La majestuosa cordillera de los Andes que atraviesa a Colombia por la parte oriental, al llegar cerca de Pamplona se divide en dos ramales de igual magnificencia, si es posible, que la mole de donde se desprende: el del noreste se interna en Venezuela, forma la sierra nevada de Mérica y concluye en la costa del mar Caribe; y el del noroeste se dirige resueltamente a Ocaña hasta terminar en el Magdalena, separando las aguas que caen en el río de este nombre de las que van al lago de Maracaibo. En el vértice de la bifurcación y en las faldas de los estribos de aquellos poderosos ramales está situada la provincia de Cúcuta.
La historia de la conquista y colonización de esta parte del territorio de Colombia se habría perdido en absoluto, si la tradición no se hubiera encargado de recoger siquiera los nombres de los extranjeros que descubrieron estos valles y los de los indios que los habitaban pacíficamente; pues los archivos de nuestra población más antigua, como San Faustino, Salazar y Santiago, o han desaparecido o el historiador no encontró en ellos sucesos de significación para trasmitir a la posteridad. Sin embargo, por tradición se sabe que en aquella transformación sangrienta hubo episodios terribles, acciones heróicas y valientes resistencias que, aunque olvidadas de la historia, no deben desecharse, atendiendo para darles crédito a la poderosa energía que desplegaron en otros puntos de la república algunas tribus indígenas de legendario valor.
La tradición más acreditada entre nosotros se refiere al indio Cínera jefe de unas tribus belicosas de las riberas del Sulasquilla en el hoy distrito de Arboledas. Respetado de sus vecinos por su riqueza, su valor personal y la extensión de sus dominios, se habría grangeado la estimación y cariño de las tribus por su carácter benévolo, no obstante la severidad que desplegó en alguna ocasión en defensa de sus intereses.
En su juventud peleó al lado de su padre en la guerra que éste tuvo necesidad de declarar a la tribu de los Guanes, la cual terminó pronto, satisfactoriamente por el matrimonio que el joven Cínera contrajo con una de las hijas del jefe de aquella famosa parcialidad.
Largos años después nació de este matrimonio la célebre Zulia, la figura más extraordinaria de que haya noticia en la historia de los indios en la época de la conquista. Fue tan corta su existencia, tan rápido su paso por la tierra, que sus hazañas las verificó en un espacio no mayor de dos años; sin embargo, los resplandores que dejó perduran aún y vivirán mientras haya espíritus nobles que rindan culto a la belleza, al valor y la desgracia.
El tránsito de Alfinger y Martín García por estas comarcas en 1532, dejó huellas indelebles que la Historia recuerda con horror; robos, matanzas sin piedad, violencias de toda especie, aterroziaron de tal manera a los Chitareros y Bocalemas, a los Cúcutas y Ciñeras que quince años después, al haber noticias vagas de que existían fuerzas españolas por los lados de Ocaña, trataron de confederarse para resistir al feroz enemigo.
Fijaron sus ojos en el anciano Cínera en quien pusieron todas sus esperanzas por su poderosa influencia y los recursos de que disponía, y al efecto le enviaron sendas diputaciones que arreglaron con él los términos de la defensa; pero conociendo el astuto indio la dificultad de vencer a los invasores a causa del pavoroso armamento que traían, pensó igualar las ventajas, por lo menos oponiéndoles un número crecido de soldados fuertes y aguerridos. Aceptó las proposiciones de sus vecinos y resolvió enviar una embajada a sus aliados y parientes, los invictos Guanes, para que estuvieran listos al combate cuando fuera preciso. Nadie mejor que su bella hija Zulia, de aquella valiente raza, para el desempeño de tan importante comisión: así lo dispuso y ella fue la embajadora.
La tradición se ha complacido en adornar la interesante figura de Zulia con todos los atractivos de una belleza extraordinaria. Se dice que su sola presencia cautivaba los corazones; que la dulzura de su fisonomía y la suavidad de sus modales contrarrestaban notablemente con el espíritu esforzado y varonil que la animaba, y que la decisiva influencia de su padre en toda esta región se debía a la clara inteligencia de la hermosa india y sus raras cualidades de justicia y benevolencia, extrañas sin duda en la época a que nos referimos. Y la tradición no ha mentido, porque las insignes proezas que acometió después así lo confirman.
