajos de mi señora madre y a mi trabajo cuando estudiaba.
Atentamente, (Sigue la firma.)
COMENTARIO
Ante todo, la rectificación y el complemento del colega veterano fueron motivados por el párrafo:
«Así que vaya y venga que a un profesor universitario se lo condecore por haber recibido un premio internacional; o al menos, nacional. Y si no recuerdo mal, ningún profesor de esta Institución ha recibido un premio de esos; ni siquiera alguno de quienes tienen postgrado de Doctor, cuya consecución, salvo una única excepción, si no recuerdo mal, le costó a la Institución ingentes recursos pecuniarios. (…)»
Pues bien: es evidente que no fui taxativo con que «ningún profesor de esta Institución ha recibido un premio de esos» (internacional o nacional), como quiera que a tal percepción la antecedí de la expresión «si no recuerdo mal». Y no debía posar de taxativo pues, si de joven ya mi memoria era deplorable, peor lo es ahora que ya cumplí 54.
En rigor me refería a que ningún colega lo había recibido exclusivamente por su labor o producción como profesor de esta Institución, que es de lo cual «daría fe» si eventualmente me lo permitiera mi deplorable retentiva. Porque, como a la casi totalidad de profesores que han habido en mis casi 26 años de servicio a esta Institución los conozco por colegas y no por condiscípulos, desconozco qué desempeño modesto o destacado tuvo como estudiante cada uno.
Es más: hace quizá un par de años, siendo presidente de la Asociación de Profesores, redacté y difundí un comunicado informando que a una colega le llegó un e-mail del Instituto Politécnico Nacional, informándole que requerían su presencia en el Distrito (mexicano) Federal para ser condecorada porque su tesis doctoral había obtenido un premio nacional. De eso me acordé cuando redacté el artículo Una trascendental intrascendencia, pero no lo registré porque fue obtenido por ser estudiante de postgrado y porque desde hace un poco más de un año esta joven dama ya no es nuestra colega en esta Institución.
Y en cuanto a la expresión «cuya consecución,» (del grado de doctor) «salvo una única excepción, si no recuerdo mal, le costó a la Institución ingentes recursos pecuniarios», tácitamente me referí como única excepción al colega veterano, pues, pese a mi deplorable retentiva, sí recuerdo haber oído que, cuando él se vinculó como profesor a esta Institución, ya tenía su grado de doctor.

Faltando tal vez «Cinco pa’ las doce» de la noche del domingo 15 de julio del 2007 le envié por Internet la edición Nº 80 de Occidente Universitario a un joven colega «desplazado por la Academia», quien cursa doctorado en la Universidad Complutense, de Madrid. Y por la diferencia horaria entre Cúcuta y Madrid, en la madrugada de ese lunes encontré en mi correo que el colega se había reportado:
Apreciado colega:
Te agradezco el Nº 80 de Occidente Universitario. Me interesó leer tu artículo sobre “las condecoraciones por el deber cumplido”. Debo decirte que comparto el hecho de que este “premio” debe ser para exaltar lo mejor de lo mejor de nuestra universidad, inclusive sin tener los 20, 25 o 30 años de servicio (…). Seguramente, muchos de los doctores a los que tú te refieres preferirían estar en otra universidad que reconozca social y públicamente, sin que tengan 25 años de servicio, su trayectoria y producción. (…)
Las organizaciones de hoy valoran el desarrollo de las competencias profesionales de sus recursos humanos, e incentivan su crecimiento personal, dado que ellos generan la mayor riqueza de que goza una empresa: el conocimiento. Lamentablemente, en nuestra UFPS las limitaciones de orden presupuestal son la justificación permanente para que la creatividad sea opacada por la burocracia. Sin embargo, soy optimista que pronto los cambios cualitativos y sustanciales en y para la universidad llegarán para darle la dinámica y desarrollo que merece.
Un saludo y un abrazo fraternal. (Sigue el nombre.)


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N O T A S :

Cualquier nota que no tenga explícitamente autor, debe ser
atribuida exclusivamente al director de Occidente Universitario.

Por limitaciones pecuniarias, las ediciones «en papel» de
Occidente Universitario, que se difunden completamente
gratis, es de 40 ejemplares, en promedio.

La edición Nº 82 de Occidente Universitario saldrá
(probablemente) el lunes 13 de agosto del 2007.


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