EDITORIAL (O ALGO ASÍ).
Una espuria vocería
Para comienzo de diciembre del recién pasado año, el Consejo Electoral Universitario convocó la elección de, entre otros, tres representantes profesorales ante el Comité Interno de Asignación y Reconocimiento de Puntaje, para lo cual sólo un candidato se inscribió: el único representante profesoral que había en dicho comité.
De un potencial de más de 100 votantes, sólo 43 se asomaron a la urna, de los cuales 39 votaron por el candidato que aspiraba a ser elegido nuevamente y 4 votaron por quien jamás se inscribe pero siempre obtiene votos: mister Blanco. Y por no votar más de la mitad del potencial electoral —el cual está constituido por la totalidad del profesorado de carrera—, el Consejo Electoral invalidó la votación y la reconvocó para final del recién pasado mes.
En tal segunda vuelta, con el mismo candidato y con el mismo potencial de más de 100 votantes, sólo 36 se asomaron a la urna, de los cuales 27 votaron por el mencionado candidato y 9 por el susodicho mister Blanco.
Luego, además de que nuevamente no votó más de la mitad del potencial electoral, hubo otras tres diferencias de la segunda vuelta electoral, en relación con la primera: que la votación total en la segunda fue 16,27% menor, en relación con la primera; que la votación que obtuvo el candidato mermó del 90,7% del total de la primera al 75% del total de la segunda; y que la votación por mister Blanco aumentó del 9,3% del total de la primera al 25% del total de la segunda.
Aun así —esto es: habiendo tenido la segunda vuelta menos votación total que la primera y habiendo obtenido el candidato menos votación que en la primera—, el candidato ha quedado reelegido porque, alguna vez, una reforma del reglamento electoral eliminó el requisito del quórum de votantes para validar la segunda vuelta electoral.
Ahora bien: si, como su nombre lo sugiere, en dicho comité se asignan puntos por cualesquiera de los factores de puntaje establecidos en el régimen prestacional y salarial de los profesores universitarios estatales de carrera y tales puntos, que son vitalicios, revierten en salario, ¿por qué los profesores no apoyaron a quien, se supone, será quien los defienda ante el mencionado comité? ¿Será porque: El que siembra vientos, cosecha tempestades?
Porque a mediados de agosto del año antepasado, cuando «el suscrito» Director era presidente de la Asociación de Profesores, dos colegas de la Facultad de Ingeniería verbalmente se quejaron de que el representante profesoral ante el Comité Interno de Asignación y Reconocimiento de Puntaje —el mismo que con esa legitimidad tan desnutrida ha quedado reelegido— no sólo no defiende al profesor sino que, peor que un directivo atrabiliario, es compulsivamente hostil al profesor.
Y dos semanas después —a comienzo de septiembre del año antepasado—, «el suscrito» Director recibió un oficio firmado por 24 profesores solicitándole: se sirva convocar con carácter extraordinario una reunión de la Asociación (de Profesores) con el punto único de: solicitar al representante profesoral ante el Comité de Asignación de Puntaje, doctor (se omite el nombre) un informe sobre su actuación en el mencionado comité.
Pues bien: como presidente de la Asociación de Profesores, «el suscrito» Director convocó la asamblea extraordinaria para el jueves 29 de septiembre… pero el representante profesoral no dio la cara.
(El que calla, otorga, decían nuestros mayores.)
¿No explica eso la lánguida votación de diciembre del recién pasado año, tanto total como por el mencionado candidato, y la más lánguida aún del recién pasado mes, también tanto total como por el mencionado candidato?
Pareciera, pues, por lo ocurrido en las dos votaciones mencionadas, que la mayoría del profesorado del asfalto prefiere no tener vocero ante el Comité Interno de Asignación y Reconocimiento de Puntaje, que hacerse el harakiri eligiendo un verdugo. (Porque: ¿para qué más enemigos, si para eso están los colegas directivos que integran el mencionado comité?)
En todo caso, como dice una de «las siete palabras» (que son frases, en rigor) del sermón de hace una semana: Todo está consumado. Porque, por la gabela de la reforma susodicha del reglamento electoral, reglamentariamente el colega de marras quedó reelegido como «representante profesoral» ante el mencionado comité, lo cual evidencia que lo legal y lo legítimo no necesariamente son sinónimos.
De modo, pues, que durante los próximos dos años el colega de marras ejercerá una espuria vocería. A menos que el amor propio —si de ello no carece un obseso inquisidor— lo impela a renunciar, en razón de la poca legitimidad que ostenta su dizque «renovada» investidura.
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Modismos Cucutoches (12):
Cúcuta criolla
CARLOS HUMBERTO AFRICANO,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
Mi cuento en esta saga de modismos cucutoches siempre ha sido el de los dichos nacidos en estas tierras. Si bien algunos fueron readaptados, otros tomados de nuestra vecina Venezuela y algunos se oyen en otras partes, los sigo tomando como propios. Muchos quedan en duda sobre su verdadero origen, y ante esa duda nos hemos arrogado la propiedad, pero con exposición de argumentos, haciendo la salvedad de que nadie puede tener derechos absolutos en este tema; pero, en fin, lo que he tratado de escribir se refiere a los dichos nuestros y que no han sido tratados en libros sobre el tema.
Sin embargo, Roberto Cadavid Misas (cuyo seudónimo fue Argos), en la sección “Locuciones lexicográficas” de su libro Refranes y dichos (de Antioquia), registra algunos de los dichos consignados aquí, que he dejado por ser del habla diaria. No he consultado libros sobre el tema específico de locuciones lexicográficas, locuciones proverbiales, locuciones nominativas, verbales o adverbiales, simplemente porque no los he visto en las consultas bibliográficas que he realizado. Los libros de refranes y de dichos populares no hacen tantas distinciones.
En esta oportunidad, que he llamado Cúcuta criolla, me referiré a aquellos dichos autóctonos, que no se oyen en otras partes, que no se ven en textos de periódicos y revistas, que no están registrados en libro alguno (al menos, no en los cerca de 60 que he consultado) y todo porque la mayoría de las expresiones y palabras no le significan nada a la gente que no sea de Cúcuta. De una extensa lista he eliminado aquellos que he visto en otros libros. Así, dichos como: “abrir las agallas”, “estar de un ala”, “pasar agachado”, “volverme el alma al cuerpo”, “a estas alturas”, “llevar del bulto”, “estar sin cinco”, “mandar a callar”, “tener el disco rayado” e hijuemil dichos más, que son de uso aquí, fueron “sacados del combo”, quedando algo más de 300, que considero criollísimos, de los que seleccioné algunos para este escrito, ya por su expresión gráfica, ya por la rareza de la expresión o por su fino humor, como: “aloque”, “más a más”, “echar globos”, “ese es el cubo”, “a la topa tolondra”, “‘anote’ es un culo grandote”, “‘nonada’ es una reunión de nonas”, “apriete el 7”. Mejor veamos la lista.
