A MODO DE «EDITORIAL (O ALGO ASÍ)».
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Cinco «añitos»
Occidente Universitario «vio la luz» hoy hace cinco años, por la noche. Y como todo es relativo, que eso tenga alguna o ninguna relevancia depende, como dice una frase de cajón, del cristal con que se mire.
Porque si 20 años son nada, como dice un viejo tango, entonces cinco años no tienen alguna trascendencia. Y peor, si se los compara con los 4.500 millones de años —millones más, millones menos— que a la Tierra le han calculado los científicos.
Pero el que una publicación universitaria informal cumpla cinco años y «corone» su septuagésima edición sí tiene alguna pequeña relevancia, si se tiene en cuenta que este campus ha sido camposanto de muchas iniciativas editoriales en formato de revista que, en el mejor de los casos, no han ido más allá de la séptima —o acaso décima— edición.
Por ejemplo: Biófila, revista de la Facultad de Ciencias Agrarias y del Ambiente, sólo «vio» dos ediciones; e Ingenio, revista de la Facultad de Ingeniería, sólo tuvo una.
Porque hay sus honrosas excepciones. Por ejemplo: Oriente Universitario, que es el periódico oficial de Rectoría, debe tener cien ediciones, por lo menos, como quiera que nació a mediados de los años ochenta del pasado siglo XX; y Temas, un «Boletín Informativo de la Asociación de Profesores», vivió hasta su vigésima edición.
Y si se expuso que Oriente Universitario «debe tener cien ediciones, por lo menos», es porque, teniendo estatus de periódico, tiene una periodicidad irregular —y por épocas, bastante irregular— y no ha faltado algún rector que ha incurrido con él en «adanismo»: lo ha reenumerado desde 1, como si con él —con tal rector— comenzara un mundo nuevo, lo cual fuerza la pregunta de: exactamente, ¿cuántas ediciones ha tenido?
En todo caso, las publicaciones Universitarias distintas de Occidente Universitario han tenido un carácter de «oficiales», o de voceras de algún gremio o de alguna instancia directiva, y su producción fue o es financiada: en unos casos con recursos oficiales y en otros, con privados, mediante la modalidad de vender publicidad.
Tal vez la supervivencia de Occidente se deba a que no cuenta con apoyo financiero de ninguna instancia del Gobierno ni le vende publicidad a ninguna persona jurídica privada, pues sólo se financia con lo poco o con lo escaso que su director pueda destinar para pagar sus fotocopias, o con lo que para ello le obsequie algún mecenas. Por eso es tan reducido su tiraje, y por eso, a diferencia de las otras mencionadas, su reproducción no la hace una «imprenta» sino alguna fotocopiadora del entorno.
Y como es una publicación informal y no oficial, pues es inevitable que alguien se incomode por lo que en ella se cuestiona. Que si se mira por el lado más amable, no es criticar por criticar, sino advertir que algo no está tan bien o que puede (y debe) mejorarse.
Porque, incluso, Occidente ha hecho causa común con el rector cuando, como en el recién pasado año, la Universidad fue invadida por los bárbaros que el alcalde Ramiro Suárez Corzo envió para derribar su malla y muro norte y robarle un poco más de media hectárea. Evento que, por cierto, no tuvo el rechazo escrito y vehemente de las demás universidades con sede en la ciudad, como si sus cuerpos directivos le tuvieran terror al alcalde satrapoide, o como si hubieran disfrutado e in pectore aplaudido el ultraje y el saqueo de las hordas de aquel filibustero.
Pero, aunque cinco años sean nada y haya quienes lo lean y se arrechen, Occidente Universitario ha dado origen a tres libros, a la fecha. Dos, editados por la Universidad Francisco de Paula Santander: La vida a jirones, de Ricardo García Ramírez, editado en agosto del año antepasado; y Quadriga, escrito «a ocho manos» por los profesores jubilados Ricardo García Ramírez, Virgilio Durán Martínez (que en paz descanse), Guillermo Carrillo y Carlos Africano, cuya «presentación en sociedad» estaba prevista para hoy, pero que, por traumatismos burocráticos (que por sentido común eran de temer), quedó aplazada. ¿Para cuando? (Les dijeron a los tres sobrevivientes que, de pronto, para la próxima semana.)
El otro libro es El deporte cucuteño desde 1900 hasta el 2000, escrito por entregas para Occidente Universitario por don Alfredo Díaz Calderón y editado por una fundación, cuyo lanzamiento está previsto para este agonizante mes de octubre. (Porque estuvo previsto para el año antepasado.)
