Logo de Cucutanuestra
CONTACTO:

Correo:
cucutanuestra@gmail.com
Cucutanuestra.com
El Portal Web con todo sobre nuestra querida ciudad de Cúcuta.

LO QUE FUE EL TERREMOTO DE CÚCUTA.
Impresiones de Don Francisco Azuero M., quien era Alcalde de Cúcuta cuando ocurrió el terremoto de 1875.

LO QUE FUE EL TERREMOTO DE CÚCUTA

Don Francisco Azuero M. cuyo retrato exhortamos en esta página, y quien era Alcalde de Cúcuta cuando ocurrió el terremoto de 1875, condensa sus impresiones personales sobre ese acontecimiento tráfico sentido y doloroso. Don Francisco Azuero M. oriundo de Santander del Sur, fue un caballero unánimemente respetado y considerado por sus admirables prendas personales, sobresaliendo entre todas la proverbial rectitud de su integérrimo carácter y su acrisolada honradez. Dice así su relación el señor Azuero M.:

“A insinuación y con apoyo moral y pecuniario de la sociedad cucuteña, se había encargado de la Alcaldía previa renuncia de la Inspección de Instrucción Pública que desempeñaba yo en ese entonces, Departamento. Ignorante de lo que eran los movimientos sísmicos, puesto que en mi permanencia de seis años en Europa no había oido hablar, de ningún fenómeno de ese género. En la tarde del 16 de mayo de 1875, estando yo en la acera de la Casa Municipal, a las 5 y media, ocupado en hacer retirar de allí un bultico, sentí perfectamente un rápido temblor terrestre que mrfregocijó en vez de alarmarme. El 17 o el 18, (no recuerdo en cual de las dos fechas), otro movimiento más sensible que el anterior me hizo levantar del lecho a las 4 de la mañana. Hasta entonces no se notaban daños ningunos en los edificios. Una particularidad sucedió en esc momento del segundo movimiento en el Almacén del señor Andrés Berti Tancredo, un frasquito de perfume se salió de la vitrina y cayó al suelo sin daño alguno.

El 18 se iba a publicar por las calles el programa de las fiestas en preparación para el 20 de julio y días siguientes, y al efecto, en la tarde anterior, el impresor me consultó que fecha debía ponerse al documento, y yo le indiqué el día siguiente 18. Esto dio motivo para que en ciertos lugares a donde llegó el programa entraran en duda respecto a la enormidad de la desgracia.

Ese día 18, habiendo yo tomado almuerzo rápidamente, antes de las 11, por estar ausentes mis habituales compañeros, penetre a esa hora la botica del señor doctor Elias Estrada, padre de Manuel; me invitó a pasar adelante y a curiosear unos sombreros de paja que acababa de recibir de Antioquia. Estando en eso, sucedió el temblor mas fuerte que los anteriores, con cuyo motivo nos dirigimos hacia la calle.

La tranca de la puerta ya se había trabado, dificultando su manejo, a la vez que mi compañero, a la espalda, aguantaba con impaciencia poder salir, y allí sentimos otro temblor, probablemente más sensible que el anterior. Salimos, y en el alar, el tercero, ya violento, nos hi/.o caer de rodillas, el doctor a poco más de un metro adelante de mí, y antes de eso, habiendo volado mi sombrero, me inclinaba a recogerlo, cuando me apercibí de que el alar caía encima, y cambiando de posición salvé la vida, quedando el sombrero debajo de los escombros. Hincados así, la atmósfera se cubrió un instante con una capa de polvo amarillo, tan densa, que escasamente veía a mis compañeros por estar vestidos de negro.

Una ráfaga de viento que venía de Venezuela limpió la atmósfera y me convenció de que no estábamos bajo un techo casualmente acomodado que nos salvara la vida. Ni nosotros ni nadie se apercibió del enorme ruido que debió causar la caída a un tiempo, hasta sus cimientos, de toda una ciudad.