A la bulla de los cocos: La expresión se usa de manera despectiva cuando alguien trata de imponer algo sin dar ninguna explicación. Por ejemplo: una idea, un proyecto. Como no comemos cuento, le contestamos con esta: “Cómo así, que a la bulla de los cocos”. También usamos “a la bulla de los tarros”. En otras partes usan expresiones como: “sin más ni menos”, “así como así”, “sin que venga a cuento”, “sin ton ni son”, para indicar algo no considerado.
A la topa tolondra: Esta sí que es nuestra. Significa “al tun tun” (¿entendieron?). Expresión que usan en otras partes para indicar: sin rumbo, sin saber qué se busca, sin saber para dónde va.
A lo que: Se usa en lugar de “cuando”. Ya está en desuso. Lo peor es que, con esa rapidez con que hablamos, lo decimos unido: aloque. “Aloque termine con esto, sigo con lo suyo”, le dicen a uno en algunas oficinas públicas. Y con la mamadera de gallo refutamos: “‘aloque’ murió en la guerra y vino en reemplazo ‘cuando’”. La encontré en la sección: “Locuciones lexicográficas” del libro Refranes y dichos, de Roberto Cadavid Misas (Argos), que por lo que parece anduvo “la seca y la meca”, y en su libro recogió de todo un poco. Agrega además que “la expresión sólo la usa el pueblo iletrado”.
A lo que dé el tejo: significa “al máximo”, no tiene el significado de “cuando”. Y desde luego, la forma “correcta” de decirlo entre nosotros es: “aloquedé el tejo”. Nace tal vez del juego del tejo. Aunque pienso que tal vez es por el juego de “la turra”, que probablemente es un juego indígena, consistente en hacer un caramillo de piedras para tumbarlo desde lejos con un tejo también de piedra.
Caramillo: montón de cosas una encima de la otra.
Ahora qué tripa se le torció: Se le dice, en son de reparo, a la persona que pone pereque, que molesta, alega, reclama sin aparente razón, siempre con ese tonito y ese acento regañón que casi siempre nos gastamos.
Al amaño de: Expresión muy nuestra que para los demás no significa nada. Quiere decir: “al acomodo de”, “al gusto de”. La connotación que tiene es la de negación. Decirla significa rechazar la acción. Por ejemplo: “La ley se hizo al amaño del Congreso”.
Andar saltando matones: Significa “andar en problemas”, económicos o sociales. Ah, y se dice con sorna. Por ejemplo: “El que anda saltando matones es fulano”. “Está con el culito apitonado”, se agrega. No se sabe qué se quiere decir con esto último, pero todo mundo entiende.
“Anote” es un culo grandote: En Cúcuta ni se le ocurra decir: “anote”. Diga: “escriba”, “tome nota”. Qué mamadera de gallo cuando alguien de manera imperativa dice: “anote” (en una libreta). Es que la frase brota de inmediato, de manera natural, con ese gracejo cucuteño: “‘anote’ es un culo grandote”.
Apriete el 7: Cuando alguien se echa un viento, un gas (“Ala, mi rey, cuando se tira un sonoro peo”), le decimos: “apriete el 7”, o “apriete que son de a siete”.
Aquí mismito, Aquí no más, Aquí nomasito, Aquisito: Como tenemos la fortuna de ser una ciudad chiquita o un pueblo grande, todo está cerca. Cualquiera de estas expresiones se usa para indicar que es muy cerca. Por ejemplo, decimos: “Esa dirección queda aquí nomasito”.
Arriscó a llegar: “Arriscar” es “alcanzar”, sobre todo cuando se está en el límite. Por ejemplo: “La licitación se cerraba a las 5 p.m., pero arrisqué a llegar. Simasito me quedo por fuera”.
Cayó un palo de agua: Para un “extranjero”, esto no le significa nada o entiende otra cosa. Para nosotros es que llovió en abundancia. “A cántaros”, dicen en otras partes.
Ciertas yerbas y el poleo: Se usa para referirse a una persona de manera despectiva sin nombrarla. Por ejemplo: si preguntan “¿Quién lo dijo?”, le responden “Pa’ qué le cuento: ciertas yerbas y el poleo”.
Con alma vida y sombrero: Esta es otra expresión que se dice con cierta sorna para indicar cuando se hace algo “con gana”, “con ímpetu”. Por ejemplo: “Pero le dio a la muela con alma vida y sombrero”. También aparece en Dichos y refranes, de Argos.
Con paciencia y salivita: El dicho es más largo y atrevido: “Con paciencia y salivita un elefante se comió (con connotación sexual) una hormiguita”. Pero lo usamos así, corto, para indicar que una labor requiere cuidado.
Creer en los huevos del gallo. Está pensando en los huevos del gallo: Es estar soñando, es pensar en cosas irrealizables. También es quedarse dormido sin hacer lo que debe. En otras partes se dice: “tiene pajaritos en la cabeza”. Por ejemplo: “El trabajo es para mañana. ¿En qué está pensando? ¿En los huevos del gallo?”. (Ver, en Modismos Cucutoches 3: Cúcuta refranera: “Apunte el chorro o acomode el pote”.)
Déle juete a la perra: Esto es: “continúe con ganas al mismo ritmo”. Por ejemplo: si en un viaje se pregunta “¿Paramos o seguimos?”, le responden: “Déle juete a la perra”. Mientras otros dicen: “písele la chancleta” o “échele chola”, como dicen en Venezuela.
Echar globos: Decir mentiras grandes que nadie cree. Globero: el que dice sus mentiritas. (Ver, en Modismos Cucutoches 3: Cúcuta refranera: “A otro perro con ese hueso”.) Tal parece que antaño era usada en Antioquia, según la referencia hecha; hoy día, ya no. Tal vez alguien la trajo de allá y se quedó aquí como nuestra.