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Un asesinato sacrílego y espantoso
RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.
Esta es la historia de un clérigo asesinado salvajemente por, entre otros, la indígena que le servía en su lujosa casa de Bogotá. Sucedió por 1876 en la llamada Calle del Arco, que hoy sería la calle 16 entre carreras 7 y 8 de Bogotá, y que tenía una fisonomía insólita y notable.
Pero la “modernizaron”, así como han derruido tantas reliquias arquitectónicas en Bogotá y en otras partes de Colombia. Pues, mientras en otras latitudes se conservan las joyas arquitectónicas, por aquí las “modernizamos” destruyendo estúpidamente nuestra historia e identidad, cifradas en la arquitectura colonial y republicana.
A la Calle del Arco le decían la Calle del Ciprés, porque unas manos anónimas le sembró uno. Por esa época las calles de Bogotá eran oscuras y tenebrosas, pues su única luz era la de la luna, si las nubes la dejaban aparecer, o la de los faroles con que los criados le alumbraban a sus amos “el caminado”.
Esa oscuridad jamás preocupó al presbítero Francisco Tomás Barreto, párroco de Machetá, quien había adquirido una casa inmensa y elegante en la Calle del Ciprés, a la cual escasamente disfrutó dos años. Ejercía su ministerio sacerdotal acompañado de un joven mestizo, como monaguillo.
El padre Barreto tenía fama de ser hombre rico por las tierras y el ganado que poseía. Y los lenguaraces decían que tenía unos enormes baúles en donde atesoraba miles de morrocotas de oro, incontables doblones y ducados de plata de la mejor ley, lo mismo que innumerables piedras preciosas de todas las clases conocidas en ese entonces. Todos esos chismes dieron pábulo a la codicia de unos facinerosos, que no tardaron en planear la muerte del sacerdote.
Los gestores de ese sacrílego homicidio fueron: un coronel de muy malos antecedentes que, según decían, era especialista en matar curas y se llamaba Manuel Almeida; un tipo llamado Pioquinto Camacho; un zapatero negro y caraqueño llamado Manuel Vega; la indígena Dolores Pinto, sirvienta del sacerdote; y un esclavo del coronel Almeida, llamado José Amaranto.
Cuando tocaron el portón del clérigo, éste estaba cenando. “Ve a ver quién es”, le dijo a Dolores Pinto. Una vez abrió, entró una caterva desaforada de vándalos, como los godos y los visigodos, que corrieron energúmenos hacia el comedor. Los clericidas se abalanzaron sobre el cura y, como se dice, “lo cosieron a puñaladas”. Entre los más desaforados criminales, La Pinto fue la que más se ensañó con el sacerdote.
Cuentan que los facinerosos no sólo llevaban puñales sino formones, ganzúas y otros elementos para abrir los baúles de los tesoros. Pero los asesinos no se dieron cuenta de que cerca de la casa del cura había un cuartel de húsares, que llegaron pronto ante un aviso sobre el abrupto ingreso.
Los asesinos, al notar que venían los húsares, huyeron por los tejados sin un doblón o morrocota y con las manos teñidas de sangre clerical. Pronto fueron aprehendidos y excomulgados. En el juicio se los halló culpables y fueron condenados a muerte, excepto Dolores Pinto, porque dijo estar preñada.
El arzobispo de Bogotá les levantó la excomunión para que, si antes de la ejecución mostraban arrepentimiento, no se fueran para el infierno sino a una temporada larga en el purgatorio. (Claro que, según los dos últimos papas, no existen el infierno ni el purgatorio).
Al coronel Almeida lo fusilaron. El zapatero caraqueño Vega fue ahorcado junto con Camacho y Amaranto. Todos los espectadores estaban borrachos en la plaza del ajusticiamiento. Ebrios, se abalanzaron para saquear las ventas de morcillas, tamales, chicharrones y papas saladas. Los cadáveres fueron arrastrados en cueros por briosos corceles.
Cuando la chusma alicorada y enardecida por el reguero de sangre cesaron el bailoteo, arremetieron contra los negocios de chicha, mondongo y chinchurrias, hasta perder el juicio.
Dicen que la justicia contrató a unos matarifes profesionales de las más afamadas carnicerías de la ciudad para que después del arrastramiento descuartizaran a los reos, tras lo cual las cabezas fueron puestas al escarnio público, los brazos fueron colocados en forma de cruz en la puerta de la casa del desgraciado clérigo y el resto fue dejado para que los chulos lo devoraran.