Partió la india para el territorio de los Guanes acompañada de una pequeña corte de parientes y amigos que le formó su padre; y a su regreso, desempeñada que fue hábilmente su misión, se encontró con los indios Cáchiras, tribus de su padre, quienes en completa derrota y abogiados por el terror, le refirieron los horribles sucesos que en su casa y en su territorio habían ocurrido pocos días antes.
En efecto, en 1547 Diego de Montes con una expedición española de 150 hombres había caído de improviso sobre el indefenso Cínera destrozándolo completamente.
Enviado por el Maestro de Campo, Pedro Alonso de Rangel a fundar a Salazar, con el objeto de proteger la explotación de las minas de oro de San Pedro, supo la existencia de Cínera y su tribu, rica y numerosa, pero descuidada e inerme. Arrollar como el ciclón esos desgraciados fue la obra de un solo momento. Sobrecogidos los indios a la vista de hombres blancos con barbas, montados a caballo y manejando a discreción el rayo, el trueno y la muerte, no contestaba sino con alaridos de terror a la voz del bravo Cínera que despreciando las armas de los enemigos, opuso alguna resistencia; pero todo fue inútil; los indios que pudieron escapar de aquella matanza horrorosa se rindieron sin condiciones, y el infeliz Cacique pagó en el mismo acto con su vida el valor que había mostrado en el combate.
Las grandes riquezas de Cínera consistentes en oro, plata y piedras finas, y las mujeres de su casa y de la trifu, fueron repartidas por Montes entre sus ávidos soldados.
Zulia no podía dar crédito a la relación que los Cáchiras le hicieron de aquel terrible cataclismo. Despojose de sus reales atavíos para disfrazarse con el traje de uno de sus vasallos, y aprovechándose de las sombras de la noche pudo llegar a los límites de su residencia. Al ver a la luz de la luna el cadáver de su anciano padre, pendiente de las altas ramas de un caracoli, balanceado por el viento, un grito de agudo dolor se escapó de su pecho, lágrimas de indignación brotaron de sus ojos y un voto de odio y un juramento de venganza estremecieron su brioso corazón. Volvió, silenciosa pero resuelta a donde la esperaban los suyos; y en desarrollo del valiente plan que en breves momentos había concedido, envió un comisionado a cada una de las parcialidades de los Cúcutas, Chitareros, Bocalemas, Labatecas y Guanes, y ella se situó en el valle en que hoy está construida la ciudad de Pamplona, a esperar el resultado de sus proyectos.
Poco tiempo después, tenía a su derredor más de dos mil hombres, no sólo dispuestos a combatir, sirio electrizados con la presencia de Zulia, pues, como hemos dicho, la fama de su deslumbrante belleza, de su bondad y de su valor indomable se había extendido por toda esta región.
En cuanto al secreto de sus operaciones era inútil preverlo; la inminencia del peligro, el odio a los conquistadores por el número de sus iniquidades y las altas y sombrías montañas que dividían los campamentos de ambos bandos, evitaban con toda probidad el riesgo de una delación. Zulia dictó sus últimas disposiciones y se abrió la campaña.
Uno de los principales jefes que concurrieron a la expedición fue el gallardo Guaimaral, hijo adoptivo del indio Cúcuta. Se presentó con lucida hueste a la defensa de Zulia, y por su indiscutible valor, su arrogante postura y el entusiasmo que infundía en los suyos, fue proclamado jefe del ejército.
El anciano Cúcuta, cacique altamente respetado y querido de las tribus que habitaban y cultivaban los tres hermosos valles que hoy se llaman Táchira, Pamplonita y Zulia, puso a disposición de su muy querido hijo los mejores soldados de sus parciales y abundantes recursos.
Estas tribus eran pacíficas, pero cuando Martín García pasó para Venezuela, después de la muerte de Alfinger temió atacarlas, no sólo por el número sino por la respetabilidad de su jefe, lo cual dio cierta fama entre sus vecinos. Así fue que cuando Guaimaral llegó al campamento con su numerosa y bien equipada división, aclamáronlo con entusiasmo y recibió de la valiente Zulia señaladas muestras de estimación y simpatía.