Echele pichón: Expresión venezolana adoptada aquí. Significa hacer las cosas, acometer el asunto. Por ejemplo: si cuenta que “Me salió un trabajo”, le dicen “¿Y qué espera? ¡Échele pichón!”. Naturalmente que está en el libro Diccionario de refranes, de don Héctor Atilio Pujol (venezolano), junto con otros de uso en ese país: “échele piernas”, “échele bolas”.
El sartal de mentiras: Expresión despectiva para indicar que una persona dice una gran cantidad de embustes. Por ejemplo: “Se nos cayó aquí con el sartal de mentiras”.
En el carro de Nando: “Un poco a pie y otro caminando”, rematamos. Por ejemplo: a la pregunta “¿En qué te vas a ir?”, responden “En el carro de Nando”.
Es imparajitable: Esto es: sin discusión, sin contemplación, no hay vuelta para atrás. Como quien dice: “Llueva, truene o relampaguee”.
Ese es el cubo: El hijo más pequeño. Supuestamente, el último. A veces decimos: “el raspado de la olla”.
Eso está mariado: Se dice de una prenda que por mala calidad toma variadas coloraciones cuando se lava. Por analogía, se dice de un asunto cuyos resultados no se ven muy claros, que está chimbo, chueco, torcido. Con lo machiros que somos, decimos: “eso como que se marió”.
Machiro: desconfiado.
Eso se le va hondo: Con lo bromistas que somos y con la indolencia característica, siempre con sorna, se usa en los casos de una metida de pata o en los que se debe hacer una reparación de un daño causado.
Está como pata de perro muerto: Cualquier cosa tiesa, dura, que normalmente no debiera estarlo. Eso sí, siempre se dice con una carcajada en la boca.
Está espichado: Qué palabrita tan común en Cúcuta y tan ordinaria para indicar desinflado, arrugado, ajado, flojo, laxo. Pero si es que el verbo “espichar” se usa en Cúcuta en todas sus “acepciones”, además de “oprimir”, “apretar”, “desmenuzar”. Qué feo se oye cuando alguien frente al computador dice: “espiche una tecla”. O cuando dicen “¡Ole!, espiche la fruta para el fresco”.
Como Word no me la subrayó en rojo, temí que estuviera equivocado. Así que busqué el diccionario. En efecto, la palabreja es castiza con el significado único de “pinchar”. Pero a lo largo de América tiene variadas acepciones. En México: avergonzarse. En Perú: espitar, poner un grifo. En Chile: soltar dinero. En Guatemala: acobardarse. En Colombia: desinflarse. Pero es que nosotros la usamos para todo, además del significado chileno.
Está mamey: El mamey es un árbol y fruto de la familia de las sapotáceas (con s, según el diccionario): el zapote mamey. Nosotros, que no le seguimos la corriente a nadie, tenemos nuestro propio árbol y nuestra propia fruta para indicar que algo está fácil. No decimos que está “de papaya”, sino que está “mamey”.
Roberto Cadavid registra: “ser muy mamey: fácil de lograr”. Pero además dice que es un eufemismo de “mamado”, fácil, y que se considera vulgar. Qué pena con don Roberto, a quien admiro, pero discrepo de su consideración y de su comentario. Nada que ver con “mamado”, ni con “vulgar”.
Está pasando aceite: Como los carros viejos, se dice del que está “en la carramplana”, “en la inopia”, “desguaranbilado”, “en la olla”. Con sorna, decimos que “está pasando aceite”. También la encontré en Dichos y refranes, de Argos, sólo para referirse a una persona de edad. (De la que nosotros decimos: “Está viviendo horas extras”.) También encontré: “medirle el aceite”, expresión metafórica de la medida del aceite del motor de un carro, con la que significamos darle una puñalada.
Desguaranbilado: mal trajeado.
Está picho: Otra ordinaria palabrita cucuteña. Con ella nos referimos a dañado, podrido, fétido, nauseabundo, maloliente, hediondo, repugnante. Así decimos: “caño picho”, “eso está picho”, “se apichó”, y por analogía nos referimos al que está borracho, como que “está picho”.
Falta rabo por pelar: También decimos: “falta rabo por desollar”. Hacemos analogía con la limpieza del cerdo después del sacrificio, para referirnos a que falta aún mucho trabajo para terminar una labor.
Haciendo coquitos: Es una coquetería cuando dos personas se enojan y quieren hacer las paces. Alguna de ellas entra atisbando por las rendijas y ventanas, aparentando que se esconde, haciendo mimos para dejarse ver. Se dice que llegó “haciendo coquitos”.
Huele a jabón del chiquito: Esto sí que es gracioso. Es una broma entre varones. Cuando alguno llega a una reunión muy bañadito y perfumado, le decimos que “huele a jabón del chiquito”, para hacer referencia a que viene de un desnucadero (motel), donde, según me han contado (porque no los frecuento), ponen en los baños panelitas mínimas de jabón; igual que en los hoteles.
Le dieron entierro de pobre: Se dice así en cualquier situación en la que las cosas se apuran sin contemplación, sin miramientos y con grosería. Por ejemplo: en matrimonios, en bautizos, en reuniones sociales, en la aprobación de leyes “a pupitrazo limpio”.
Llévenlo para donde Amelia: Se refiere al nombre (Amelia) del hospital antituberculoso de Cúcuta. Esta es otra bromita que hacemos cuando alguien tose mucho por causa de una gripe.
Lo hizo de aposta: De adrede, con premeditación. Otra expresión muy nuestra, que no sabemos quién se la inventó.
Más a más: ¡Vaya expresión para rara! Por sí sola no significa nada, si no lleva el complemento. Indica que por causa de una actividad que no se realizó, tampoco se hizo otra. Por ejemplo: cuando no cayó el aguacero que amagaba, decimos con arrepentimiento “Más a más, no fuimos a la fiesta”.
Me agarraron de cajita. Me la tienen velada: “Me pusieron de trompo de poner”, “soy el dedo malo”, “soy el paganini”, decimos para indicar que a una persona le echan todas las culpas de lo ocurrido, casi siempre sin ser responsable.
No me jorobe la paciencia: No me moleste. Lo decimos con irritación. Eufemismo de: “No me joda”, expresión por demás vulgar.
No me le pegue al perro: Lo decimos cuando alguien quiere defender de otro pero, en lugar de defenderlo, lo condena más.
No se haga del rogar: Esta es otra zalamería para pedirle a una persona que se deje de remilgues.
No sea Juanbimbas: “No sea tonto”. Los argentinos dicen: “No sea gil”, expresión que alguna vez se oyó por acá.