Restablecida la claridad, sacudimos nuestros vestidos íntegramente cubiertos de tierra amarilla, y tendimos la vista hacia el Norte; ya no vimos sino los meros árboles en los antiguos solares. El silencio era sepulcral. Es decir, en 15 segundos sucedieron los 3 temblores y la ciudad se convirtió en ruinas.

Nuestra salvación fue el resultado de que el edificio de la Botica, de pequeñas dimensiones era de reducida altura y por eso cayó a plomo a lo cual se agrega que quedamos en la calle que formaba costa de la Iglesia, con espacio libre para mayor tráfico. Por supuesto que si el edificio hubiera ocupado con sus escombros mayor extensión de la que ocupó habríamos perecido indudablemente; pues a nuestro lado quedó el cuerpo de una mujer de raza negra, inanimada y cubierta con escombros hasta el busto. Yo la retiré para salvarla del peso que la oprimía, y seguí sin rumbo fijo para la plaza, a distancia de 40 metros. Por la noche que pasé por aquel punto no hallé huella de esa víctima y quedé ignorante de la suerte que le hubiera tocado. El sirviente de la Botica no alcanzó a salir del local y allí pereció. Despejada la atmósfera, el doctor Estrada volvió la vista hacia sus ruinas y exclamo, ¡se acabó la Botica! En esc momento corrían por debajo de los escombros algunos líquidos medicinales, a la vez que el ambiente revelaba que allí existió tal establecimiento.

Mientras el Doctor recorría dos y media cuadras en solicitud de su casa de habitación, yo me situé en la solitaria plaza. De la familia Estrada no se salvaron sino un joven que estudiaba en Alemania y la interesante señorita Josefina (Pepita), que quedó bajo una solera con una pierna rota que más tarde en unión con el doctor que habitó varios años en esta ciudad en una casi central de bahareque y paja; ella se casó y él acabó sus días en Chinácota.

En un ángulo de la plaza presencié muy pronto la aparición, primero de un caballo ensillado sin jinete, en alarmante carrera sin atreverse a salir por ninguna esquina, y el cual había yo visto horas antes, quien no demoró en presentárseme en afanes por la actitud de su acémila y era el doctor José Rosario García, personaje de Villa del Rosario, de donde había venido. En ese momento ya estaban abolidos los saludos y las reverencias a los superiores. Las enemistades y todo mundo exigía servicios o informes seca y llanamente. Sin rumbo ninguno, como les sucedía a todos en aquel día, yo tomé una calle hacia el sur, y de repente el conocido expendedor de artefactos extranjeros, Eduardo Fortoul, me exigió a voz en cuello que le ayudara a sacar a su madre de debajo de los escombros, y preguntándome donde estaba mostró un promontorio de dos metro« de altura y ocho o diez de longitud.

De inmediato nos pusimos a remover los escombros y la sacamos agonizante y seguí mi incierta ruta y ver en que podía servir, Más adelante hallé la guarnición de 50 hombres de la Guardia Nacional que el Presidente de la República había dispuesto días antes, a insinuación del Jefe Departamental Doctor Eliseo Canal, que se estableciera por primera vez en la ciudad, desde mi posesión de la Alcaldía, con el fin de apoyarme en mis providencias. Ese personal estaba bajo los árboles del solar de lo que había sido cuartel.

En vía con algún compañero hacia el Sur para dejar atrás las ruinas, nos alertó el Sr. León Vargas Uribe quien venía del Puente San Rafael, con toalla de baño al hombro, diciéndortos: No sigan, porque la tierra se está agrietando, y al efecto nos mostraba ahí mismo a nuestra izquierda tres pirámides de 80 centímetros de altura, de purísima arena de apariencia de salvadera antigua y de una perfecta figura de un pan de azúcar quedaba sepultado.

Nos regresamos hacia el Poniente llenos de pavor y sobresalto, no sin ver cerquita a nosotros el cadáver de una mujer sobre un camino de cañabrava, al pie de un barranco, quizá sacrificada en su carrera originada por los temblores. Era la una de la tarde y como se presentó un fuerte aguacero apresuramos el paso en pos de un rancho de paja que hallamos repleto de gente, por lo cual hubimos de conformamos con el asilo en el alar y llueve que llueve.