¿Y qué pasó con la Dolores, que no fue ajusticiada por estar preñada? Se les pidió opinión a tres médicos no tan afamados de la ciudad, entre los cuales no hubo acuerdo. Uno le tocó el estómago y dictaminó que no estaba embarazada. Otro le aplicó el oído al estómago a ver si percibía algún ruido o movimiento delator, y se mostró dudoso. El tercero conceptuó que sí se hallaba preñada, y que por lo tanto era necesario esperar a que pariese y hacerle un nuevo juicio.
Ante esta incertidumbre que no los dejaba aplicar justicia, un rudo capitán, llamado Gumersindo Somondoco, quiso saldar el problema rápido e hizo sujetar a Dolores por dos rudos obreros, y luego le dio dos patadones en el buche, sentenciando: “Si no malpare (aborta) y vota el chino en media hora, es porque tiene la pipa vacía y podremos ahorcarla. Porque ninguna guaricha me mama gallo”.
Ante esas tremendas patadas, Dolores chilló como marrano cuando lo están capando sin anestesia. Y como no malparió, al otro día fue sentenciada y ejecutada en la plaza mayor, otra vez repleta de turbamulta. Por tratarse de una mujer, esta vez la “fiesta” fue mejor porque hubo voladores, fritanga y chicha para los adultos, y morcilla y mazato para los niños. Una vez despresada la Dolores, su cabeza fue expuesta en San Victorino, y sus brazos y piernas los tiraron a un basurero.
Y según las crónicas, la mano derecha de la clericida amaneció haciendo pistola. Los agentes de la justicia se declararon impotentes para enderezar los dedos, por lo cual se procedió a amputarle el que simulaba el miembro viril y lo arrojaron a los perros, por considerarlo obsceno.
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FUENTE: El libro Sucedió en la calle, de Alfredo Iriarte. Intermedio, 2005.
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Modismos Cucutoches (10):
Cúcuta bacana (2)
CARLOS HUMBERTO AFRICANO,
profesor Asociado emérito de la UFPS.
Ah, cuerpo cobarde,
cómo se menea.
Yo cargo una pea,
que Dios me la guarde.
Tema musical del cantautor venezolano Gualberto Ibarreto que hizo popular por los años 70 del siglo XX.
La canción viene al caso porque deja la sensación de ser una apología al placer del dios Baco. Nuestro cuento también lo es. Por eso hemos llamado Cúcuta bacana (2) a este escrito, que referencia nuestros modismos relacionados con esa actividad que data de tiempos inmemoriales, como quiera que la cerveza y el vino se disputan ante la historia el privilegio de ser haber sido la primera o el primero. Nos cuentan los historiadores que tienen entre 4.000 y 6.000 años y aún no se ponen de acuerdo cuál fue primero. Relata la enciclopedia Lexis22, tomo V22: “El vino es conocido desde la más remota antigüedad, el Génesis atribuye la paternidad a Noé y la mitología helénica a Dionisos (conocido en la romana como Baco). Los poemas indios hablan de él y en China se conservan normas para su elaboración escritas 2.000 años antes de nuestra era”.
“Los orígenes de la cerveza se pierden en la noche de los tiempos entre historias y leyendas. Las del antiguo Egipto atribuyen su origen al capricho de Osiris. La mención más antigua de la cerveza, una bebida obtenida por la fermentación de granos, que denominan siraku, se hace en unas tablas de arcilla, escritas en lenguaje sumerio y cuya antigüedad se remonta a 4.000 años a. C.”. (Tomado de Internet: google.)
Como es natural, Cúcuta no ha sido ajena al disfrute de este placer, sobre el cual gira mucho de la actividad cotidiana. Aunque no fue posible obtener información sobre el lenguaje usado por la clase social alta para referirse a esta actividad placentera, el libro El español hablado en el departamento Norte de Santander, del Instituto Caro y Cuervo, registra el lenguaje usado por el pueblo:
“Emborracharse: estar curdo, jumo, jumao, rascado, jarto, jincho, picho, copetón, borracho, jalado, tomado, bebido, cachirulo, caneco, chapiado, jalopiado. Tener o amarrarse una mona, una pea, una juma, una curda, una pinta, una perra”.