“Nonada” es una reunión de nonas: Otra de las bromitas del cucuteño. Cuando dos personas se saludan y una pregunta “¿Qué hay de nuevo?” y la otra responde “No, nada”, la frase sale de una: “Nonada es una reunión de nonas”.
Les recuerdo que entre nosotros, a los abuelos les decimos: “nono” y “nona”; palabras que nos dejaron los italianos.
Póngase de artista, Póngase de chistoso: Es una reconvención que se hace cuando una persona hace algo peligroso.
Quedó como bobo sin mama: Se le dice a una persona cuando los resultados que esperaba no se dan y justamente queda así. Cuando anda de una lado para otro. También decimos que “anda del timbo al tambo”.
Quedó como un lulo: El lulo es una deliciosa fruta con la que se hacen frescos. Pero aquí nada tiene que ver la fruta. Se refiere a que dos piezas encajan perfectamente o que una labor resultó tal como se esperaba.
Sacó la boselería: Otra de las bromitas cucuteñas cuando en alguna casa hay un evento social y la señora de la casa, para lucirse, saca todo su arsenal de vajilla y cubiertos.
Boseles son los lujos cromados con que se adorna un carro. Los llamamos también “periquitos”.
Sano, sano, culito de marrano: Otra zalamería que hacen nuestras mamás y nuestras nonas, sobándole la parte adolorida a un niño que se cayó y golpeó.
Se acabó quien te quería: Lo natural es que se use cuando dos personas terminan una relación, pero también se usa cuando se agotan las existencias de algo.
Se acomoda más que un músico: Otra broma eufemística cucuteña para indicarle a un fulano o a una fulana que se arrellana muy cómodo(a), que está incomodando a los demás, o que se sentó en el sitio que no le corresponde.
Se le aflojaron las almojábanas: Manera eufemística de decirle a un hombre “marica” (perdón, gay), cuando hacen ciertos ademanes raros.
Se le disparó el automático: A aquellos alborotados, salidos, les decimos así.
Se parece a una mosca: Porque donde se para, la caga. (Ala, mi rey, queda muy mal decir que “la defeca”.)
Se puso color de hormiga: El panorama se puso negro.
Se volvió agua de bollos: Se perdió, se envolató, se desvaneció, se acabó, sin saber cuándo ni cómo.
Si le cayó agüita, séquese: Como quien dice: Al que le caiga el guante, que se lo plante.
Simás, simasitico, simasito: Con estas palabras reemplazos a “casi”, a la que también le tenemos sus diminutivos: “casisito”, “casitico”.
Tiene la chispa atrasada: Cuando hay alguien que no entiende.
Un sancocho de tienda: Pues qué va a ser, si no gaseosa y pan. A veces, con un pedazo de salchichón. Es el almuerzo del pobre sufrido y aguantador, que son todos los 23 millones de pobres de este “rico” país. Algunas veces mejora la calidad, porque es un almuerzo colombo-francés: gaseosa “Colombiana” y pan francés (hecho en Cúcuta, claro).
Colombia es tal vez el país donde se fabrican más tipos de pan: de leche, de mantequilla, de queso, de jamón, salchi-pan, de maíz, de cebada, mogolla, acema, de dulce, de sal y, por supuesto, el pan francés: un pan soso, hecho de sólo harina y levadura, que los pamplonudos (“coicos”, decían nuestros nonos) llaman “pan de agua”: Mientras tanto, en Venezuela, al pan aliñado le dicen “pan andino” y sólo consumen pan de agua, al que llaman por su nombre propio: pan.
En Francia, un colombiano preguntó: “¿Tienen pan francés?”. “Aquí todos los panes son franceses”, le respondieron.
(Cúcuta, abril de 2007)
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Impeachment
JAIRO CELY NIÑO, profesor de
la Facultad de Ingeniería de la UFPS.
Tras la difusión (gratuita) de la edición Nº 74 de Occidente Universitario, algunos le preguntaron al Director —quien siempre ha escrito el «Editorial» y es el autor del presente artículo— qué es Impeachment y qué son Los protocolos de Sión. Ello porque el primero fue un término mencionado en el «Editorial» y lo segundo fue una expresión mencionada en el artículo «Perspicacia de colombiano», del cual es autor el colega profesor de cátedra Orlando García Mendoza.
En cuanto al «Editorial», mi repregunta obvia fue la de si no habían averiguado en el diccionario qué es impeachment y la respuesta fue que «Sí», pero que sólo dice que «acusación» y que «delación». Incluso, uno de los colegas dijo que en el diccionario inglés-español también aparece indictment, traducido como «denuncia» y «acusación», y luego se preguntó que si el inglés es preciso, como lo alaban, ¿por qué impeachment e indictment significan «acusación»?
Otro de los colegas dijo que quienes mencionaron el término y la expresión deberían escribir sobre aquél y ésta en la edición Nº 75 de Occidente Universitario, para «ilustrar» a lectores legos. «Porque, ¡qué vaina! —redondeó—: todo el que escribe artículos tiende a utilizar expresiones técnicas, que sólo entienden muy pocos de sus lectores.»
Les prometí que, como autor, haría el esfuerzo de escribir algo sobre el impeachment y que, como director, le pediría a Orlando que escriba sobre Los protocolos.
En cuanto al impeachment, me excuso porque no pude tener a tiempo garrapateada la totalidad del texto. Y en cuanto a Los protocolos, le agradezco al escritor «novato» Orlando García Mendoza porque escribió sobre ellos y lo tuvo a tiempo para la edición Nº 75 de Occidente Universitario.
Pues bien: en la tercera edición del Dahl’s Law Dictionary, de Henry Saint Dahl (Buffalo, New York, 1999), se lee que impeachment es «Juicio político. Acción criminal ejercida contra un funcionario ante un tribunal distinto de los ordinarios».
Ello porque impeachment es un proceso prescrito por la Constitución de los Estados Unidos, mediante el cual el Congreso de tal país puede separar del cargo a cualquier funcionario federal civil, independiente de si el funcionario sirve al poder ejecutivo, o al legislativo o al judicial.
Según la Constitución, la Cámara de Representantes es la única instancia facultada para presentar cargos de impugnación contra un funcionario del poder ejecutivo o del judicial, y el Senado es la única instancia facultada para juzgarlo.
