EDITORIAL (O ALGO ASÍ).
Con licencia para embestir ingenieros
Cuando el río suena, no necesariamente es porque se ha ahogado una orquesta. También puede ser por sus piedras. Y las piedras, cuando son un eufemismo para significar «reconcomio», son una vaina jodida.
Que lo confirmen o lo desmientan, respecto del Comité de Asignación de Puntaje —o como ahora se llame—, dos profesores que son ingenieros. Ingenieros electricistas, los dos. Profesores de la Facultad de Ingeniería, los dos. Los dos, profesores de Ingeniería Electrónica. Representantes profesorales, los dos: ante el Consejo Académico, uno; y el otro, ante el Consejo Superior Universitario. Y los dos, el 14 de febrero de este año, tras aprobar un concurso público abierto, pasaron de profesores de medio sueldo a profesores de tiempo completo.
Y si hicieren falta más coincidencias, además de las que hay en el perfil de este par colegas, entonces «el suscrito» Director agrega dos datos: uno, que a los dos «los cogieron entre ojos» ciertos miembros del Comité de Asignación de Puntaje —o como ahora se llame—, entre éstos el representante profesoral; y dos, que los victimarios son licenciados, en cuanto al título de pregrado que ostentan. Como quien dice: creyeron que el título «licenciado» es una licencia para maltratar ingenieros.
Cuando la víctima que es el actual representante profesoral ante el Consejo Superior Universitario ingresó como profesor de medio sueldo en marzo de 1998, le asignaron 104 puntos por concepto de experiencia profesional. Pero al ingresar en febrero de este año como profesor de tiempo completo, sin haberse desvinculado laboralmente un solo día, los genios intergalácticos del Comité de Asignación de Puntaje —o como ahora se llame— se arrogaron el poder de reducirle a la mitad los puntos por el mencionado concepto.
(Si pasó de «un medio» a «uno», ¿por qué no se arrogaron el poder de duplicarle el puntaje?)
Cuando la víctima interpuso un recurso, el Comité solicitó un concepto jurídico y el abogado, transcribiendo disposiciones del Código Contencioso Administrativo, conceptuó que lo hecho era ilegal. Pero los genios intergalácticos de tal Comité le espetaron al Doctor en Derecho que su concepto les parecía insuficiente.
(Tal vez ya no lo recuerde. Pero, hace más de 20 años, al recién reelegido decano de la Facultad de Educación, Artes y Humanidades lo mortificaba lo que él mismo denominó La Subcultura del Ridículo, y el peor botón de su muestra: La falta de respeto por los saberes.)
Éso, en cuanto al calvario del actual representante profesoral ante el Consejo Superior Universitario, quien debería recurrir ante un tribunal de justicia para que éste decrete, tanto que a la víctima se le reestablezca el derecho, como que los victimarios paguen el costo pecuniario de aquél, más las costas del juicio.
Porque, en cuanto al actual representante profesoral ante el Consejo Académico, él presentó un Trabajo de Ascenso… pero los genios intergalácticos del Comité de Asignación de Puntaje —o como ahora se llame, en razón de que con el Comité de Evaluación Docente quedó fusionado— no le designó el jurado, con el cuento de que la víctima está «en período de prueba».
¿Desconocen, acaso, esos genios que ni siquiera a un criminal se le puede castigar más de una vez por un solo hecho? Porque el profesor ingeniero ya trasegó satisfactoriamente dicho período, cuando ingresó como profesor de medio sueldo a la carrera docente.
Es obvio, pues, que los genios intergalácticos quieren tratar al profesor ingeniero peor que a un criminal, sometiéndolo a dos veces el mismo castigo. Porque a todo trabajo se le debe designar el jurado y, en caso de que éste apruebe tal productividad académica, se «congela» el ascenso si el aspirante no ha cumplido el tiempo de servicio en la categoría anterior.
Y a todas estas: ¿es que no hay ingenieros en el tal Comité?
Pues desde luego que no todos en el tal Comité son licenciados, por que hay dos ingenieros. Uno es el presidente de tal Comité quien, ¡vaya ironía!, es profesor de las mismas Facultad y carrera de los dos embestidos.
Pero, a este ingeniero, los licenciados le han «miado el gorro», como decía la santa madre del «suscrito» director de Occidente Universitario. n
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Esta edición está dedicada al doctor VIRGILIO DURÁN, quien falleció el lunes 21 de noviembre del 2005. (El día siguiente como que la UFPS no tuvo Gobierno, pues, en las honras fúnebres del doctor Virgilio Durán, no hubo una autoridad universitaria que al menos leyera una nota de duelo, que era lo menos que merecía quien le sirvió a la Institución por lo menos un cuarto de siglo.) n
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La muerte de un gallero
GUILLERMO CARRILLO BECERRA,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
¡Silenciooo, señoreees!
¡Hagan sus apuestas!
Con este grito de combate se da inicio a un ritual que, desde tiempos inmemorables, alegra el corazón y agita el pulso de unos aficionados muy especiales, amantes de uno de los deportes más emotivos: las peleas de gallos.
Los gallos de pelea llevan una vida rigurosa, similar a la de un atleta o un boxeador. Desde que nacen hasta que mueren, son sometidos a una dura disciplina que comprende los aspectos de alimentación, sanidad y entrenamiento, con el fin último de formar ejemplares para el combate. A esa especie de manager-entrenador, encargado de dicha tarea, se le conoce con el nombre de GALLERO, término que se ha hecho extensivo a los seguidores de este sangriento espectáculo.
La rivalidad entre galleros es totalmente diferente a cualquier otra manifestación de controversia, tal como se da en los negocios, la política o el amor, ya que existe un gran respeto por el contrincante. Al fin y al cabo, un gallero es un artista que busca el perfeccionamiento, mediante métodos muy particulares, de sus elementos que se batirán fieramente, cual gladiadores en el circo romano, en ese templo del arrojo y la valentía que es la Gallera.