De todas aquellas expresiones y vocablos, en la actualidad continúan usándose con frecuencia: estar curdo, rascado, jincho, picho, borracho, bebido, tomado. Tener, echarse o amarrarse una curda, una perra, una pea, una rasca. Además le hemos agregado unos nuevos, como: andar prendido, andar más prendido que arbolito de navidad, andar encendido, andar de rumba, andar songo-sorongo, andar picado. Con menor frecuencia se siguen usando: estar jumo, jumao, copetón, jalado, caneco, chapiado, jalopiado, atulampao.
Aparte de describir con muchos términos la actividad con la cual se previenen los infartos, porque elimina el estrés que nos acongoja, es en las mesas de cantina, en los clubes o en cualquier reunión social donde afloran, con esa charla informal, cuanto dicho hay. He aquí algunos.
La parranda o el parrandón empieza con:
“Echémonos unos palos”. Echarse unos palos o echarse una palazón: dichos venezolanos, adoptados aquí, significan tomarse unos tragos.
“Tomémonos un chirrinche”: en general, significa tomarse unos tragos, aunque “chirrinche” se refiere al aguardiente destilado en los campos.
Si alguien llega, el recibimiento bromista es:
“¿Se toma una o se mete un palo?”: significa que si se toma una cerveza o se toma un trago.
El parrandón se empieza a animar y entre charla y chistes vienen los brindis:
“Hagamos chinchín”: brindis chocando las copas o los vasos. Onomatopeya del ruido. Un cuento oído por ahí dice que se debe brindar con chinchín para que participen todos los sentidos en el brindis.
Después le puede ocurrir que:
“Clavó el pico”: se emborrachó y se durmió.
“Se patarribió”: se cayó.
peor aún, ocurra que:
“Mató la marrana”: se vomitó.
En cualquier momento alguien usa alguno de estos eufemismos para indicar que va al baño:
“Vamos al Master”.
“Voy a Miami”.
“Voy a Minesota”.
“Voy a cambiarle el agua al canario”.
Si no sabe la dirección, pregunta. Las respuestas bromistas siempre son:
“Al fondo, a la derecha”. Siempre es al fondo, a la derecha.
“El olor lo lleva”.
“Váyase por el olorcito”.
Llega la hora de los dolorosos. La de pagar la cuenta. Aparecen los comentarios de unos y otros, en broma o en serio, no se sabe:
“Vine de gorra” o “Vine de cachete”. De cachete: gratis. Esta expresión sí que es muy nuestra. Antaño, era viajar gratis. En los autobuses era muy común pedirles a los conductores el cacheteo, es decir, el viaje gratis. Por extensión, se aplicó a gratis en general. Con lo bromistas que somos, las dos expresiones casi siempre se acompañan con lenguaje gestual, haciendo ademanes con la mano a manera de gorra o palmoteándose (cacheteándose, decimos nosotros) la mejilla (los cachetes, decimos nosotros).
“Vine a poner la teja” o “Vine a poner la canal”. Significan lo mismo que los anteriores: andar de gorra o de cachete. El lenguaje es muy expresivo porque indica poner una teja o conectar una canal para que baje el licor.
Al final, todos ponen, se paga la cuenta y entonces, el final:
“Tomémonos el de pirnos” o “El de pirnos”: es el último trago en el sitio donde se está, antes de agarrar camino. Significa: el trago para irnos. Argos lo registra como: “el pa irnos”.
Al otro día, amanecemos “enratonados” por causa de los palos. Copiando las palabrejas venezolanas.
El “ratón” venezolano es equivalente a la “curda” costeña, al “engomado” guatemalteco, al “chuchaqui” ecuatoriano, a la “resaca” cubana, al “mal barajado” argentino, al “guayabo” colombiano y al “hachazo” chileno.
Como remate de este cuento les dejo ahí algunas frases célebres, tomadas de aquí y de allá en la Internet:
“Dadme un punto de apoyo... y me beberé otra cerveza”.
“Todos deberíamos creer en algo. Yo creo que tomaré otra cerveza”.
Aviso: “Beber agua no potable puede matar tu sed. Beba cerveza”.
“Podemos asegurar que 5 de cada 10 cervezas son la mitad”.
“Bebo para hacer interesantes a las demás personas”.
“La realidad es una ilusión que ocurre por falta de alcohol”.
“Sexo y cerveza fría, por lo menos, una vez al día”.
“El día en que ha de llegar la paz al mundo será aquel en que dos contrincantes compartan una cerveza”.
“Nunca discutas con quien te va a pagar las cervezas”.
“El día que lea que el alcohol y la cerveza son malos para la salud, deje de leer”.