Si se trata del presidente de los Estados Unidos o de su vicepresidente o de un miembro de su gabinete, o de un juez del Tribunal Supremo o de cualquier Corte Federal de menor rango que la Suprema, del proceso de impugnación conoce en primera instancia la Comisión Judicial de la Cámara de Representantes («Comisión de Acusaciones», es nuestro tecnicismo). Si la mayoría de sus miembros votantes que estén presentes no vota en contra del funcionario, se archiva el caso. Pero, si vota en contra, la plenaria de la Cámara de Representantes avoca el caso. Si en tal plenaria la mayoría de los diputados votantes que estén presentes no vota en contra del funcionario, se archiva el caso. Pero, si vota en contra, lo cual equivale a acusarlo ante el Senado, éste avoca el caso. En tal caso, al funcionario se le declarará convicto sólo si recibe el voto en contra de por lo menos las dos terceras partes de los senadores votantes que estén presentes, pero el castigo del Senado no podrá ir más allá de la inmediata destitución del cargo y de la vitalicia inhabilidad para el desempeño de cargos públicos.
Y si se trata de un congresista, de su impugnación sólo conoce su respectiva cámara. En tal caso, el congresista será expulsado de dicha cámara e inhabilitado para el desempeño de cargos públicos si contra él votan por lo menos las dos terceras partes de los miembros votantes que estén presentes en esa cámara.
Pero, en cualquier caso, el convicto quedará expuesto a que, por la naturaleza de la falta que motivó el impeachment, sea acusado ante la justicia y a que ésta, en razón de la imputación, lo procese y hasta lo encarcele.
De otra parte, la Constitución dispone que la Cámara de Representantes elija su Presidente de entre sus miembros, y que el vicepresidente de los Estados Unidos presidirá el Senado, sin derecho a voto, a menos que en una votación resultare empate. Pero también dispone que el Senado elija de entre sus miembros un «Presidente pro tempore» para reemplazar al vicepresidente de los Estados Unidos en sus ausencias o cuando, por conflicto de intereses, deba abstenerse de presidirlo.
Y un conflicto de intereses ocurriría si el Presidente es sometido a un juicio de impugnación. Porque, si resultara convicto de conducta inapropiada, su destitución convertiría al Vicepresidente en Presidente. De modo que, para tan flagrante caso de conflicto de intereses, la Constitución prescribe que el juicio de impugnación contra el Presidente (ni siquiera lo presida el presidente pro tempore del Senado, sino que) lo presida el presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos.
Ahora bien: en dos de los párrafos anteriores reiteradamente se mencionaron los «votantes que estén presentes». Pues bien: éstos son los delegados ante la Cámara de Representantes y ante el Senado elegidos por los votantes de los estados. Porque los del Distrito de Columbia y los de los «territorios» —como, por ejemplo: los del «estado asociado» de Puerto Rico— también eligen delegados ante el Congreso, pero éstos no son votantes.
En todo caso, no basta con esa mayoría simple o esa mayoría calificada de «votantes que estén presentes». Porque, para que una instancia pueda avocar un caso de impugnación en lo que es de su competencia, debe sesionar con quórum, el cual está constituido por más de la mitad de los miembros votantes de dicha instancia. Así, por ejemplo: como desde 1929 la Cámara de Representantes está integrada por 435 de esos miembros y actualmente al Senado lo integran 100, aquélla debe sesionar con un mínimo de 218 de esos miembros y éste, con un mínimo de 51.
El caso más «reciente» de expulsión en alguna cámara es el del tristemente célebre senador Joseph McCarthy, expulsado en 1954, en cuyo dudoso honor se acuñó el término: macartismo. Y en cuanto a juicios de impugnación contra el Presidente, en los más de 200 años de vida republicana sólo dos presidentes lo afrontaron y uno estuvo ad portas.
El primer caso es el del 17º presidente, Andrew Johnson (1865-1869), quien en 1868 fue acusado de alta traición por la Cámara de Representantes, pero en el Senado se salvó por un solo voto: había 54 senadores votantes en la sesión, por lo cual se necesitaban 36 votos en contra para que fuera destituido, pero sólo 35 votaron en contra del Presidente.
El segundo caso es el del 42º presidente, William Jefferson Clinton (1993-2001), quien el 19 de diciembre de 1998 fue acusado por la Cámara de Representantes de obstrucción a la justicia y de perjurio, por haber negado el sexo oral que en el despacho oval le practicara una pasante en la Casa Blanca, Mónica Lewinsky, quien publicitó esa «relación impropia» (como la llamó el presidente Clinton cuando admitió el affaire). La acusación tuvo tufillo de partidista, y sobre todo de moralista —con la paradoja de que, en el «fuego cruzado» durante el impeachment, más de un diputado republicano debió admitir que tenía «mocita»—, y prosperó en la Cámara de Representantes porque los republicanos constituían la mayoría. Pero en el Senado, aunque también la constituían, era de 55 contra 45 del partido del Presidente, por lo cual era inviable que contra Bill Clinton hubiera 67 votos.
Y quien estuvo ad portas de padecerlo fue el 37º presidente, Richard Milhous Nixon (1969-1974), por el escándalo Watergate (descrito grosso modo en el «Editorial» de la edición Nº 74 de Occidente Universitario). Pues, cuando en 1974 la Comisión Judicial de la Cámara de Representantes envió a la plenaria una resolución recomendando la impugnación, el presidente Nixon renunció a su cargo y, «por substracción de materia», la Cámara archivó el caso. Pero, como había la perspectiva de que penalmente a Nixon se le imputaran cargos, su reemplazante, Gerald Ford (1974-1977), hizo uso de las facultades discrecionales del Presidente para otorgar perdones e «inmunizó» a Nixon.
En todo caso, mientras el Senado no haya declarado convicto al Presidente, éste retiene todos sus poderes durante el impeachment. Porque, por estos lares, según el numeral 1 del artículo superior 175, el acusado ante el Senado «queda de hecho suspenso de su empleo, siempre que una acusación sea públicamente admitida».
Por último, el autor agradece a la Sección Cultural e Informativa de la Embajada de los Estados Unidos ante el gobierno de Colombia, por los dos datos clave proporcionados para la redacción del presente artículo.
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Un jaguar anda suelto
RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.
Hace mucho tiempo, en Bogotá, dos hermanos de apellido Arrubla se convirtieron en unos audaces e imaginativos empresarios, a quienes no les temblaba la mano para meterse en cualquier negocio que produjera buenos dividendos.
Un día recibieron la insólita propuesta de un intrépido cazador de las selvas del Opón, de que si le compraban el jaguar que había cazado y lo exhibían en una jaula segura y a bajo precio, se llenarían de plata rapidito. Tras hacer cálculos, los Arrubla lo regatearon y compraron, e hicieron construir una jaula y acondicionar un lugar para exhibirlo.