Por muy intenso que sea el antagonismo, el gallero, sus auxiliares y el público aficionado se preocupan por mantener, todo el tiempo, una conducta que no supere la línea de lo estrictamente deportivo. El verdadero gallero no es un matón de vereda que toma la fiesta para exhibir su machismo y la hombría mal entendida. Es, ante todo, un verdadero señor que honra la palabra, a costa de cualquier sacrificio.
Las apuestas que se cruzan entre los asistentes son canceladas religiosamente por el perdedor, sin que el ganador le recuerde o requiera el pago. No existe papel firmado, ni testigos, ni cobros judiciales. Sólo vale la ley que los rige: “Palabra de gallero, palabra de caballero”.
Cuando el Director de Occidente Universitario nos propuso que hiciéramos el número de cierre del año, como un homenaje a nuestro cuate VIRGILIO DURÁN MARTÍNEZ, no pensé que la tarea fuera a resultar más difícil de lo esperado. ¿Una catarata de elogios? ¿Un anecdotario? ¿Un perfil académico? Es la parte más dura, cuando uno se encuentra ante la hoja en blanco y los sentimientos obstruyen la razón, cuando la pluma se quiebra y la tinta se seca.
La muerte lo arrebató con vértigo, sin reposo. El Creador se lo llevó, porque su aporte a este mundo ya había concluido. Atrás quedan sus discusiones y análisis sobre esos temas que deambulan, según el momento, desde lo cotidiano hasta lo trascendental: la política, la religión, la familia, la universidad. Pero, por encima de todo, prevalece su amor a Cúcuta. Ay de aquel que se atreviera a hablar mal de nuestro terruño: lo fusilaba, con una descarga de improperios.
Tuvimos muchas charlas interminables, recuperando el goce de la palabra y rememorando anécdotas de la juventud, que en nuestra memoria renacían con cada recuerdo, con cada nombre salvado del olvido, con cada volver a vivir una vida que fue intensa y lozana. De esa Cúcuta hermosa, guiada por dirigentes con “palabra de gallero”, que se fue para siempre, dejándonos la añoranza de los lugares que conocimos, de los amigos que hicimos y de las relaciones que formamos.
En su producción literaria, conectada con hechos históricos de su Cúcuta y de la Revolución Mexicana, nos muestra una gran facilidad narrativa, una espléndida descripción de situaciones, una fuerte combinación de géneros y una colorida escenificación de acontecimientos ciertos. Siempre usando un lenguaje claro y entendible por todos sus lectores, sin pretender ser un maestro del efecto sonoro o de la metáfora impactante.
Y cómo no mencionar las veladas regadas con guarilaque extranjero, y acompañadas por el rasgar de su vieja guitarra. Tocaba y cantaba todo tipo de música popular y sus interpretaciones resultaban muy agradables. Aunque su auditorio lo formaba el consabido grupo de amigotes, le ponía todo el sentimiento interpretativo de un virtuoso musical, buscando con su mirada inquisidora la aprobación de los jalopiados melómanos.
Asía con firmeza la guitarra, de una manera especial, golpeando con la mano derecha la melodía y llevando el compás con un pie. Cantaba el estribillo de cualquier canción, con la misma espontaneidad calculada y el mismo entusiasmo de un serenatero curtido en el oficio.
Si vas a Calatayud,
pregunta por la Dolores;
que una copla la mató
de vergüenza y sinsabores.
Siempre tuvo el hábito de la lectura. El suyo fue un proceso continuo de vigorización y renovación de su perfil intelectual, el cual lo condujo a formar una mente aguda, un espíritu tolerante, un opositor del dogmatismo, una visión perspectiva capaz de percibir la relatividad de las culturas.
Era de un humorismo negro y cruel, aún en los momentos serios. Sus preguntas eran cortas y precisas; por ello, esperaba respuestas iguales; y cuando alguien se salía de este esquema —con una verborrea difusa— no tenía compasión en enrostrarle un: “estuvo, como siempre: brillantemente confuso”.
Humor irónico como el de quien ha pasado por toda la angustia, el antagonismo y la furia, en esa gallera que eran las asambleas profesorales, en el cuarto piso del edificio de Los Fundadores de la UFPS, donde se escenificaron grandes debates sobre diversos tópicos, jugando el rol de gallero principal y sacándole la piedra a más de uno. El único que puede arreglar esta Universidad soy yo, porque el 90% de sus problemas yo los he creado, decía con todo desparpajo y muerto de la risa.
El lunes 21 de noviembre, a las 10:15 de la mañana, estando en su casa, VIRGILIO se aburrió del amor y el odio. De viajar y quedarse en casa. De la justicia y la injusticia. De los poderosos y los indefensos. De los amos y los esclavos. De la compañía y la soledad. De los amigos y los enemigos. De los sanos y los enfermos. De los ateos y los creyentes. De los tangos y las rancheras. Del sancocho y el mute. Del masato y los pasteles. Del whisky y la cerveza venezolana Polar. De La Campiña y de La Llanta. De los rectores y los ex rectores. De la UFPS y la Academia de Historia. De Uribe y de Chávez. Por eso se fue sin despedirse, para no tener que soportar la angustia de los demás, pues era enemigo de que le tuvieran compasión.
Él sabía que la Muerte es más respetuosa cuando nos encuentra en casa, en el hogar de siempre. Cuando nos visita, a la hora señalada, en nuestro lecho, se estremece. Morir entre las sábanas horrorosamente pulcras y limpias de un hospital, en medio de un personal indolente y gélido, donde hasta los médicos tienen los sentimientos esterilizados, es morir dos veces, desarraigado y solo.
Morir en la casa, rodeado por el calor del hogar, en la compañía de los seres amados, donde lloramos y reímos, es el destino que se merece una persona cabal, irónica, sarcástica, frentera, irreverente, vertical y sincera. Por todo esto, amables lectores, les pido un minuto de
¡Silenciooo, señoreees!
¡Se ha ido el gallero mayor!
(Cúcuta, diciembre de 2005.) n
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POST-SCRIPTUM. De Albert Camus —premio Nobel de Literatura, 1957— es este pensamiento:
No camines delante de mí,
tal vez no pueda seguirte.