“Es mejor ser un borracho famoso que un alcohólico anónimo”.
“Toda la noche bebiendo para no verte y ahora te veo doble”.
“El que bebe... se emborracha.
El que se emborracha... duerme.
El que duerme... no peca.
El que no peca... va al cielo...
...y puesto que al cielo vamos... ¡Bebamos!”.
“Las mujeres atractivas nos hacen comprar cerveza y las feas nos hacen beberla”.
“Yo no tengo problemas con la bebida... bueno, a no ser que no encuentre cerveza”.
“Siento pena por los que no beben. Cuando se levantan por las mañanas, es el único momento del día en que se sienten mejor”.
(Cúcuta, octubre de 2006.)
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NOTA DEL AUTOR. Por razones de espacio y, sobre todo, por pereza mental de algunos lectores (para leer más de página y media), que así me lo han dicho, el presente escrito es una versión reducida, recortada, cercenada, disminuida, minimizada, “achiquitada” y minusválida de la versión original.
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Uno oye lo que el corazón siente
ALIRIO NÚÑEZ CORREA, profesor de
la Facultad de Ciencias Básicas de la UFPS.
Vecina, vecina —le dijo él—: ¿usted conoce a la señora Gloria? Es que el cartero dejó en mi buzón su correspondencia.
No la conozco —respondió ella, con tono y señas de pocos amigos.
Creí que usted vivía por acá cerca, antes de mudarse a esta casa.
No, señor —volvió a contestar como antes.
¡Qué ojos! —exclamó él, mirándola fijamente.
¿Qué dice usted? —casi grita ella al preguntarlo.
Nada, nada. No se moleste. —Luego murmuró, aspirando a que ella no lo oyera:— No me había pasado antes. Bueno, es que la anterior vecina era diferente.
¿Qué dice, señor? —lo increpó adoptando un aire arrogante de mujer joven, pues, aunque bien parecida, ella es madura y soltera, pero no está desempleada.
No, nada. —Luego titubeó:— Esto… ¿hay fluido eléctrico?
¿Por qué pregunta eso, señor?
Es que con el brillo de tus ojos se iluminará toda tu casa —le dijo de manera muy romántica.
¿Qué? —preguntó, abriendo unos ojazos…
Que va a haber racionamiento eléctrico y de agua —dijo él, esperando despistarla—. Dizque han tumbado una torre.
¡Ah!
Perdone. Sé que la estoy fastidiando, que le estoy quitando su tiempo —dijo él, tratando de disculparse de la mejor manera—. Pero sé que eres muy explícita.
¿Qué?
Que tiene usted unos ojos fantásticos —era su halago favorito para con el bello sexo.
¿Que qué?
Que el fluido, el fluido eléctrico…
No alcanzó a terminar la frase, pues sonó estrepitosamente la puerta que ella cerró tras de sí. Le pareció que estaba algo furiosa, y no entendía por qué.
“¡Idiota —pensó ella, adentro—, estúpido; decirme que tengo ojos de fantasma! ¿Por qué me hablaría así ese estúpido? No le he dado confianza. No lo conozco. ¿En tan poco tiempo se habrá dado cuenta de que soy madre soltera? ¡Oh, Dios mío! ¡Qué chismes! ¡Qué chismoso! ¡Qué barrio! ¡Qué sociedad! ¿A qué sitio he venido a parar?”.
Estaba desesperada, a punto de darse golpes contra la pared. Entonces vio a su hija, en la cocina, preparándose café.
Nelly —le dijo—: prepárame un café. Pero rápido; rápido, por favor.
¿Qué te pasa, mamá? —le pregunto su hija— Te veo muy alterada. Nunca me pides un café así, de esa manera.
Disculpa, hija; disculpa. Es consecuencia de la conversación con el vecino.
Pero, mamá: si tú no dialogaste con él. Sólo respondiste, y eso con monosílabos.
Y tú, ¿cómo lo sabes?
Mamá: cuando en una casa hay poca gente, pocos muebles, pocos corotos, cualquier mirada se transforma en una palabra ampliada por el eco.
Mi propia hija me espía. No respeta mi vida privada.
Mamá: ¿olvidas que en esta casa sólo vivimos tú y yo?
Cómo voy a olvidarlo, si desde el momento en que naciste tu padre no te reconoció; ni la familia de él. Mi vida ha sido una eterna soledad.
Pienses bien, mamá, lo que me dices. Parece que te importo muy poco; tan poco, que no me consideras compañía. —Luego pasó a otro tema:— Acá está tu café. Tómalo y tranquilízate. Yo te voy a ayudar, mamá.