Como desalojamos a los cerdos y cabras, la dueña nos advertía que no debíamos hostilizarlos porque al bajar a la población incurría en alguna pena al saberlo el señor Alcalde. (Tal era el terror que inspiraba la energía del Alcalde). Yo la tranquilicé sobre el particular y le dije que yo era el Alcalde cosa que no creyó y siguió insistiendo sobre la pena por tratar mal a los animales y además que tuviéramos temor a Dios con lo que estaban viendo y no dijeran mentiras.

Pasamos la tarde dando vueltas, viendo lástimas y cuando ya se oscurecía, el joven telegrafista, quien hubo de .ejecutar un prodigio* de agilidad, destreza e inteligencia para salvar la vida, me acompañaba con una cafcterita en una mano y en la otra una sombrilla. Con él emprendí salir hacia el Poniente en pos de algún punto ameno por su horizontalidad para pasar allí la noche.

Franqueamos la altura después de habernos encontrado con el joven Jesús Salas, Secretario del Jefe Departamental, de regreso de San Cayetano, y quien viéndome usando un sombrerito de caña que había recogido yo en un caño inmediato a una de las escuelas abandonado por algún educando, ^nc ofreció uno extranjero muy usado, que le acepte y me sirvió hasta el momento en que días después llegué a Chinácota y me procuré uno de paja. No hallamos lo que deseamos y nos detuvimos en una ladera en que había varios grupos de gente en cuclillas; ocupamos como asiento una pequeña piedra saliente, sin cerrar la sombrilla, porque una eterna llovizna no lo impedía.

Como la tierra se movía varias veces en una hora y eso durante muchas, en cada casa esas gentes imploraban a San Kmigio en alta voz, degenerando el fervor hasta que restableció el silencio más absoluto. No dormimos en toda la noche y al aclarar el día emprendimos regreso a (las ruinas) que así se llamaba ya lo que yo bauticé alguna vez “Perla del Norte” en acto especial, elogio que desde entonces en palabra favorita de todo cucutcño. Porque en realidad de verdad Cúcuta y sus gentes era una Perla muy apreciada.

En el cerro de la parte Sur de la ciudad junto a una laguna en pleno barrizal, hallamos sobre una manta a una señora Novoa, rota una pierna, que no alcanzamos a informarnos porque la habían dejado en semejante abandono.

Habiendo solicitado los servicios de un individuo para desenterrar mis baúles y extraer algunos valores de oro, noté que el hombre portaba arma y abrigaba la intención de apoderarse de aquello; apelé a pedir protección de parte de la fuerza pública, reduciendo prontamente a prisión al peligroso sujeto que era nada menos que “Piringo”. En los días siguientes algunas familias permanecían reunidas por grupos en campamentos improvisados, curando heridos y alimentándose insuficientemente. Era frecuente encontrarse en las vías públicas con damas tristemente trajeadas y calzadas con un botín de resorte y una chilena, con zapatos de hombre y una alpargata, y con los sombreros mas estrafalarios para cubrirse del candente sol. Humildemente pedían un favor, después de cumplirse el saludo cuya costumbre ya no era observada.

Considerando la inutilidad de mi presencia en las ruinas y habiendo recuperado mi muía que estuvo el 18 en préstamo al Jefe Departamental Dr. Vicente Durán M., a quien se le cayó en el momento de pasar el río Pamplonita en el punto de “Moros”, devolviéndose para arriba las aguas, como en efecto del primer temblor fuerte de ese día, emprendí viaje para el Socorro, pero fue en Chinácota, a la sazón ocupaba por él entonces Coronel Fortunato Bemal, quien se había declarado dictador, con su Secretario doctor Leonardo Canal, apoyado por parte de los presos de la Penitenciaria, me impidió mi viaje y me entregó a una pequeña escolta para regresar a “las ruinas” y aprendiera a todo individuo que figurara como asesino o saqueador. Cumplida la comisión en el curso del día siguiente, los citados jefes recibieron a su llegada los presos que les teníamos, que habían robado y saqueado a indefensos ciudadanos, y al momento se procedió, a colgar al más famoso de un elevado árbol para que confesara sus fechorías, y como tal resultado no se obtuvo, y comprobada su maldad, inmediatamente fue pasado por las armas y amenazados los demás para correr la misma suerte al día siguiente, amenaza que no se cumplió.

