Ciento veinte años sin doblegarse
JAIRO CELY NIÑO, profesor de la Facultad de Ingeniería de la UFPS.
Hoy está cumpliendo 120 años de existencia el semanario El Espectador, fundado en Medellín el martes 22 de marzo de 1887 por don Fidel Cano Gutiérrez quien, entre otros roles, fue rector de la Universidad de Antioquia.
Comenzó con dos ediciones a la semana —la del día martes y la del día viernes—, tenía cuatro páginas la edición, y valía dos centavos y medio el ejemplar. Con el tiempo se trasladaría a Bogotá, circulando diariamente como vespertino, y después se convertiría en diario de la mañana.
Yo conocí el diario desde muy niño, en razón de que, fortuitamente, un día cayó en mis manos el suplemento dominical de Las Aventuras, llamadas «comiquitas» en el lenguaje de hoy.
Mi padre, tal vez por ser un «pión» de los gringos en las selvas de El Catatumbo, lo único que leía era un periódico comunista, Voz Proletaria, proscrito por el clero de misa y olla —y excusen el pleonasmo—, que se lo compraba a un tipo que lo camuflaba entre ejemplares de El Catolicismo, que era el periódico oficial del clero de misa y olla.
Como las aventuras de Tarzán, las de Mandrake, el mago, las de Roldán, el temerario y las de El Fantasma continuaban «el domingo próximo» y en casa sólo habría Voz Proletaria para leer, acordé con mi hermano que, para comprar cada domingo El Espectador, él y yo ahorraríamos cada día diez de los veinte centavos que mi mamá nos daba a cada uno para los dos recreos, y con los cuales (con los 20 «céntimos») se podían comprar unas cuatro «pipas» («confites», decían los de la «jaig») cuyo color era marrón oscuro porque se fabricaban de la panela derretida en agua y hervida como para hacer melcochas, y que no venían envueltas «individualmente» sino embutidas en una bolsa que ya no recuerdo si era de papel o plástico.
Entonces, ya no sólo me gustaron Las Aventuras sino también las páginas deportivas, a sabiendas de que, por ser el doblemente glorioso Cúcuta Deportivo un equipo profesional de fútbol de «la provincia», era cuasi imposible que publicara una foto de Omar Totogol Verdún anotando un gol, o una de Heriberto el Virrey Solís atajando una pena máxima.
Después, siendo adolescente, me interesé además por las columnas de la página editorial y, como alguna vez me dio por comprar El Tiempo, más me gustó El Espectador. Pues, mientras a El Tiempo lo encontré lisonjero con el Gobierno y con los voraces dueños del capital, El Espectador me pareció ecuánime —que no un diario contestatario—, en cuanto que al pan lo llamaba «pan» y al vino lo llamaba «vino».
(Y si lo encontré «gobiernero» y «poderosero» hace 40 años, ¿se imaginan cómo encuentro a El Tiempo hoy, cuando el hijo bobo de la «Casa Editorial El Tiempo» es el vicepresidente de la República y el hijo vivo es el ministro de la Defensa?)
Así que por no utilizar con los poderosos de cualquier pelambre el lenguaje de la lisonja —como, palabras menos, palabras más, escribió don Fidel Cano en un párrafo del Editorial de hoy hace 120 años, exactamente—, El Espectador ha padecido cierres y su fundador padeció prisión; sus lectores de hace un siglo fueron excomulgados por un arzobispo de Medellín; el mangoneante de un súper poderoso grupo del voraz sector financiero le quitó la pauta publicitaria para «asesinarlo» financieramente por denunciarle el raponazo contra sus clientes; uno de sus directores, don Guillermo Cano, fue asesinado por sicarios del narcotráfico, del cual denunció su negocio ilícito y su siniestra alianza con el «notablato» que nos gobierna o nos explota; a sus instalaciones casi las vuelve ripio la explosión del carro-bomba que le puso el narcotráfico porque no se silenció tras el asesinato del director… y pare de contar tragedias, padecidas por no llamar a los actos malos y a los actos buenos con el mismo nombre, como en otro párrafo del mencionado editorial escribió don Fidel Cano que El Espectador no haría.
Pero el carro-bomba dejó «herido de muerte» financieramente a El Espectador. De paliativo, apenas, sirvió el millón de dólares que le recaudaron algunos grandes diarios del «primer mundo». Entonces «acudió en su auxilio» un «gran cacao»: don Julio Mario Santodomingo. Pero las dificultades económicas eran espeluznantes, y llegó el día en que el diario quedó contra la pared: o se cerraba… o se cerraba. No obstante, la familia Cano, haciendo un enorme esfuerzo, optó por convertir el diario en semanario, para que no desapareciera la centenaria empresa que don Fidel Cano Gutiérrez había fundado como un pulmón para que respirara el Partido Liberal tras su derrota en la «Batalla de la Humareda», cuyos vencedores, lo más recalcitrante de la godarria, implantarían una hegemonía político-clerical que duraría no menos de 40 años. Y cuando don Julio Mario Santodomingo pidió el reembolso del cuantioso préstamo, la familia Cano debió entregarle en pago El Espectador.