¿De qué forma?
Cálmate, mamá. Estás sobresaltada. O algo nerviosa. ¿De alguna manera el vecino te impactó?
No me recuerde a ese idiota, por favor. ¿No te diste cuenta de cómo me trató? Me dijo que tenía ojos de fantasma.
Mamá, por favor, escúchame. Vamos a ponerle punto final a esta conversación. Una cosa es ser una madre soltera, responsable por lo madura, pero otro asunto es dejar madurar demasiado los oídos.
¿Qué me estás diciendo, Nelly? ¿Que soy una mujer achacada y mongólica? ¿Que no soy atractiva ni elegante? ¿Que a nadie le llamo la atención? ¿Que falta poco para morirme como una triste madre soltera? ¡Ah, no, hija! Ahora la equivocada eres tú. Mira que hasta el idiota y estúpido del vecino se ha fijado en mis ojos. En los destellos luminosos que de ellos emanan, dizque cual centellas fantasmagóricas.
Echó a llorar y se abrazó muy fuerte a Nelly. Ésta la dejó que se desahogara, como si ella fuera la mamá y no la hija, y luego, suavemente, la retiró de su hombro y le dijo:
Mamá: de nuevo no exageres. Hay una mala interpretación en todo esto. Tú entendiste ojos fantasmagóricos, y el vecino lo que te dijo fue que tiene ojos fantásticos.
¿Verdad, hija? —Y lo preguntó como si hubiese vuelto a nacer. Igual que el empleado a quien el patrón lo llama, después de despedirlo, y le dice: “Venga mañana a trabajar”.
Sí, mamá. Y te lo dijo con dulzura. Con tanta seguridad, que indica que fue algo más que un piropo o contentillo.
Gracias, hija. Y perdona que te haya llamado chismosa.
Mamá: se dice “expresiva” o “explícita”, no “chismosa”. Recuerda que vivimos en el siglo de las comunicaciones, por lo que todo se ve, todo se oye, todo se sabe.
Se tomaron de las manos y se acercaron al vidrio de la ventana que da a la calle. No había nadie afuera. Entonces se miraron por un instante, como en el cara a cara de “Protagonistas de Novelas” de la televisión. Luego se abrazaron y empezaron a reír.
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Parafernalia y ritual inapropiados
JAIRO CELY NIÑO, profesor de
la Facultad de Ingeniería de la UFPS.
El jueves 25 de septiembre de 1980 llegué a la Universidad Francisco de Paula Santander faltando 15 minutos, aproximadamente, para las 17 horas. Fui directamente a la oficina de Recursos Educativos, que era el «salón» F-107, y saludé a la menor de mis hermanas que fungía como secretaria en tal cubículo. Luego le pregunté si sabía qué tamaño tenían los diplomas con que la Rectoría graduaba al egresado, y si los entregaban enrollados, como había oído que hacían en las privadas, o extendidos. A modo de respuesta me preguntó por qué lo preguntaba, y le dije que porque me graduaría en el acto programado para las cinco de esa tarde.
Me dijo haber oído que los entregaban extendidos, y con las manos me indicó la altura y la anchura aproximadas que tenían los diplomas. Entonces le pregunté si de casualidad había ahí un sobre manila en el que cupiera extendido el pergamino. Ella buscó y extrajo un sobre, y me lo mostró diciendo que era el de mayor tamaño que había en la dependencia, pero que era mayor el del diploma. Como, según sus señas, el diploma era más ancho que alto, le dije que me obsequiara un sobre manila más pequeño, pero cuya altura fuera igual o ligeramente superior que la del «título», para envolverlo como no quería: hecho un rollo.
Seis años y medio antes, cuando ingresé al primer semestre, el único edificio de aulas tenía el nombre de «Aulas Norte», pero poco después lo llamaron «Fundadores», en cuyo costado occidental estaba el único auditorio de ese tiempo, al cual se le decía «El Auditorio» porque no le habían puesto el nombre de alguien del notablato regional. (Porque, obvio: el de alguien del anonimato, jamás se lo pondrían.)
Pues bien: cuando ingresé con el mencionado sobre manila al auditorio, encontré cada silla de las cuatro primeras filas de la hilera sur con un papel pegado al espaldar, en el cual decía «Graduando». Sin embargo, en tales sillas había espectadores y graduandos. De éstos, los varones se habían disfrazado de rolos para el acto, pues tenían saco, corbata y pisacorbata, y las damas lucían trajes glamorosos. (La que quedó a mi izquierda me parecía una mariposa.) Yo vestía la muda que había estrenado nueve meses antes (en la Navidad de 1979), y me acomodé en la única silla desocupada de la tercera fila.