En el plan que concertaron para atacar a los españoles en Arboledas, se convino en dividir la expedición en dos cuerpos: uno al mando personal de Zulia, compuesto de los Guanes, Labatecas y Cáchiras, que daría el asalto por el sur, esto es, por el camino de Cucutilla; y el otro, bajo la dirección de Guaimaral, obraría por el camino de Salazar, hacia el ntfrte. Este cuerpo estaba formado de los Bocalemas, Chitareros y Cúcutas y contaba de mil hombres.
Fijados como estaban el día y la hora del asalto, se efectuó con éxito asombroso. Las tropas indias pelearon con valor y disciplina, debido a la altísima confianza en los jefes, quienes en la movilización de los cuerpos y ejecución de su misión. Guaimaral, profundamente enamorado de Zulia desde que la vió por primera vez, demostró en el combate, con actos de increíble arrojo que tenía derecho a pretender la posesión de su divina hermosura; y Zulia, que correspondía dignamente tan noble pasión, se esmeró con su indomable valor y feroz energía en conservar el renombre que le había discernido la fama.
Diego de Montes estaba completamente descuidado. Las grandes riquezas que encontró en el campamento de Cínera y las bizarras indias que capturó, ocuparon tan preferentemente su atención, que no sospechó siquiera la venganza que le preparaban sus enemigos y no se cuidó de vigilarlos porque creyó aniquilados. Montes pago con su vida la sangre que meses antes había hecho derramar en Suslasquilla; y sus soldados, en vez de dueños, quedaron esclavos de los indios.
El caserío que el español había comenzado a fundar fue arrasado poi sus cimientos, los vencedores recuperaron sus mujeres y sus riquezas, y Zulia, triunfante y orgullosa, celebró ostentosamente su enlace con el brioso Guaimaral.
Formaron su campamento en un hermoso valle que riega el torrentoso Sulasquilla, en un punto equidistante de Salazar y Arboledas, que hoy lleva aún el nombre de la inmortal heroina.
Guaimaral era de origen guajiro. Hijo primogénito del famoso MARA, que tenía bajo su dominio todas las tribus que habitaban las poéticas orillas del lago de Coquivacos, hoy Maracaibo repugnaba a su carácter emprendedor y activo la apacible tranquilidad de los suyos y la vida muelle y perezosa que llevaba en sus posesiones, sin empresa alguna de importancia en que pudiera dar a conocer el alto temple de su alma.
Pidió y obtuvo permiso de su padre para explitar las inmensas montañas del sur del lago y los caudalosos ríos que en él desembocan; y provisto de una piragua que hizo construir según sus órdenes, se lanzó al centro de las azules aguas, ávido de libertad y aspirando con delicia el puro ambiente de aquella hermosísima región.
Navegando sin brújula y a merced del viento, dio con el delta del sereno Catatumbo, que remontó sin cuidado; y después de algunos días entró al brazo de aquel río, que hoy se llama Zulia, luego que hubo devuelto la piragua y tomado una canoa que le fue facilitada por la tribu salvaje que habitaba la montaña. Esta tribu le dio informes acerca del indio Cúcuta, de sus riquezas y de las bellezas de sus dominios; y sin tener en cuenta las grandes penalidades del viaje, Guaimaral continuó el suyo hacia el sur acompañado de dos de los cuatro esclavos que había traído consigo.
De este modo llegó a la presencia del cacique, quien lo recibió con agasajo. Encantando con las bellas condiciones del goagiro y satisfecho de su noble estirpe, le dio en matrimonio a su hija única, que murió pocos meses después.
Guaimaral quiso regresar a los suyos; pero retenido vivamente por Cúcuta y querido y respetado de las tribus, recibió de aquél el mando y dirección absoluta de sus dominios en calidad de hijo adoptivo. Dos años más tarde ocurrió la guerra y asalto a las fuerzas de Diego de Montes, que ya hemos relatado.