No obstante, y es necesario reconocerlo, don Julio Mario ha sabido guardar distancia en relación con la idiosincrasia editorial que le imprimiera el fundador. A tal punto, que desde hace como un par de años le encomendó la dirección a un bisnieto del fundador, que lleva sus mismos apellido y nombre.
(En una de las caricaturas del maestro Osuna en la edición del domingo recién pasado, titulada Fidelidad, don Fidel Cano Correa le pregunta a don Fidel Cano Gutiérrez: «Bisabuelo, ¿cómo conduzco?», parodiando el texto de una calcomanía que tienen los carros de servicio público.)
Y ha sido tal la prestancia de El Espectador, que no sólo fue catalogado como uno de los diez mejores diarios a nivel mundial, sino que hace unos pocos años la UNESCO creó un Premio a la Libertad de Prensa denominado: Guillermo Cano.
De modo que, con ocasión de cumplir sus primeros 120 años de existencia, exteriorizo mi anhelo de ver pronto a El Espectador reconvertido en diario, pues demasiada falta hace ante el monopolio informativo y el unanimismo pro «gobiernero» que promueve el diario El Tiempo.
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Un médico luminotécnico
RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.
En el artículo Un asesinato sacrílego y espantoso dije que, a mediados del siglo XIX, Bogotá era una ciudad cuya única iluminación nocturna era la de la luna en sus noches de esplendor (que casi nunca hay) y algunos faroles que llevaban los sirvientes para alumbrar el camino de sus amos. La ciudad era el reino de las tinieblas desde el toque de ánimas (6:00 p.m.) hasta el amanecer.
Por esa época, los bogotanos “cultos” sabían que las calles y plazas principales de Londres contaban con un sofisticado sistema de alumbrado nocturno a gas, por lo que se pensó en dotar a Bogotá de un sistema de alumbrado similar.
Se presentaron dos posiciones irreconciliables: la librecambista, que predicaba la apertura al intercambio de toda índole con los extranjeros; y la proteccionista, que era draconiana, nacionalista, intransigente y beligerante contra todo lo extranjero, aun lo concerniente a la ciencia y la tecnología. Esta última posición era la de los artesanos, que veían en lo extranjero amenazas de ruina y de miseria.
Como no había una adecuada tecnología nativa, los librecambistas propusieron contratar extranjeros para dotar de esa luz a Bogotá. Entonces “se armó el peo”, como se dice, porque los artesanos se opusieron rotundamente alegando que no sólo se les iba a quitar el trabajo a los nativos, sino que se rechazaba de tajo la ciencia propia que, según ellos, estaba sobrada para hacerlo mejor que los advenedizos extranjeros.
Apareció entonces el doctor Antonio Vargas Ramírez, que tenía prestigio como médico pero que en el fondo era un chovinista como los artesanos, quien manifestó que, después de concienzudos experimentos de laboratorio, estaba en capacidad de despejar con gas y para siempre las tinieblas bogotanas. El doctor Vargas convenció a las autoridades e invitó a Raimundo y todo el mundo para que el 7 de marzo de 1852, en la Plaza de Bolívar, fueran testigos de su logro científico.
Llegó el “gran día” y el doctor, ayudado por varios empleados, armó un tablado en donde puso todos los elementos de laboratorio indispensables para su demostración de que la ciencia neogranadina estaba a la altura de la de las potencias. Había toneles, canecas, anafres, retortas, probetas, matraces, frascos, botellas y potes de todos los tamaños. Cuando todo estuvo listo, pidió silencio a la muchedumbre que lo ovacionaba para anunciar, parafraseando a la Biblia, que, cuando dijera ¡Hágase la luz!, ocurriría el milagro científico de que el gas haría que los reverberos alumbraran.
A poco de estar jalándole a la vaina, su cara palideció y se puso grave. De inmediato, en vez de la ansiada luz comenzó a salir un humo negro, espeso y hediondo hasta lo insoportable. Todos empezaron a toser, a estornudar, a lagrimear y a sentir una fastidiosa rasquiña en las partes nobles y en la que, por no ser “noble”, quedó atrás; y para colmo de males, a todos les cogió una pedorrea incontrolable. El doctor Vargas solicitaba paz, cordura y orden, pero en esa tremenda pelotera nadie lo escuchaba. Él hacía todo lo posible para que cesaran esos olores nauseabundos, pero nada que podía.