No camines detrás de mí,
tal vez no pueda guiarte.
Camina junto a mí
y sé mi amigo. n
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Me quedaste mal, Virgilio
CARLOS HUMBERTO AFRICANO,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
El último escrito del doctor Virgilio Durán Martínez fue el que tituló Te quedé mal, Luis Donaldo, publicado en Occidente Universitario N° 52, hace menos de dos meses (septiembre 29). El texto, un ameno recuento de su último viaje a Estados Unidos y su deseo frustrado de “conocer, en Tijuana, el sitio en donde hace ya varios años fuerzas subterráneas, que por todas partes abundan, inmolaron a Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI a la presidencia de la república”, escribió Virgilio quien, “de buenas a primeras”, se nos murió el pasado lunes 21 de noviembre, día en se difundió la edición N° 54 de Occidente.
A Cúcuta, su ciudad, le escribió tres libros: Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta, Cúcuta libertada y Antes del terremoto. A la Universidad Francisco de Paula Santander, en la cual fue profesor no menos de 25 años, le escribió uno: Memoria escrita / 40 años. Y a México también le escribió uno: Cronología de la Revolución Mexicana. Todos estos cinco libros fueron editados por la Universidad Francisco de Paula Santander.
Porque, de México, Virgilio fue un enamorado apasionado: celebraba su día nacional (el 15 de septiembre) con todo el fervor y la alegría mexicana, cantando su Himno Nacional con la mano en el pecho, oyendo el discurso del presidente, gritando con él ¡Viva México!, y rematando la celebración con tacos y tequila.
Recitaba de memoria a Juan Rulfo y a Carlos Fuentes. Se sabía “de pe a pa” todo lo de la Revolución Mexicana y la historia de México. Conocía la biografía de sus mejores cantores y, desde luego, cantaba sus canciones acompañado de una guitarra, con lo cual nos divertía a mares en esas tertulias que a veces acostumbrábamos, mezcla de bohemia, licor, canto y poesía.
De Virgilio se ha dicho todo. Se han comentado sus apuntes picantes, su chispa certera, sus salidas rápidas, su punzante ironía, su fino sentido del humor, su controvertido talante, su contestatario pensamiento y hasta su sobrada inteligencia. Pero muy pocos repararon en Virgilio su cualidad tal vez más sobresaliente: su alto sentimiento de la amistad. Quizá todo aquello que decía y hacía no era más que producto de esa entrega hacia sus semejantes. Si bien es cierto que era controvertido y contestatario, pasaba en instantes de la arremetida feroz a la ironía suspicaz o a la salida graciosa.
Claro que no era “una pera en dulce”. Tenía su talante, pero es que ser amigo de Virgilio tenía su alto precio. Jairo Cely lo tasa muy bien en el discurso que dio con motivo del lanzamiento del primer libro escrito por Virgilio, Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta :
(...) En cambio, como colega, Virgilio también era jodido. Si en una asamblea de profesores se le venía a uno con una arremetida argumental, y uno no era capaz de rebatirlo con argumentos también, ni el saludo le merecía después; pero, si uno le enfrentaba el discurso, se ganaba un amigo de quien no se podía esperar más, pero menos tampoco, de lo que había derecho a esperar. Creo que su premisa era simple: no sería amigo de quien, por cobardía o por ignorancia invencible, fuera incapaz de controvertirlo.
Tuve el alto privilegio de contarme como uno de sus amigos más cercanos. Cultivamos una amistad basada en los atributos de lo que debe ser, en los términos que Virgilio la puso: el respeto mutuo, el respeto por el criterio ajeno, la sana controversia, el consejo oportuno, la intelectualidad, la academia, la sinceridad y la lealtad, sumados todos en la alegre bohemia.
Por todo esto me invitó a participar en uno de sus proyectos-locura: el Diplomado de La Urbe, donde le controvertí sus ideas de cantar las glorias del pasado por un accionar más contundente, proyectado hacia el futuro. Producto de ello fue mi escrito, publicado en Occidente N° 9, de octubre de 2002, De nortesantanderaneidad hablamos, palabreja acuñada por él y de la cual le hice mofa:
“Pero ahora se quiere ir más allá y han acuñado una palabreja, con la cual se desea que, como ariete, la nortesantanderaneidad dispare al departamento hacia el infinito. Lo que puede ocurrir es que lleguemos a figurar en el libro de Records Guinnes por haber inventado la palabra más rara del idioma español, tanto por su tamaño como por su impronunciabilidad. Esta me la acabo de inventar”. Hacía yo unas glosas de cómo las glorias del pasado no nos han traído nada y remataba: “Y no voy a seguir con la retahíla de éxitos del pasado, porque ya estoy mamado de tanta quejadera histórica”.
En réplica, dos ediciones de Occidente Universitario después, en la N° 11, de diciembre de 2002, Virgilio publicó un artículo que simplemente llamó La nortesantandereanidad. Nada de ataques personales. No era su estilo. Sólo en el plano de las ideas. En respuesta, escribió:
“Los nortesantandereanos hemos heredado un legado histórico que tenemos la obligación de honrar y acrecentar y que denominaré la NORTESANTANDEREANIDAD. Ella forma parte de nuestro patrimonio y al examinarla a contraluz exhibe diferentes tonalidades”.
El texto es un recuento histórico de las glorias del pasado, que lo inicia con la leyenda de Guaymaral y la princesa Zulia, pasando por Pedro de Ursúa, Ortún Velasco, Ambrosio Alfinger, Simón Bolívar, Santander, la batalla de Cúcuta, el Congreso de Cúcuta (que fue en el actual municipio de Villa del Rosario). Y así, hasta llegar al pasado reciente.
Como producto de esta controversia nació la idea de hacer otro Diplomado de La Urbe, proyectado hacia las acciones del futuro. Pero: Me quedaste mal, Virgilio.