Entretejidos Guaimaral y Zulia en gozar de las delicias de su feliz unión y de la ferviente adhesión de las tribus, descuidaron la vigilancia de los enemigos. Apenas terminada la campaña, se retiraron gran parte de los Guanes y de los demás parciales que los habían acompañado, creyendo que el español no volvería jamás; de modo que al presentarse Diego Parada, dos años después, en los cerros de occidente, con trescientos soldados y sesenta caballos, Guaimaral no pudo organizar la defensa, y de acuerdo con Zulia determinaron retirarse hacia Pamplona y citar allí a todas las tribus aliadas, a las que oportunamente enviaron mensajeros.
Pero Diego Parada, que estaba enterado de la calidad de los jefes y tropa con quienes iba a combatir, no les dio tiempo sino que avanzó resueltamente en la persecución, sin embargo de las emboscadas que sufrió en las sombrías montañas de Cucutilla. Los indios se parapetaron en el valle de Pamplona, en el rincón del sur dejando libre la retirada hacia el páramo; en pocos momentos se le agregaron las parcialidades más vecinas y las disposiciones de Guaimaral y Zulia dieron para el combate, infundieron en el ejército la persecución del próximo triunfo. Diego Parada, confiado en su armamento y en el valor de sus vigorosos soldados, se presentó orgulloso ante el campamento indio, creyendo que se le rendiría incondicionalmente como de costumbre, pero a las primeras cargas que dio, infructuosas aunque enérgicas, comprendió que la resistencia era formidable.
Ya estaba pensando en abandonar la empresa, cuando divisó en las alturas del sur gente española, era Pedro de Urzua y Otún de Velasco, que con numeroso ejercito venía de Bogotá a conquistar estas regiones y fundar a Pamplona. Puestos de acuerdo rápidamente los tres jefes españoles atacaron a los indios po distintos puntos, invadiendo el campamento a sangre y fuego por las cimas de los tres cerros que los circuían.
El destrozo fue horrible. Zulia, en el paroxismo de la desesperación, hizo prodigios increíbles de valor. Montada en unos df los caballos que le había capturado a Diego de Montes, parecía una fiera encorralada, dispuesta a morir antes que rendirse. Más esforzado que nunca, Guaimaral secundó admirablemente el arrojo extraordinario de Zulia; pero viéndola exámine, acribillada a lanzasos, escapó sólo, a caballo también, y se refugió en los valles de Cúcuta. Agobiado por la tristeza y viendo la imposibilidad de resistir a los españoles, aconsejó a sus suegros se sometieran voluntariamente al enemigo para obtener algunas concesiones, y partió para Maracaibo, dando un lastimero adiós a la poética comarca donde había sido tan feliz. Pero al llegar a Encontrados, avergonzado de la derrota de Pamplona, temió la vista de su padre, y torciendo hacia el oriente, por tierra, llegó a las riveras del caudaloso Escalante.
Allí reunió las tribus indígenas que habitaban esas montañas y fundó un caserío que llamo Zulia, en recuerdo de su idolatrada esposa. Muerto su padre, el famoso Mara, ocurrió a tomar posesión del Cacicazgo como legítimo heredero; y para desahogar el dolor que llenaba su alma, puso el nombre de Zulia a todas las tierras de su dependencia.
Los historiadores españoles procuraron destruir hasta el recuerdo de la valerosa india pero no pudieron conseguirlo, pues transcurridos cuatrocientos años, Zulia se llama aún el caserío que fundó al casarse con Guaimaral; Zulia, el torrente que lo refrescaba con sus auras; Zulia, el sitio en Pamplona donde exhaló su último aliento; Zulia, uno de los tres hermosos y feraces valles cucuteños; Zulia, el río que feliz mancebo navegó, presa de horrible sufrimiento; San Carlos de Zulia, el puerto sobre el Escalante; y Zulia, en fin, el Estado Federal del gran lago de Venezuela, en memoria de la sublime heroina. Guaimaral también le dejó su nombre a la vega más frondosa y perfumada de Pamplonita; y si la historia ha esquivado escribir en sus columnas los nombres de nuestros héroes, la tradición, más justiciera, se ha encargado de legarlos a la posteridad, poetizados por el transcurso de los siglos.
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