La Plaza de Bolívar se había convertido en un círculo infernal de olores fétidos y ponzoñosos. El insigne inventor pedía una segunda oportunidad, pero la turba decidió lincharlo por el engaño, por lo que huyó despavorido. Vejado y calumniado por quienes poco antes lo aclamaban, se refugió en su consultorio por varios meses, en donde vio menguada su antes buena clientela, por haber fracasado como científico luminotécnico.
Por la magnitud oprobiosa del fracaso que les hirió el orgullo, los draconianos buscaron la revancha. Apareció entonces otro bogotano llamado Juan de Dios Tavera, quien hizo una propuesta similar al municipio y firmó un contrato para darle ahora sí luz a Bogotá, aduciendo que el desastre anterior le había dejado lecciones para que su experimento llegara a feliz término y que a él ningún extranjero podría superarlo. Invitó a las autoridades y al pueblo a la Plaza de Bolívar para ver que ahora sí sería efectivo el ¡Hágase la luz!
El experimento se inició casi con la misma parafernalia del anterior. Pero, a poco de iniciado, el ambiente de la plaza se tornó luctuoso: otra vez gases malolientes que semejaban una inmensa reunión de pedorros y nada que la luz aparecía. Abatido, el señor Tavera se retiró como perro con el rabo entre las piernas. Y decepcionados y afectados, los asistentes se fueron cabizbajos y despacio, para poder mantener apretados los esfínteres.
Ante esos dos fracasos, los librecambistas supusieron que los draconianos reconocerían su estupidez y cederían a que se recurriera a extranjeros, por lo que presentaron un proyecto de franceses quienes, como garantía de eficacia y seriedad, pedían de anticipo sólo un tercio del costo del proyecto y, sólo si se llegaba a un feliz término, cobrarían la diferencia.
No obstante, el proyecto naufragó porque los draconianos plantearon que vaya y venga que fracasen los nativos. Pero: ¿por qué tenían que arriesgar una fortuna con unos extranjeros, si también corrían el riesgo de fracasar? “O pagan todo —dijeron—, comenzando por sus viajes, bitutes y hospedajes, y les reembolsamos todo si efectivamente le ponen luz a Bogotá… o que no asomen ni el culo por aquí”.
Y no lo asomaron, por lo que a Bogotá le tocó esperar varias décadas más para salir de las tinieblas intelectuales y nocturnas. Lógicamente, esa no fue la única vez en que un proyecto se frustró por el prurito nacionalista de no venderle el alma colombiana a las potencias.
Porque el nacionalismo es bueno, claro. Pero, igual que con el culantro, que no sea tanto.
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FUENTE: El libro Sucedió en la calle, de Alfredo Iriarte. Intermedio, 2005.
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«A veces llegan cartas…»
A la computadora de la Asociación de Profesores de la Universidad Francisco de Paula Santander entró en «emilio» antier (técnicamente denominado: e-mail), de alguien que no se identifica con nombre propio sino con la dirección electrónica irak_libre@hotmail.com. Cuando la secretaria de la Asociación pesquisó la identidad de su remitente, la computadora le reportó: jerez usturiz.
El «emilio» está dirigido al director de Occidente Universitario, y en él el autor se queja por lo que, palabras menos, palabras más, considera una chambonada: el manejo que una periodista de La Opinión hizo de la entrevista de una página a don Alfredo Díaz Calderón, publicada en la edición del pasado sábado, un día después del lanzamiento del libro de don Alfredo: El Deporte Cucuteño desde 1900 hasta el 2000.
Una de sus arrecheras es por el título “Fui un chacho”, pues, al encomillarlo —dice el remitente—, pone «chacho» en boca de don Alfredo, cuando quienes lo conocen saben que por su proverbial modestia él jamás se daría esas ínfulas.
En síntesis, el remitente considera que el texto elaborado por la reportera constituye un irrespeto contra don Alfredo y un menosprecio contra su libro, el cual —agrega— debió ser el protagonista de la entrevista, pues una gloria deportiva como don Alfredo Díaz Calderón es prácticamente conocida por «Raimundo y todo el mundo». n
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N O T A S :
Cualquier nota que no tenga explícitamente autor, debe ser
atribuida exclusivamente al director de Occidente Universitario.
Por limitaciones pecuniarias, las ediciones «en papel» de
Occidente Universitario, que se difunden completamente
gratis, es de 40 ejemplares, en promedio.
La edición Nº 77 de Occidente Universitario queda
prevista para el viernes 13 de abril del 2007.
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cucutanuestra@gmail.com