De su escrito, me interesé por la leyenda de Guaymaral. Me llevó a la casa una copia de un escrito sobre el tema, aparecido en una de las revistas que edita la Academia de Historia de Norte de Santander. De ello derivó mi versión de la leyenda, por la que me expresó su complacencia. Conocedor de mis investigaciones lexicográficas cucutoches, me invitó a la Academia de Historia y me ofreció la biblioteca para que fuera a consultarla. “Le agarré la flota”.
En esos encuentros casuales comentábamos otras cosas sobre historia y fruto de ello fueron algunos otros escritos míos, como el de la Revolución de los Comuneros, que lo hicieron pensar en mí como candidato a ingresar a la Academia de Historia, y así me lo propuso. Me invitó a hacerme Miembro de Número. Tres veces me extendió la invitación con la propuesta de hacer él mi presentación. La última vez fue hace como dos meses y no resistí la tentación. Le acepté y quedé en que prepararía el obligatorio discurso de ingreso, sobre historia, y acordamos que en enero próximo sería la presentación. Una vez más: Me quedaste mal, Virgilio.
El grupo de “escritores compulsivos” de Occidente Universitario, como nos llama nuestro director, acordamos editar un libro con los escritos que hemos hecho para Occidente. Invitamos a Virgilio a participar. Se entusiasmó con el proyecto y con él empezamos a buscarle financiación. Cuadriga, fue el nombre que él le puso al libro. Cuadriga es el carruaje tirado por cuatro caballos que los romanos usaban tanto para las batallas como para los torneos. La recopilación de los textos quedó en la computadora de la Asociación de Profesores. Pues de nuevo: Me quedaste mal, Virgilio. No alcanzaste a celebrar con nosotros el nacimiento de esta nueva publicación.
Esto lo entusiasmó y, como hombre inquieto y proactivo, nos propuso otra de sus locuras. La creación de una fundación para el desarrollo de la literatura en Norte de Santander. Con su personalidad arrolladora nos convenció de las bondades del proyecto y le comimos cuento. Los cuatro quijotes (Edgardo, Machi, el Loco y el suscrito) ya estábamos haciendo aportes pecuniarios con la intención de que en un año tendríamos un pequeño capital, para iniciar labores. También esta vez: Me (Nos) quedaste mal, Virgilio.
En esas charlas que sosteníamos en la Academia, me ofreció una copia del libro Los alemanes en el Táchira, de Heinrich Rode. La había sacado para hacer en ella las glosas de sus investigaciones. Leí la obra con interés, pero no sé qué es más interesante, si lo escrito por Rode o las Glosas de Virgilio.
Siempre me preguntaba cómo iban mis investigaciones lexicográficas y me estimulaba a que no dejara esa actividad. En esas me prometió otro libro sobre el tema. Un día, hace menos de dos meses, en una de esas tertulias y discusiones francas, no sé por qué causa me dijo:
—Siga jodiendo y verá que no le regalo el libro. —Y con esa chispa que lo caracterizaba y esa sutil ironía, agregó:— Y peor vas a quedar con lo pobre de tu biblioteca.
Para no quedarme atrás, le dije:
—Le voy a contestar con palabras de Oscar Wilde: “Yo no sé por qué los amigos regalan más libros que estantes”. —Soltó su sonora carcajada de Papá Noel, y me dijo:
—Buena esa —y brindamos. Pues: Me quedaste mal, Virgilio. No buscaste en tu biblioteca mi libro.
Hace menos de un mes nos encontramos en unas conferencias sobre la Teoría de la Relatividad, tema al que se había aficionado últimamente. De nuevo me preguntó por mis investigaciones lexicográficas. Le comenté los últimos avances y le dije que estaba buscando un mago que supiera de léxico y de gramática para que revisara los textos. Me dio un consejo: “Hágalo usted solo, así no tiene que deberle nada a nadie. Qué mago ni qué ocho cuartos. El mago es usted, que está haciendo ese trabajo, y cualquiera puede revisar los textos; por ejemplo, yo”, se me ofreció. Así que: Me quedaste mal, Virgilio.
Así era Virgilio Durán Martínez: un amigo a carta cabal. Sin reservas, sincero, ferviente, con todas esas dotes que le conocimos. Cuántos proyectos se nos quedaron en el vacío, sólo porque se le ocurrió echarnos el peor chiste: morirse “de buenas a primeras” hace 3 días.
(Cúcuta, jueves 24 de noviembre de 2005.) n
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Sube, Amigo
JOSÉ RICARDO CASTILLO CASTILLO,
profesor Titular emérito de la UFPS.
Estaba tranquila la mañana
del lunes 21 de noviembre
del año 2005.
Entre nubes de su refugio
un carruaje de ruedas brillantes
tirado por briosos caballos alados
estacionó...
Bajó una figura como luz
de ropas resplandecientes
como el relámpago.
Acarició su vida y le susurró:
“Virgilio: sube, amigo,
no temas;
ya has cumplido tu misión”.
Virgilio replicó:
“Paséame en tu carruaje
por mi ciudad, mi Universidad,
México y mis amores”.
De salida a su viaje sin regreso
lanzó a su ciudad
Viaje fantástico
por el tranvía de Cúcuta,
Cúcuta libertada,
y la ciudad Antes del terremoto;
y a México le lanzó Cronología
de la Revolución Mexicana.
Cuando pasó
frente a su amada Universidad
le dejó su Memoria escrita
40 años de fundación
de la Universidad Francisco
de Paula Santander.
Al pasar frente
a sus grandes amores,
su esposa doña Graciela,
sus hijos Pedro,
Ángela María y Lina Margarita,
rodaron por su mejillas
dos lágrimas muy grandes
como océanos.
Entonces les dejó
sus bendiciones, sus alegrías.
Virgilio se resistió a partir,
pero el cochero
de rostro resplandeciente
soltó las riendas
de los caballos alados
y se llevó a Virgilio,
al lado del Creador,
más allá del sol
a la eternidad.
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Una partida inesperada
RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.