Ese reo era un maracaibero de color trigueño y bigotes engomados, muy recientemente radicado en Cúcuta, en donde ya había dado que hacer a las autoridades, se llamaba “Piringo” y se le atribuía haber saqueado las ruinas de don Joaquín Estrada y haberse negado a salvar a ese caballero tan querido y apreciado allí a pesar de sus ruegos lanzados desde la profundidad de los escombros que lo tenían oprimido.

Momentos después de la ejecución de “Piringo”, rehusé firmar la aprobación que se me presentó respecto al procedimiento del dictador Fortunato Bemal, que según la opinión general fue insinuado o impuesto por su hábil Secretario Doctor Leonardo Canal con fines políticos, a la vez que los pocos representantes de la raza negra que allí había manifestaron enérgicamente su desagrado. (En cuanto a la Ejecución de “Piringo” por sus fechorías).

A distancia vi, en el centro de las ruinas, el esqueleto de la casa de bahareque y teja que pertenecía al señor Francis- co Santos, pues se derrumbó y perdió solamente la teja y el barro, que rodaron íntegramente al suelo.

De la familia del lamentado señor Joaquín Estrada, quedó pequeño su hijo del mismo nombre, y cuya cuidandera pretendió bajarlo por la escalera del piso alto al almacén, en el mismo instante en que se desprendía la pesada escalera, yendo al suelo. Ocurrió a un mirador desde el cual pedía auxilio, cuando ese también se aisló del edificio y cayó en el solar de la manzana fronteriza, con ligeros daños corporales en distintas partes del cuerpo.

Años después el caballero sirvió en el almacén que tuviera en esta ciudad los señores Minios, quienes construyeron un edificio a prueba de terremotos, a imitación ele los que levantaron en el nuevo Cúcuta, y siguió igual ejemplo el acaudalado señor Simón Reyes.

Organizado el servicio de la Guardia Nacional, se rodearon las ruinas para impedir la entrada de ladrones aún en la noche, y yo pasaba los días sentado sobre las ruinas y arrumbe de vigas que reposaban cerca de los escombros de quien habitaba inmediato al puente San Rafael; y teniendo al lado un rimero de papel blanco expedía al lápiz pasaportes a quienes tenían intereses en las ruinas y cuya entrada se efectuaba a las 8 a.m., a las 4 pjn. en atención a que los médicos creían nocivo el ambiente de tamaño cementerio en todas las demás horas.

El doctor Foción Soto, tenía su almacén en la manzana de la Iglesia, y declaró que todo mundo podía apropiarse lo que extrajera de entre sus escombros. EF ejemplo y la generosidad a semejante libertad se generalizó con respecto a demás propiedades. De la Aduana, si- tuado en un costado de la plaza, aprovechamos muchos en cuanto ajbebidas y alimentos preparados o conservas. A falta de descorchadores las botellas de vino, se les daba un golpe en su extremo superior y de la misma manera, sin necesidad de copa, se vaciaba entre varios sedientos.

Del sur de Santander (parte oriental) Boyacá, se veían dirigirse a las ruinas, con empaques o con asnos aperados o saquear los escombros. Antes de establecerse la vigilancia, se veían en las horas más calurosas partes de los individuos buscadores, inclinados en las cuevas que hacían y de vez en cuando levantaban la cabeza para respirar y dejar el torrente de respiración. Un boyacense, Calasancio Villamizar, se dejó sorprender el primer día de vigilancia, y como no hiciera alto, en su carrera vertiginosa, cayó por un tiro certero y mortal, esa era la orden impartida contra el bandalaje y así se impuso la ley.