No sé cuantos minutos después apareció en el escenario la primera persona del staff que presidiría la graduación. Era la secretaria general quien, después de colocar sus bártulos en la mesa del staff, se acercó al proscenio y en tono alto dijo:
—Los que de esta hilera no son graduandos —y señaló la hilera sur—, me hacen el favor y se pasan para detrás de la cuarta fila.
Y como impulsados por un resorte, «patas» y «patos» emigraron. Cuando se hubieron reubicado, la secretaria general se me dirigió en tono alto:
—Lo que dije, joven, es para usted también.
—¿Para mí también, qué? —le pregunté.
—Que se vaya para atrás, porque esa silla es para un graduando.
—Por eso, doctora, no me he movido.
—¿Y es que usted se va a graduar?
—Supongo que sí —le respondí—, porque el decano de mi Facultad me dijo esta mañana que hoy había grados a las cinco, y que me asome.
Algo masculló ella, y yo, que no sé leer los labios, lo traduje como: «¿Y se va a graduar con esa facha?».
Si, según mi «traducción», se refería a mi rostro anti-galán, entonces: ¿con qué otra facha, si la «reconstrucción de rostro» valía mucho más que un flux? Pero si, según mi «traducción», se refería a que no vestía mako o flux, el asunto era «Elemental, mi querido Watson», pues, si yo hubiera sido rolo y viviera en Bogotá, habría fiado un mako —en ese tiempo no los alquilaban— porque después del grado habría utilizado el saco como abrigo y como bufanda, la corbata. (El pisacorbata le habría servido como «prensa-pelo» a alguna dama.)
Pero como soy orgullosamente cucuteño, como la universidad que me graduaba es oficial y como Cúcuta es caliente... Es más, el año subsiguiente confirmé lo que había sospechado: que cuando un «dotor» se va a emplear, no le piden una foto para ver si se graduó disfrazado de rolo o de pingüino, o vestido de paisano, sino una fotocopia del diploma.
Veintiséis años y casi un mes después de que una universidad oficial me graduara vestido de paisano, me topé con un grado de la misma institución que se fue al otro extremo: en primera plana del diario La Opinión, del recién pasado viernes, aparecían en una foto un par de tipos raramente disfrazados. Sólo al leer el pie de foto supe quiénes eran: el rector, Héctor Parra, y el defensor del pueblo, Vólmar Pérez. Y la escena no era de Halloween anticipado doce días, sino de la ceremonia en la cual la Universidad le confería al Defensor un grado honoris causa.
Aunque «Entre gustos, no hay disgustos», como dice un refrán, a mí me parece inapropiado entronizar en una universidad estatal la parafernalia y los «rituales» que se estila en las privadas. Porque «El hábito no hace al monje», dice otro refrán, tal vez porque hay quienes tienen, tan baja autoestima, que creen que la gente vale por la ropa que se pone. (Esa «pípol», cuando se está bañando, se debe sentir menos que un gorgojo.)
¿Que la ceremonia del grado honoris causa era de mucho «turmequé»? Pues sí. Pero la prestancia se la dan el prestigio de la Institución que otorga el grado, y los méritos del ser que lo recibe, y no los chiros que se pongan el graduando y el rector.
(Recuerdo que el colega emérito Jesús Lindarte Duarte me contó que en la víspera de recibir su grado de maestría tuvo un «yeyo», y que su advisor fue hasta el hospital, donde lo encontró empiyamado o embatado, e inmediatamente lo graduó. ¿Eso le mermó prestancia a su diploma? Pues el Chucho dijo sentirse inmensamente honrado con esa graduación tan exclusiva y especial que le mereció, no al rector de Western Kentucky University, sino a su maestro y consejero.)
Ahora bien: entiendo que en la Estructura Orgánica de la Universidad Francisco de Paula Santander no existe el cargo de «jefe de protocolo», o algo así, lo cual sugiere que el rector incurrió en el snob de «asesorarse» del jefe de protocolo de alguna universidad privada y elitista (porque también las hay aterrizadas), por lo cual, como rector de una institución pública de estudios superiores, incurrió —o esa es mi percepción— en «el oso» de parecer algo así como una monja medieval, en la foto del diario La Opinión.