El 19 de octubre de 1968, cuando Edgardo aún ejercía el ministerio sacerdotal en la parroquia de San Antonio de Padua (en Cúcuta), monseñor Rafael Sarmiento Peralta (obispo de Ocaña), Edgardo y otro sacerdote —cuyo nombre Edgardo ya no recuerda— casaron, lógicamente en una misa concelebrada, a un joven profesional llamado Virgilio Durán Martínez y a una joven y bella dama llamada Graciela Barajas.
Cuatro años más tarde, en 1972, el joven Edgardo ingresó a la Universidad Francisco de Paula Santander como profesor, después de haberle escrito al papa Pablo VI (a Roma) solicitándole la dispensa para retirarse del sacerdocio.
Un día de ese año 72 Edgardo se encontró en la Universidad con el profesor Virgilio. Éste, quien era 4 años mayor que Edgardo, le dijo:
—Oiga: sé que usted se retiró del sacerdocio, pero le recuerdo que usted me casó; yo tengo en mi casa fotos del matrimonio. Un día de estos lo invito para que las vea.
Edgardo no se acordaba, pero en ese momento empezó su trato con quien llamaban: “El Gran Virgilio”.
Se veían poco y la amistad era muy distante: de constantes choques por razones personales y académicas. Pero siempre con la altura que debe tener una disputa entre universitarios.
Edgardo siempre se preguntaba el por qué de esa actitud del doctor Virgilio con él: tan antipática y hostil. Un día Edgardo le preguntó sobre esa situación a un amigo de los dos, y éste le contestó:
—Virgilio es así: hay que intimar con él para medio conocerlo. La amistad con él nace de simpatías o antipatías. A él se le quiere o se le rechaza. Es polémico, iconoclasta, y nunca se pone de acuerdo con nadie. Es encaramador, si uno se deja encaramar o se le achicopala. Aparentemente es soberbio y ofensivo. Para ingresar al círculo de sus amistades, hay que contar con el “placet” de él.
Así se trataron Virgilio y Edgardo durante 28 años, y Edgardo nunca acabaría de comentar sobre el carácter avasallador y hasta antipático del doctor Virgilio, quien, para colmo, era hasta enigmático.
Cuentan que fue muy liberal y apasionado en sus años mozos. Pero poco a poco, al pasar los años, se fue apaciguando esa caldera humana, y se volvió tolerante y comprensivo. Fue en esta época de su madurez cuando Edgardo más intimó con Virgilio, quien un día le dijo:
—Me llegó la hora de hacer amigos, pues perdí mucho tiempo buscando camorra y enemistades. Como que me cogió el tarde. Por eso: hagámonos pasito, reverendo padre.
Fue en esta época (desde hace unos cinco años), como si ya presintiera el final, que Edgardo y Virgilio se hicieron “cachas”. Cuando Edgardo conoció a un Virgilio ya reposado, que buscaba con quién trabajar en equipo. Lo acompañaba ciertos días a algunas libaciones y, aunque seguía siendo cáustico y duro en sus expresiones, se le notaba su nobleza y su afán por dejar un buen recuerdo en la Universidad Francisco de Paula Santander.
Edgardo admiraba a Virgilio porque, siendo un ingeniero, era un humanista. Era amante de la historia y en especial de la de Cúcuta, a la cual tanto quiso y le cantó en todas sus obras, que fueron cinco. Virgilio era, a pesar de parecer otra cosa, un hombre polifacético: declamaba, tocaba guitarra y cantaba; sobre todo, rancheras y tangos. A veces parecía otra persona y no la que se conocía.
Edgardo nunca supo por qué Virgilio amaba tanto a México y su historia. En varias ocasiones invitó a Edgardo a celebrar en su casa la fiesta de la Independencia de México, con tequila y tacos. Últimamente fundó con él, el Machi y el Africano un fondo editorial llamado QADRIGA, nombre que él escogió y que explicaba así:
—Somos como cuatro caballos que tiran de un carruaje literario. Somos unos quijotes. Más tarde compraremos una imprenta para publicar lo que escribamos.
En esta época Edgardo conoció más intensamente a Virgilio. Parecía que el tiempo se le estuviera acabando.
Cuando Virgilio estaba pensando y actuando en futuros proyectos, le llegó la muerte. Esa muerte que nadie quiere aceptar como parte de la vida. Y así, casi sin que se dieran cuenta, Virgilio dejó a sus amigotes. Edgardo no lo creía. Pero de manera abrupta se les fue ese gran cuate.
Ante esta muerte intempestiva y desconcertante, Edgardo recomienda leer, en el evangelio de San Mateo —capítulo 24, versículos 42 al 45—, esta gran verdad para los cristianos, válido para los jóvenes y no tan jóvenes:
Por eso estén despiertos. Ni el día ni la hora en que vendrá el Señor, la sabremos. Vendrá como un ladrón. Estemos siempre preparados, porque el día que menos pensemos llegará la muerte.
Y así fue: una partida inesperada y sin retorno, con la cual cogió “fuera de base” a sus “amigotes”. Su muerte fue como fue su vida: sorprendente. n
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Mi amigo Virgilio Durán Martínez
HERNANDO CASTILLO CHAUSTRE,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
En abril de 1973 ocurrieron dos hechos muy impactantes en mi vida, que me dejaron huellas imborrables por su gran significado. Uno, la muerte de mi queridísimo padre, don Pablo Emilio Castillo. Y el otro, el nacimiento de una gran amistad: la del doctor Virgilio Durán Martínez.
Recomendado directamente por el doctor Eustorgio Colmenares Baptista (q.e.p.d.), dos meses antes había llegado a la sede de la calle trece de la UFPS a iniciar mi carrera docente en el área de Mercadeo, para lo cual siempre puse dedicación y empeño, pues era inmensa la responsabilidad que había asumido: preparar a la juventud universitaria.