Quiero hacer constar que habiendo abandonado bajo tierra mis báules, y sin reclamo ninguno, el ciudadano que me sucedió en la Alcaldía después de haber cumplido con mi deber y ante renuncia presentada para tomarme un descanso, el ciudadano, señor Leopoldo Ramírez, me hizo llegar al Socorro mis báules. No eramos muy amigos que dijéramos, puesto que estabamos distanciados.

Debo manifestar que partí de Cúcuta en la más profunda nostalgia y con lágrimas que ennublaban mis ojos y salí sin despedirme de nadie, no tuve valor para hacerlo. Las demás poblaciones que sufrieron en distintas formas fueron en Colombia en un pueblito de Cúcuta, que hoy se lla- ma San Luis, San Cayetano (entonces Galindo), y en Venezuela, San Antonio, San Cristóbal, La Mulata, La Grita, Colón y Lobatera. Cuando en junio, pasé por Pamplona, encontré el servicio telegráfico instalado en un toldo en el centro de la Plaza. Ayudaba en el despacho un presidiario de consideración condenado por falsificación y endoso de una letra.

En Chopo con mis compañeros pasamos la noche en el local de la escuela de varones, a puerta abierta, tenía las paredes vencidas. De esa región saltó el efecto de los temblores a Simacota, cuya Iglesia sufrió gravemente, salvando así más de 40 leguas. En el Socorro los movimientos sísmicos fueron leves, debido a que la población está situada sobre una laja enteriza muy probablemente y declinada y no hay lugar que se mueva semejante mole de piedra indivisible. De varias poblaciones, aún distantes de la región desgraciada y castigada fueron durante días seguidos varios caballeros no a curiosear, sino a servir con dinero con ropas y víveres a ayudar a exhumar cadáveres y con cabalgaduras para la emigración. De ahí el caballeroso señor Raimundo Rodríguez, puso a disposición del Gobierno 200 muías para acarrear víveres, así como una apreciable suma de dinero en oro. Respecto a número de víctimas, nuestra escasez inveterada de estadísticas nos impide hacer un cómputo aproximado. Es exagerado el número de 5.000 que quizá era entonces el total de habitantes, y a lo sumo podría aceptarse como aproximado el 50°/o de esa cifra. Frente a la Botica Alemana quedó bajo escombros un buen número de muías cargadas con café. Allí trabajaba un joven Peñaranda y no fue posible hallar el cadáver. El Inspector de Instrucción Pública que me remplazó en febrero, pretendió salvarse en la esquina más cercana a su oficina, y llegado allí, regresó al local indudablemente a salvar algún objeto, y después del terremoto se le encontró el cadáver de pie, oprimido en parte por los escombros con los ojos tomados hacía el cielo y las manos juntas, y al lado sobre los terrones, un dólar en oro, quizá alguien lo había saqueado del bolsillo del chaleco y dejó escapar esa monedita.

El venerable francés Don Francisco Bousquet, cuyo almacén ocupaba la parte baja de su vetusta casa de enorme balcón, se escapó y tuvó un rato de prisión entre dos paredes, que en otro movimiento de la tierra se separaron y permitieron así que el caballero sobreviviera. Además había transcurrido poco más de una semana desde que silenciosamente inauguramos la parte construida del mercado cubierto, cuando la naturaleza y leyes físicas destruyó esa bella obra del esfuerzo humano.

Esta relación de lo que vi y supé como autoridad en tal memorable época adolece del defecto de omitir los nombres de algunas personas más, por causa de la frágil memoria de su cuasi octogenario autor, y que el lector habrá de disculpar, al propio tiempo que reconocer la más absoluta veracidad”.

Bucaramanga, enero de 1900.

cucutanuestra.com

cucutanuestra@gmail.com