El espectáculo era simple: cobraban por ver sus zarpazos y escuchar sus rugidos. La plebe le echaba ratas, perros y gatos vivos al felino, que los engullía con pavorosa crueldad y rapidez. A veces le hacían banquetes con burros y caballos viejos, también sin aplicarles la eutanasia. Ese acto morboso le producía a la plebe un inmenso regocijo.
El negocio era redondo. Pero como los Arrubla querían más ganancias, se idearon un duelo a muerte entre el jaguar y un toro criollo, por lo que hicieron ampliar la jaula y triplicaron el precio de la entrada. Sospechosamente, a pocas horas de iniciada su venta, las boletas se acabaron y, como por arte de magia, aparecieron súper caras en reventa.
El “gran día” hubo sobrecupo y apuestas; la mayoría, por el jaguar. Al sonar un clarín metieron el toro a empujones en la jaula y las dos fieras se miraron. El toro preparó la primera cornada. El jaguar, al que no le dieron comida el día anterior, preparó los primeros zarpazos y las primeras dentelladas. El primero en atacar fue el toro.
La gente se llenó de estupor pues, tras la embestida del astado, el jaguar, como gallina asustada, empezó a correr de su malograda merienda, que lo perseguía por todas partes. Nadie podía creerlo: el toro parecía un minotauro; y el jaguar, un gatito lleno de pavor. Los que le apostaron al jaguar le gritaban: “Ma-ri-ca... Ma-ri-ca… Ma-ri-ca…”.
Como arrecho por las apuestas en su contra, y como envalentonado por el epíteto contra el rival, el toro lo perseguía para sacarle las tripas a cornadas y frustrar los lógicos pronósticos. De pronto sucedió lo inesperado, aterrador e inenarrable: en su desesperada carrera, el jaguar derribó el enrejado de la jaula y quedó en medio de la concurrencia, moviéndose de un lado para otro. Como no sabían que no quería comerse a nadie sino huir del “minotauro”, vino el pánico.
En la estampida del “respetable” hubo heridos y uno que otro muerto de los que nadie se ocupó, pues unos cogieron para sus casas a cuyas puertas les pusieron doble tranca, y otros se metieron en las chicherías a paliar el susto a totumadas. Como los que deambulaban por las calles llevaron a sus casas la noticia, en todas éstas se musitaban oraciones.
El toro se quedó en el sitio y el jaguar deambuló desorientado por las calles solitarias. Poco a poco recuperó el apetito, por lo que empezó a buscar transeúntes de dos o cuatro patas. Eso sí: no le embestiría, si apareciera, al feroz astado que casi lo destripa. Al rato hizo su ingreso nada triunfal a la Plaza de Bolívar por el costado occidental, en donde había una famosa chichería en la cual hacía horas estaban dos amigos “desinformados” tomando totumadas del típico brebaje bogotano, en una amena charla en la que “arreglaban el país”, como todo borrachito que se precie.
El jaguar observó la estatua de bronce de Bolívar. Fue hacia el sur y se mió en las gradas del Capitolio, cuyos inquilinos no estaban desprestigiados en ese entonces. Volvió y miró al Libertador y, por el hambre que tenía, saltó y le pegó una tarascada en las botas, perdiendo sus colmillos. Con el doble tormento del hambre y la odontalgia, caminó hasta que encontró una gran puerta abierta, que era la de la chichería en donde se encontraban los dos amigos tertuliando.
La súbita entrada del jaguar tuvo efectos fulminantes: uno de los contertulios se desmayó en el acto, rodando por el piso; el otro quedó paralizado, con los ojos desorbitados y la cara morada como un muerto. Si no hubiese sido por un transeúnte que pasó y se dio cuenta, alguno de ellos le hubiese servido al jaguar de opípara comida “sudada en alcohol”.
El transeúnte sacó su pistola y le pegó un tiro impecable entre ceja y ceja al felino, que murió en el acto cayendo pesadamente junto al primer borrachito de esta historia. Luego le metió un balazo en cada ojo, porque opinaba que, si los muertos son inofensivos, más lo son si de ñapa carecen de sus ojos. Cuando los dos amigos reaccionaron, con una de sus manos el transeúnte le abrió las fauces al felino y metió la otra en ellas, para demostrarles que estaba inofensivo.
Más tarde don Zenón Padilla, el matador del jaguar, comunicó al aterrado pueblo rolo que el felino había muerto y lo invitó a que miraran su cadáver, que lo exhibía en un costado de la Plaza de Bolívar, atravesado por una estaca.
Lo malo de este cuento fue que, siendo ya cadáver, el jaguar siguió causando sobresaltos. Porque un diplomático entregó una nota de protesta al gobierno colombiano por la monstruosidad de que por las calles de la capital de un país que se supone civilizado transitaran campantes los jaguares, como si estuviéramos en África. Y le advirtió que, si no había plenas garantías de seguridad, las tropas británicas vendrían a imponer lo que debe ser un gobierno no salvaje.
Con todo, el ministro plenipotenciario inglés quiso conocer personalmente a don Zenón Padilla, para él el héroe de ese escabroso impasse, y le organizó un agasajo en la Legación Británica. Al brindar, el embajador lamentó que tan corajudo personaje hubiese nacido en esta América india y no en Inglaterra, pues, de haber sido inglés, por su valor sería gobernador de alguno de los territorios de ultramar que están bajo el civilizado y dulce yugo de Su Majestad.
Como respuesta a la nota de protesta, el gobierno nacional envió una misiva al representante de Su Majestad, ofreciendo disculpas y prometiendo que jamás se volverían a ver jaguares sueltos en las calles de Bogotá. A su vez, el gobierno local hizo retirar el cuerpo del felino, que ya empezaba a generar las primeras tufadas de hedentina.
Y para terminar esta historia de terror hay que volver a las apuestas por la lucha a muerte entre el toro y el jaguar, y decir que, como al jaguar lo mató el plomo y no la cornamenta, se declaró que no hubo bestia ganadora.
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FUENTE: El libro Sucedió en la calle, de Alfredo Iriarte. Intermedio, 2005.