En una de esas reuniones que nunca se convocaban pero que —lloviera, tronara o relampagueara— se realizaban en la cafetería del señor Suescún (calle 13 entre avenidas 5ª y 6ª), me presentaron al doctor Virgilio Durán Martínez, a quien de ahí en adelante llamaría Virgilio a secas, y quien, con su inagotable vena humorística, sentenció que veía en mí “un gran futuro para la ciudad, el departamento y la Universidad”. Gracias a su respaldo fui nombrado profesor de medio tiempo y luego, en agosto de 1974, ascendí a tiempo completo.
Tuve el altísimo honor de acompañarlo en su lucha por la Universidad en momentos difíciles, estando con él en las memorables asambleas de profesores en el cuarto piso del edificio Fundadores, donde con su discurso exponía y hasta imponía sus posiciones. También compartí con él cargos en la Junta Directiva de la Asociación de Profesores: él como presidente y yo, como secretario.
Recuerdo, como si fuera hoy, que ante el ataque de un grupo de profesores antioqueños que pedían mi cabeza académica, el doctor Virgilio Durán Martínez se opuso rotundamente a tal “despropósito”, como lo llamó él, y con el doctor Luis Eduardo Lobo me brindaron su absoluta confianza y respaldo, a lo cual respondí con creces.
En este breve recuento de mi amistad con Virgilio quiero recordar de manera especial, pero sin nombrarlos —para no omitir a alguno—, a los integrantes de esa “patota” con la cual “fundamos” algunos sitios de sano esparcimiento como: el de el Flaco Gonzalo, el de Jaime Gamboa y el de la Llanta. Mención aparte merece las veces en que, junto con Virgilio y Luis Eduardo, nos sentábamos a mediodía en la Llanta a “solucionar problemas” de la Universidad, el país y el mundo. Evoco la mofa que hacía Virgilio de ese “lujo de sillas” de Manolo —su propietario, quien murió hace poco— y sus vetustas mesas incambiables quizá desde los años 70.
Por último, quiero recordar algunos apodos cariñosos que él se inventó para algunos de nuestros compañeros, como: grumete pata-picha, Panterita, el Cura, Machicambiao, el Zarrapastroso, el Alpargatudo, el del Inglés miserable, la Paticortica, Taconazo, el Júnior, el Tendero, Pollo frío, el Señor del Humilladero, y tantas otros que se me escapan de la memoria.
Hago llegar a su esposa Gracielita, a sus hijas Ángela María y Lina Margarita, y a su hijo Pedro Jesús, mi voz de consuelo ante la ausencia del esposo y padre. Ellos me brindaron ese calor de amistad y muchísimas veces tuve el privilegio de estar en reuniones en su casa, algunas de ellas celebrando el tradicional “Día de México”.
Quiero terminar este breve artículo recordando aquel inolvidable paseo o tour que hicimos en compañía de su hija Ángela Maria y de mi hija Sandra Liliana por los municipios de Salazar, Arboledas y Cucutilla, hasta llegar a Pamplona.
Bien, Virgilio: te recordaré siempre. n
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En recuerdo de Virgilio Durán
ALIRIO NÚÑEZ CORREA, profesor de
la Facultad de Ciencias Básicas de la UFPS.
NO ME DESPIDO
Yo no me despido
para que no sufras mi ausencia,
para que no haya pena
en tu corazón.
Yo no me despido
para que no notes mi ausencia,
para que no comentes
de algo que existió.
Yo no me despido
para que en cada latido
de tu corazón mi vida
esté presente.
Yo no me despido
para que en el aire
que respires
esté mi amor.
Yo no me despido
para que dudes siempre
si mi viaje es eterno o efímero
para que te preguntes
si la vida es un sueño
algo real o una imaginación. n
QUISIERA SABER
Quisiera saber
cuánto vale una vida
para volver a nacer
y borrarme las heridas.
Quisiera saber
qué es más importante
morir, vivir, parar
o seguir adelante.
Quisiera saber
cuál es la razón
que existe en el ser
para no querer vivir con amor.
Quisiera saber
qué estamos haciendo,
las luces se apagan
se acaba el aliento.
Quisiera saber
amigo, hermano,
¿cuál es tu solidaridad
en esta etapa aciaga?
Quisiera saber
por qué eres tan insensible,
la muerte ronda en la esquina
y tu finges y sigues.
Quisiera saber
¿dónde está la fe, dónde la esperanza
dónde está el orgullo
de esta raza humana?
Quisiera saber
por qué tanto dolor humano.
Si son reales las profecías,
Señor, ten piedad
de nuestros hermanos. n
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ASPIRANDO A QUE, POR LO «AÑEJO»,
ESTE TEXTO NO PAREZCA UN «REFRITO»...
A propósito de la obra
Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta
Palabras leídas por su autor, el
profesor ingeniero Jairo Cely Niño,
en el Parque de los Benefactores de la
Universidad Francisco de Paula Santander,
en la noche del jueves 2 de septiembre de 1999.
El martes de la semana pasada (martes 24 de agosto de 1999) se conmemoró el primer centenario del nacimiento del escritor argentino Jorge Luis Borges. Nueve días después, en el acto académico de la noche de hoy, con el cual concluye la celebración de los 37 años de fundación de la Universidad Francisco de Paula Santander, se hace la presentación oficial del libro Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta, escrito por un profesor emérito del primer centro de estudios superiores de Norte de Santander: el doctor Virgilio Durán Martínez.
Cuentan que a Jorge Luis Borges le preguntaron si había leído La Vorágine, del escritor colombiano José Eustasio Rivera, y que el maestro Borges dijo que «¡claro!», pero que no le había dejado la sensación de haber leído un libro sino la de haber estado en un determinado lugar.
Pues bien: nadie me lo está preguntando, ni siquiera el doctor Virgilio Durán, pero la lectura de su libro también me dejó la sensación de haber estado en un lugar demasiado especial. Sólo que ese lugar ya no era de este mundo cuando yo llegué a él, en el mes de febrero del año 1953.
