Se acercaba el 18 de mayo de 1875 y el cielo seguía mostrándose sereno, vestido de esos encajes inimitables que admiran propios y extraños; el movimiento comercial daba animación a la vida social y hacía mayor cada día el medio circulante; la prosperidad se advertía en las comodidades que se proporcionaban los habitantes en sus diversas clases y hasta en los semblantes risueños de los hijos de la antigua ciudad; en consideración a todo ello, el Concejo Municipal acordó celebrar el día de la patria, el 20 de julio, con regocijos públicos enumerados en un vistoso programa que debía ser ruidosamente distribuido el domingo 23 del referido mes de mayo. La omnipotencia divina dejó que la naturaleza, obrando en virtud de las leyes físicas, sirviese a sus justos e inescrutables designios.
El domingo 16, ante víspera del inolvidable cataclismo, se sintió a las 5 de la tarde un fuerte temblor que agrietó las paredes en algunas de las casas centrales; el lunes volvió a temblar por la mañana y por la tarde, por lo que el temor a algo desconocido empezó a generalizarse; el martes 18 se oían desde las primeras horas de la mañana, con intermitencia más o menos cortas, sordos ruidos subterráneos, cual grandes masas se desgarrasen del seno de la tierra.
Mucho hacía que las nubes negaban las lluvias a toda región, y por causa de ese largo verano habían desaparecido las aguas de varias quebradas y las termales de Ureña en Venezuela. El general don Domingo Días, que había sido víctima del terremoto de Cumaná, pudo observar que las aves no se posaban, y tal observación le hizo colegir que amenazaba un terremoto o fuertes temblores, temor que dio a conocer a varias personas y que le hizo levantar una tolda en el patio interior de su casa para dormir bajo ella la familia toda.
Días atrás, una mujercita, a la que se juzgó loca, predecía un cataclismo, y es sabido con toda evidencia que vino a Pamplona a consultar el caso que le ocurría con el venerable presbítero doctor Antonio María Colmenares, quien por dos veces nos ratificó la exactitud de esa versión. Hubo otro caso muy raro también: existía en uno de los campos que median entre el Rosario y San Antonio del Táchira, en el camino que une las dos poblaciones, un ciego bien conocido en las dos localidades mencionadas, llamado Dositeo López, quien algunos días antes del terremoto decía a su familia: “me huele a Lobatera; si quieren salvarse duerman en el cocal”. En ese cocal se refugió el ciego, y allí se salvó. Había sido de los testigos del terremoto que destruyó a Lobatera en el año 1849.
Para pintar el horrible suceso menester sería genio o habilidad descriptiva, pluma delicadísima. La fuerza plutónica de la tierra sacudía la costra terrestre durante todo el día - 18 de mayo y en muchos de los que le siguieron a aquel luctuoso acontecimiento- en modo increíble y en un radio de muchas leguas; viose a las cordilleras que circundan los valles de Cúcuta bambolear, y la tierra, que emulaba a las ondas de las aguas del mar, se abría en grietas espantosas que tenían una misma dirección de oriente a occidente.
A las 11 y cuarto de la mañana del día 18, a la hora en que la generalidad de los habitantes almorzaba, sintióse un ruido subterráneo, ronco y prolongado, cual si proveniese del desprendimiento de grandes moles del interior de la tierra, y a él sucedió el primer sacudimiento de trepidación y en seguida otro y otros muchos más, de trepidación unos y de oscilación otros, que destruyeron totalmente la ciudad en cortísimo número de minutos. Corrimos instintivamente hacia la calle y nos situamos en el centro de las cuatro esquinas cercanas a nuestra casa, y desde ese punto vimos caer los edificios de una calle, en la que quedaba en pie la botica Alemana, como caen las cartas de naipe superpuestas y en sucesión continua, espantosa, pues unos edificios caían hacia fuera cubriendo las calles, y otros hacia el interior, formando todo montones enormes de escombros; produciéndose ruido horrible con el derrumbe de las paredes junto con el crujir de las maderas y los gritos de clamor y de espanto de millares de víctimas.
Una nube espesísima de polvo envolvió a los sobrevivientes, entrándosenos por la boca y narices hasta dificultar la respiración; y habríamos perecido indefectiblemente por asfixia cuantos sobrevivíamos, si un viento impetuoso no hubiera arrastrado aquella nube que pasó por sobre los caseríos que quedaban al occidente de Cúcuta y que por el volumen pregonaba porvenir de un suceso desconocido. Despejado el horizonte, pudimos darnos cuenta de la magnitud del acontecimiento: !qué horror! ni un solo edificio, ni siquiera una pared en pie se percibía en la extensión abarcada por la vista; a los oídos llegaban en confuso clamor los aves de los heridos, los gritos de cuantos sobrevivían, !que impetraban misericordia! Un momento después, perdidas las nociones de distancia y tiempo, vimos salir de entre ruinas a algunos de los que eran nuestros vecinos, sin poder reconocernos recíprocamente, pues el polvo que nos cubría y la expresión de terror nos desfiguraban; !nos creíamos mutuamente muertos que surgían de sus tumbas! La idea de ver llegado al fin del mundo dominaba los espíritus, y a tal idea contribuían el terrible cuadro que ofrecía la perspectiva y la manifestación de la aterradora fuerza de la omnipotencia divina.
Y para aumentar lo sombrío de aquel espectáculo pavoroso, apenas destruida la ciudad, algunos seres desalmados se entregaron al pillaje y descerrajando las cajas de hierro en que guardaban el dinero sus poseedores, producían un ruido infernal e incitaban al robo a cuanto veían los caudales de que se adueñaban. Aquel bochornoso pillaje duró por algunos días, hasta que una nueva fuerza, comandada por los generales Fortunato Bernal y Leonardo Canal, se presentó en el puente San Rafael, donde acampó, después de convencidos aquellos jefes de la necesidad suprema de acabar con el bandidaje para poder restablecer la normalidad y asegurar con ésta la existencia de millares de personas, aprehendieron a siete ladrones, y sometido el más responsable de los presos, bien conocido en la localidad y llamado Piringo, a consejo de guerra verbal, fue condenado a muerte y pasado por las armas en el mismo día, a las cuatro y media de la tarde. Con esa dolorosa medida cesó el bandidaje y se aumentó en una más la cifra aterradora de las víctimas del terremoto...
Sobre el desolado campo que había ocupado la antigua y bella ciudad de Cúcuta, quedaban los despojos mortales de más de tres mil víctimas, la cruz de un ajusticiado y la muestra del reloj público que señalaba imperturbable la hora siniestra de las once y cuarto de la mañana.
JULIO PÉREZ PERRERO
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