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Los ángeles de la muerte
GUILLERMO CARRILLO BECERRA,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
gecarril60@yahoo.es
Las Naciones Unidas, a través de la FAO —organismo encargado de estudiar los problemas de la nutrición humana—, y después de consultar, a nivel mundial, a distintos científicos y entidades estatales, relacionados con la temática, estableció el llamado Índice de Masa Corporal (IMC), que es un indicador conectado al estado físico general de los seres humanos.
Se obtiene dividiendo el peso (en kilos) entre el cuadrado de la estatura (en metros). Se pudo establecer, estadísticamente, que el resultado, para ser considerado como normal, debe estar entre 18 (mínimo) y 25 (máximo). Miremos este caso: una modelo pesa 50 kilos y mide 1,8 metros; por lo tanto, su índice de masa corporal es igual a 50 dividido entre 1,8 al cuadrado, lo cual nos 15,4. Se califica como una persona desnutrida, por estar por debajo de 18 puntos.
Otra persona pesa 95 kilos y mide 1,7 metros. Al aplicar la fórmula, el resultado es igual a 32,9. Se califica como una persona obesa, por estar muy por encima de 25 puntos.
A raíz de esta recomendación, los gobiernos han empezado a regular la participación de las modelos en los desfiles de pasarelas. Es así, que en Italia y en España han decidido que las chicas con un índice de masa corporal inferior a 18 puntos no tienen cabida. ¿Cuál es la razón de esta norma? La respuesta es muy simple: hay que erradicar de tajo esa maldita plaga que está haciendo estragos en la salud de la población juvenil femenina, por el prurito de ser cada día más flacas. Califico a esa peste como:
LOS ÁNGELES DE LA MUERTE
Los fantoches llamados modistos, unos verdaderos dictadores del gusto femenino, sin tomar ninguna consideración con respecto a la salud, han conseguido algo parecido a las hambrunas que se dan en algunos pueblos africanos: formar esqueletos ambulantes, no por escasez de alimentos, sino por la voluntad propia de las víctimas, principalmente en aquellos países que, para mayor paradoja, disponen de una alacena llena.
Como buenos imitadores de las mañas del primer mundo, los colombianos no queremos quedarnos atrás; y de esta manera, los tales modistos criollos quieren obligarnos a los hombres a que renunciemos a las esculturales 90-60-90 y nos quedemos con las “culisecas palos de escoba”, algo que no conseguirán, por aquello de que los machos unidos, jamás seremos vencidos. (¡Qué originalidad, Machi!)
Sin embargo, pese a todas las campañas preventivas, cierto sector de la juventud se empecina en lograr su objetivo, valiéndose de estos angelitos:
BULIMIA. Es la de las personas exageradas en el comer; especialmente comida chatarra como hamburguesas, golosinas, pasteles, gaseosas; es decir, es una ingesta elevada de calorías, que luego les causa un gran sentido de culpa y arrepentimiento, por el temor a aumentar de peso y perder la figura. Son esclavas de su cuerpo y no toman en cuenta otros valores personales que les permitan ser sobresalientes. Lo único que les importa es la admiración hacia su físico.
Después de haberse atosigado, buscan expulsar lo ingerido, para lo cual utilizan laxantes, vómitos provocados u otro medio, trayendo, como consecuencia, serios desarreglos estomacales e intestinales y, a la vez, sensaciones de desagrado y repulsa.
ANOREXIA. Es la persona que, contrario de la anterior, no quisiera comer, o consumir la mínima cantidad de alimento. Tienen una obsesión permanente y un temor exagerado a ganar peso. Sienten que están gordas a pesar de que parecen un garabato. Son monotemáticas y cantaletudas, porque siempre hablan de lo mismo. Cuando las invitan a una comida miran con desagrado a los comensales que se deleitan con el banquete.
En fin, estos seres se vuelven tan esclavos de su fijación, que no se percatan de que el resultado —piel seca, cabello quebradizo, extrema delgadez, mirada perdida— que están obteniendo es lo contrario a lo inicialmente propuesto, que es una figura con tumbao. Sin duda, piensan que las críticas no son más que envidia de las gordiflonas de sus amigas.
ORTOREXIA. Es la obsesión por consumir comida sana. Tiene como sustento el culto por la figura estilizada y el pánico por los alimentos tratados en procesos industriales, por aquello de los aditivos químicos: conservantes, antioxidantes, colorantes, saborizantes...
Estos fanáticos exigen no sólo que la agricultura se haga sin agroquímicos, sino que también están pendientes de otros factores que intervienen dentro de la preparación culinaria, tales como: los utensilios (de aluminio, acero, cerámica); el combustible (gas, carbón, kerosén); instalaciones (pisos, paredes, ventanas); el cocinero (manos, cabello, vestuario).
En fin, para ellos, todo lo que interviene en la preparación de un simple tinto, es objeto de una inspección minuciosa que, por lo general, no supera sus estándares particulares de calidad.
Se gastan un dineral en los llamados productos orgánicos. Prefieren aguantar hambre, antes que consumir algo desconocido. Detestan ir a los restaurantes, porque todos son sospechosos de suciedad. No aceptan invitaciones a casa de los amigos por no tener que pasar vergüenzas. Se convierten en verdaderos antisociales que, poco a poco, van siendo aislados, lo cual conduce al desánimo y a la desnutrición.
VIGOREXIA. Se da más en los chamos que en las chamas. Es la preocupación permanente por mantener un físico tarzanezco. Son unos adictos exagerados a los ejercicios, pasándose horas enteras en el gimnasio, con un espejo al frente, para mirarse y adorarse a sí mismos. El día que por cualquier motivo faltan a una sesión, se sienten culpables. Caer enfermos los trastorna más de lo normal, por la pérdida de la masa muscular. Miran despectivamente a los demás, a los cuales cataloga de enclenques y alfeñiques.
Lo maligno de este comportamiento es que el vigoréxico se dedica a consumir dietas muy ricas en proteínas y carbohidratos, descuidando la ingesta de los otros ingredientes propios de una dieta balanceada. Si a esto le añadimos el uso de los anabólicos, el muchachón se convierte en un cascarón relleno de aserrín.
(Cúcuta, abril de 2007) n
POST-SCRIPTUM. No hay que preocuparse mucho por tener el atractivo de un pollo disecado. Al fin y al cabo, lo que nos interesa es la buena calidad de los indicadores de salud: pulso, tensión, glicemia, colesterol, ritmo cardiaco... Eso sí es calidad de vida, el resto es puro pañete.
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Un atentado contra el Presidente
RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.