Yo nací, y viví mi primera infancia, en uno de los cerros del barrio Sevilla. Durante muchos años hubo en Sevilla una tienda que se conocía hasta en el sitio más insospechado de Cúcuta: La X Roja. (Hasta la conocían en las ciudades de San Antonio, San Cristóbal y Ureña, de nuestro vecino y hermano país.) Esa tienda hace años dejó de existir, pero sobrevive su nombre. Si alguien no me lo cree, párese unos minutos en el cruce de la Guaimaral con Faroles —a muy pocas cuadras de aquí— y verá pasar una buseta con ese nombre estampado en la tabla que describe su ruta.
Al frente de La X Roja, exactamente al oriente, está la iglesia más hermosa de Cúcuta: Nuestra Señora de la Candelaria. A tienda e iglesia las separa una amplia avenida: la «7ª-A», que se denomina «Avenida 8ª» desde la redoma de la Terminal hacia el sur.
Por cierto, inmediatamente al sur de esta redoma hay una vieja locomotora sobre un rústico pedestal, como recuerdo del ferrocarril que Cúcuta tuvo una vez. Y por cierto, también, que a una cuadra en línea recta al oeste de tal monumento nació y vivió el vicerrector administrativo, doctor Héctor Miguel Parra López.
Por la orilla oriental de la avenida 7ª-A, casi rozando a la iglesia, pasaba el tren. Por vivir en el cerro sur del barrio Sevilla, muy pocas veces vi el paso del tren. Pero de las pocas veces en que lo vi en movimiento, recuerdo la actitud suicida de los mozalbetes del barrio tapizando con tapas de gaseosa y cerveza los rieles del tren, para que las ruedas de aquél las convirtieran en hostias de metal cuyos orillos nada le podían envidiar a un bisturí. Con cada una de esas latas aquellos muchachos —a quienes los adultos les decían «bolañeros»— construían un «runcho». Un juego que, en nuestro juicio de hoy, nos parece suicida; pero con el cual se divirtió la juventud, adolescencia y niñez de aquellos viejos tiempos.
De modo que yo tenía conciencia cabal de la existencia del tren. Pero de lo que ni pizca de idea tenía, era de que en Cúcuta hubo una vez un tranvía.
Y lo vine a saber por el libro del doctor Virgilio Durán.
Tal vez se asombren ustedes por mi, entre comillas, «falta de ignorancia». Pero ocurrió que la campesina y el campesino que habían respectivamente de ser mi madre y mi padre, un día decidieron anochecer pero no amanecer en su departamento de Boyacá, y, huyendo de la violencia política de aquellos años aciagos, llegaron a aquel cerro del barrio Sevilla trayendo en brazos a mi hermano mayor. Para entonces, ya había desaparecido el tranvía.
Lo que no he podido entender, tras la lectura del libro del doctor Virgilio Durán, es: ¿por qué jamás le oí a alguien mencionar que Cúcuta tuvo una vez un tranvía?
¿Acaso fue que nuestros antepasados llamaron indistintamente «tren», al tren y al tranvía? Cualquiera fuere la causa, ¡qué vaina haber nacido uno tarde!
Luego si eso ha ocurrido con uno, haber sido testigo de excepción del paso del tren y desconocer que aquí hubo una vez un tranvía, ¿qué se puede esperar de los muchachos de hoy? Y sobre todo, ¿cómo culparlos por desconocer la historia de nuestra hermosa ciudad?
Por eso, en mi modesta opinión, Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta constituye un valiosísimo aporte a la historia de nuestra esplendorosa ciudad capital. Que tiene, entre tantas virtudes, la de ser la única ciudad del mundo fundada por una mujer, según escribía como Sinopsis Histórica de Cúcuta en nuestros antiguos directorios telefónicos el desaparecido doctor Eustorgio Colmenares Baptista.
Recuerdo que hace 16 años me encontré con una anciana venerable quien, entre veintiún y diecinueve años atrás, había sido mi maestra de 1°, 2° y 3° primaria. Nos encontramos, ¡vaya ironía!, en la velación simultánea de la esposa y el hijo de un profesor.
Como me recordó por mi primer nombre y mis dos apellidos, le pregunté si recordaba que ella no había tenido que enseñarme a leer, y que nadie en el mundo podía darse el lujo de decirlo y probarlo. Me respondió que cómo no iba a acordarse de éso, pero sobre todo del esfuerzo magno que tuvo que derrochar para que yo aprendiera a escribir.
Casi me fui de «pa’ tras», porque nunca tuve conciencia de aquel incidente. Y no la tuve, quizá porque mi primer año en la escuela lo pasé imbuido en la lectura de fábulas y cuentos de hadas y de cuanto papel llegaba a mis manos. Era que doña Ana Julia Núñez de Peñuela, mi inolvidable maestra, nos animaba a leer hasta la placa de una volqueta. Hasta leía un periódico comunista proscrito por el clero de misa y olla, Voz Proletaria, que mi papá le compraba a un tipo que lo camuflaba entre ejemplares de El Catolicismo, que era el periódico oficial de la Curia.
Saber, 21 años después, que cargaba y cargaría el lastre de aquella innata torpeza, me hizo entender que, más allá de mi gusto por la lectura, lo que había en mí —cada vez— era una secreta admiración por ese generalmente anónimo ser que había redactado el texto que yo disfrutaba.
Por eso, Virgilio Durán es motivo de doble admiración para mí. Porque ha escrito esta hermosa y nostálgica obra, que yo no habría sido capaz de escribir. Y porque fue mi maestro en cuatro importantes asignaturas durante mi ciclo básico de Ingeniería, a mediados de los años setenta.
Como maestro, Virgilio era jodido. Nos calificaba las evaluaciones con cero o cinco porque, decía, el examen o el previo no es la Lotería de Cúcuta, que paga aproximaciones. Porque el ingeniero no tiene término medio: o el trabajo le queda impecable, o como la cara de él. Advertía que si un estudiante de Ingeniería comete un error, lo califican con cero, y lo peor que le puede ocurrir es que tenga que repetir la materia; pero, si como ingeniero comete un error, se va «pa’» la cárcel. Creo, 25 años después, que si nos andaba tan duro era porque quería amainar el impacto de encontrarnos después con que la vida profesional iba a tratarnos peor.
En cambio, como colega, Virgilio también era jodido. Si en una asamblea de profesores se le venía a uno con una arremetida argumental, y uno no era capaz de rebatirlo con argumentos también, ni el saludo le merecía después; pero, si uno le enfrentaba el discurso, se ganaba un amigo de quien no se podía esperar más, pero menos tampoco, de lo que había derecho a esperar. Creo que su premisa era simple: no sería amigo de quien, por cobardía o por ignorancia invencible, fuera incapaz de controvertirlo.
Algo siempre me llamó la atención de Virgilio, como maestro y colega: nunca llevaba algo escrito. Me hice a la idea de que si no se molestaba en garrapatear siquiera una síntesis de lo que iba a exponer, era porque le daba jartera escribir, pero lo compensaba con una prodigiosa memoria.
Así que cuál no sería mi sorpresa el día en que me informaron que estaba escribiendo un libro sobre la Revolución Mexicana, del cual, por cierto, no conozco la primera cuartilla. Pero mi sorpresa mayor fue saber que había escrito Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta.
Obra que muchas sensaciones induce. Entre tantas, para mí fue conmovedor saber por su libro que, parafraseando al poeta Jorge Robledo Ortiz, hubo una vez una Cúcuta cuyas amplísimas avenidas y calles no tenían números fríos, como los «tiques» que expulsa por una ranura la caja registradora de cualquier almacén, sino nombres que exaltaban la memoria de los Padres Fundadores de nuestra nacionalidad colombiana.
Comenzando por la del fundador civil de la República, nuestro paisano el general don Francisco de Paula Santander, cuyo nombre lleva orgullosa la mejor universidad de este mundo. Universidad cuyo trigésimo séptimo aniversario de fundación estamos conmemorando.
Por eso reitero mi modesta opinión de que Viaje fantástico por el tranvía de Cúcuta constituye un valiosísimo aporte a la historia de nuestra esplendorosa ciudad capital.
Y creo que, definitivamente, la valoración más elocuente del libro del doctor Virgilio Durán la hace el señor rector, doctor Patrocinio Ararat, en la nota de presentación de la obra.
No leerlo equivale, para un cucuteño, a perderse de mucho.
Muchísimas gracias. n
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PARA RELLENAR ESTA PÁGINA:
(OBVIO: LA DE LA «VERSIÓN EN PAPEL»)
¡Ay, la educación!
MANUEL GUZMÁN HENNESSEY.
Diario El Tiempo, lunes 12.12.2005, p. 1-15.
Cuando las universidades de antes les pedían a los estudiantes que presentaran un trabajo, diga usted sobre las teorías del método en Feyerabend o la importancia de Foucault en la lingüística, lo primero que los estudiantes hacían era ir a las fuentes de las ideas.
Había que leer los libros y después relacionar unas ideas con otras para producir, finalmente, un pensamiento más o menos propio. Y lo que se calificaba era eso: la habilidad para producir ideas más o menos originales, o enfoques adecuadamente contextualizados sobre los autores, las tendencias y los descubrimientos.
Hoy, los docentes saben que muy pocos estudiantes resistirán la tentación del copy paste. Ese artilugio cibernético que consiste en acceder al conocimiento con la punta del dedo índice, para después “fusilarlo” con el anular. Pero casi todos se hacen los bobos, porque ellos también acuden al copiar-pegar cuando tienen que presentar sus trabajos del postgrado, que les representará un mejoramiento de sus condiciones. El anhelado “tiempo completo” o la mullida coordinación de departamento, peldaños superiores al del catedrático, que en las universidades de estrato alto tienen pago de $25.000 por hora, y en las de bajo, de $12.000.
Cuando los directivos escuchan del extendido método, se rasgan en público las vestiduras académicas que luego se ajustarán en privado, pues ninguno ignora que la trampa es nada más que un medio que justifica el fin en la perversa axiología de los “ismos” salvajes. Las universidades alientan la despiadada competencia porque son parte de un engranaje de negocios, donde el debe y el haber pertenecen a una categoría superior que la vocación docente, el conocimiento y la investigación.
Y el Icfes, preguntarán los lectores, ¿dónde está el Icfes? Muy bien: está en ECAES, el último invento de la burocracia educativa para evaluar lo que todos sabemos, que el sistema sufre la más aguda crisis de las últimas décadas.
Pero en la época del copiar-pegar hay esforzados investigadores científicos en esas cuatro o cinco universidades “de verdad” que aún nos quedan, que trabajan, día a día, como antes: leyendo libros, ventilando ideas, generando país.
He conocido algunos, pero el esguince pedagógico que uno de ellos se ha inventado contra el “cortar y pegar” es muestra elocuente de lo que aún se puede hacer, cuando uno logra liberarse del “leseferianismo” de la mediocridad. Ricardo Puentes les dice a sus estudiantes que le escriban los trabajos a mano, y él les pone en sus cuadernos carita feliz o triste, según sea el nivel de originalidad, pertinencia y rigor, que con el exclusivo uso de sus manos hayan sido capaces de demostrar. n
guzmanhennessey@yahoo.com.ar
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El miércoles 19 de octubre del 2005 la Corte Constitucional, en un exceso de culiprontismo gobiernero sin par, «bendijo» la reimplantación de la reelección presidencial, con la gabela de inmediata. Pero siete semanas después, el miércoles 7 de diciembre del 2005 («El Día de la Infamia», llamó el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, al mismo día de 1941), dicha Corte «le sacó el culo» a la despenalización del aborto en tres circunstancias muy específicas.
¿Cuál sería la posición de la única mujer, magistrada Clara Inés Vargas, que hay en la Corte? n
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Al cerrar esta edición dedicada al doctor Virgilio Durán, «el suscrito» Director deplora que la tal «parca» no le haya pospuesto, a su ex maestro y colega, 20 días la muerte… para propiciarle morir con la dicha de ver a su Doblemente Glorioso Cúcuta Deportivo regresar a Las Ligas Mayores. n
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