En 1906 Bogotá llegaba: por el sur, hasta Las Cruces; por el norte, hasta la iglesia de San Diego; por el oriente, hasta el barrio Egipto; y por el occidente, hasta San Victorino. Las casas de recreo de los ricos estaban en Chapinero y, más allá de San Diego, eran los arrabales bogotanos. A pocas cuadras de San Diego estaba el panóptico (la cárcel) y cerca de él, la fábrica de cerveza Bavaria.
El 10 de febrero de 1906 el presidente de la República, Rafael Reyes, suspendió las labores rutinarias del gobierno en el Palacio de la Carrera (hoy, sede de la Cancillería) para dar un paseo por el camino del norte hacia su residencia campestre en Chapinero, que se llamaba “Villa Sofía” en honor a su hija Sofía, quien lo acompañó en ese viaje afuera de la ciudad. (Hoy sería la carrera 7 con calle 67.) En esos casos, el carruaje salía a las 11:00 a.m. para llegar a las 2:00 p.m. Como el viaje era largo, el general Reyes solía apearse varias veces en el trayecto para hacer algunos ejercicios.
Además de su hija, lo acompañaban el amigo que conducía el carruaje y un capitán como única guardia. Al llegar casi al final del viaje Reyes observó, sin darle importancia, a un grupo de jinetes que, sin bajarse del caballo, bebían aguardiente sin cesar y con ansiedad. El Presidente siguió adelante y los jinetes, que habían dejado de beber, seguían a prudente distancia el carruaje presidencial. Cuando pasaron por una lujosa quinta llamada “La Magdalena”, donde hoy está la Universidad Javeriana, sonaron los primeros disparos contra el carruaje del Presidente.
Aunque los pistoleros eran cuatro, ninguno dio en el Presidente porque, como estaban jinchos: o no pudieron afinar la puntería, o vieron dos carruajes y le apuntaron al que no era. El capitán Pomar, que así se apellidaba, vació su revólver con el ánimo de matarlos, pero sólo consiguió ponerlos en fuga. Todos los ocupantes estaban a salvo, menos Sofía, a quien un tiro le rozó el estómago. Ante ese episodio, el arzobispo de Bogotá, monseñor Rafael María Carrasquilla, dizque dijo: “Dios protege a Reyes de una manera descarada”.
Luego se inició la cacería de los autores del atentado. Los frustrados magnicidas fueron aprehendidos en las afueras de Bogotá, sometidos a un consejo de guerra y condenados a muerte. Se decidió que, para mayor escarmiento, el fusilamiento sería público y en el sitio donde ellos quisieron matar al Presidente. Varios le pidieron clemencia, pero aquél estaba energúmeno. Más que por la tentativa de matarlo, porque estuvieron a punto de matar a su hija predilecta.
La ejecución estuvo concurrida, porque no se cobró por verla. La asistencia infantil fue muy nutrida y los niños que llegaron a tiempo se ubicaron en primera fila. Los que no, fueron atuchados por adultos espontáneos para que no se perdieran ningún detalle del momento culminante de las descargas. Y como “invitados especiales” llevaron encadenados a los reos del panóptico para que se abstuvieran, cuando estuvieran libres, de hacer algo semejante.
Era un acto de crueldad monstruosa, muy propia de quienes detentan el poder. Como Nerón, que ordenó crucifixiones a la lata; o Iván “el Terrible”, que hacía hervir vivos a sus enemigos. Y como para los bogotanos esos actos de crueldad no eran cotidianos —como lo fueron para los parisinos cuando su “Régimen del Terror”—, y como un gobierno le debe dar al pueblo pan y circo —y a falta de pan, sólo circo—, tal vez por eso no los fusilaron en el patio del penal.
Acabado el acto, los adultos esperaron a que los reos volvieran al panóptico y retornaron felices a sus casas hablando bellezas de lo visto. Los niños fueron los últimos en abandonar el lugar de fusilamiento pues, debido a la caminata que habían hecho, se quedaron descansando. Sus padres los castigaron por andar en actos no aptos para menores.
Con la muerte de los facinerosos Salgar, Ortiz, González y Aguilar, que así se apellidaban, Reyes satisfizo parte de su necesidad de fusilar a sus enemigos. Pero eran apenas los autores materiales. Faltaba el autor o los autores intelectuales para completar su cometido. Luego supo que quien lo había mandado pasar al papayo fue el general Pedro León Acosta, quien huyó enloquecido pues, si lo apresaban, sería ejecutado aunque perteneciera a una linajuda familia rola.
Acosta tuvo suerte pues lo amparó el presbítero Pedro María Revollo, tan requetegodo como aquél, que afirmaba que el general Reyes no debía estar en este mundo sino en el infierno por defender liberales, herejes y masones. El clérigo escondió en su casa al general Acosta y luego lo llevó disfrazado a Cartagena en una caravana modesta y precedida por él, para disipar sospechas si algún pelotón de gendarmes aparecía en el camino.
El conspirador tenía una preciosa dentadura admirada en Bogotá por las mujeres y envidiada por los hombres, que podía ser su perdición a pesar de los míseros andrajos que se puso, pues para sus perseguidores sería señal de identificación. Así que agarró una piedra y, subiéndose el labio superior, se pegó un tochazo en los dientes. Algunos cayeron de cuajo y otros quedaron desportillados, quedándole la jeta como un serrucho lleno de repulsivas raíces sanguinolentas.
Terminada la bárbara exodoncia, acudió a su protector escupiendo sangre y fragmentos dentales y le explicó la razón de la violenta decisión. El cura lo curó como pudo con emplastos y esencias. Quedó parecido a esos campesinos cuyos pocos dientes tienen un sarro amarillento.
El viaje prosiguió y, cuando comían, qué lagrimones se le salían al general. No sólo por el dolor que le producía el comer, sino por ver al cura engullir gallinas gordas mientras él sólo podía meter calditos, panes ensopados y compotas de frutas; o patatas, arracachas y calabazas que le maceraban las cocineras de la fondas donde comían.
En Cartagena, el general se refugió en casa de un godarrio simpatizante de su causa y de allí pasó a Panamá, en donde se hizo adaptar una “chapa” o prótesis dental.
Cuando Reyes renunció, Acosta regresó a Bogotá y siempre negó haber fraguado el complot para asesinar a Reyes. Juraba que ese infundio sólo lo podían inventar los liberales, que deberían estar en los infiernos por mata-curas y difamadores de los hombres píos y justos de Colombia.
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FUENTE: El libro Sucedió en la calle, de Alfredo Iriarte. Intermedio, 2005.
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