Quieran entonces Dios y Alá, o quien quiera que haya hecho el mundo —si es que hubo un supremo constructor—, que el snob de nuestro rector haya sido una pasajera veleidad. Pues, si no, ¡ay, de nuestros pobres estudiantes de pregrado! —de los que sobrellevan una pobreza franciscana—, porque serán obligados a graduarse disfrazados como para un «Día de las Brujitas», y pagando de su bolsillo desmirriado tal disfraz.
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¡Eso es mucho man tan bacano!
RICARDO GARCÍA RAMÍREZ,
profesor Titular emérito de la UFPS.
Les voy a hablar de Baco, el dios de, como diría Carbuco, “el trago, la prostitución y el caos”, para concluir la saga de Cupido, Edipo y Baco que les anuncié en el artículo Los amores en tiempos de Cupido.
Según las malas lenguas, Baco fue hijo “natural” de Júpiter, quien se lo empetacó a Semele, una de sus mozaicas. A los nueve meses de la pringada, Júpiter le hizo una operación cesárea con la barbera que cargaba siempre en el carriel, y mandó a Mercurio, el mandadero de los dioses, a comprarle a Baquito pañales desechables, teteros y leche Klim.
¿Y para qué teteros y leche Klim, si Semele tenía tetas? Pues para quitárselo a la muchacha recién naciera y dárselo a las ninfas para que lo criaran. Ya crecido, el pelao parecía una cabra, pues se lo pasaba todo el día en el monte andareguiando y cazando cuanto animalito topaba.
En una de esas andanzas, Baco vio una matica que le llamó la atención. La arrancó y la sembró en un huesito de pájaro que encontró. Con el tiempo, cuando la matica ya no cabía en el huesito de pájaro, la sacó y la resembró en el hueso de un león que había matado. Y cuando el raicero de la matica tampoco cabía en el hueso del león, la metió en una calavera de burro y ahí la dejó para siempre.
¿Y saben qué matica era? Pues nada menos que una parra, que nada tiene qué ver con el doctor Héctor Parra. O sea que era una vid, una mata de uva. Más tarde, gracias a esa parra, Baco sería famoso, porque de ella fabricaría el vino.
Por eso a mí me extraña que la gente diga “vino de cereza” o de “manzana”, y hasta “vino de cañafístula” o de “uchuva”. ¡No, señor! “Distancia y categoría”, como exige Carbuco; o “Rigor semántico”, como exige Puntillón. Porque “vino” sólo es el de la uva. Y si aceptan que vino sólo es el de la vid, les cuento cómo intervienen en el vino los dueños de los tres huesos en los cuales se crió la vid.
Resulta que cuando uno se toma los primeros tragos se pone copetón, y canta y silva, como pajarito. Si se toma unos guarilaques más, pero sin quedar jincho aún, alardea de súper putas, como león. Pero si sigue jartando hasta jinchiarse, se vuelve un jumento: grita y ofende, y hasta agrede; o se vomita, caga y mea en la mesa o en la sala.
Pero continúo con Baco. Cuando a la parra le apareció el fruto, a Baco se le ocurrió hacer un experimento: cogió unas uvas, las exprimió en una totuma y dejó el zumo varios días hasta que se fermentó. Cuando estaba en su punto, probó el mosto o zumo. Como le produjo una agradable sensación, siguió jartando y entonces se pegó una copetoniada.
Así, entonado, salió del laboratorio a buscar amigos para ofrecer la primera degustación. Y con el primero que se topó fue con un viejo amigo llamado Xileno, que era sátiro. Los sátiros eran semidioses verdes que tenían orejas puntiagudas, dos cuernos y patas de chivo.
Xileno había sido maestro de Baco, por lo que se apreciaban mucho. Pero apenas probó el vino se declaró discípulo de su ex discípulo, por lo que todos los días goteriaba a Baco y se lo pasaba medio picao. O sea que, para los puritanos o moralistas o mamosantos de hoy, se volvió “pipero”.
Baco, cada día más feliz por la acogida que tuvo la bebida que inventó, organizaba tomatas diarias a las que sólo invitaba sátiros. Pero como el vino no sólo relajaba y alegraba a éstos, sino que les endurecía el tomín como si éste recibiera la orden de “¡Atención… Fir!”, a Baco se le ocurrió invitar a unas guarichas muy lindas que, para colmo de buen programa, resultaron medio puticas.
A esas viejas les gustó tanto el vino, que se auto-invitaron para el día siguiente, y luego para el siguiente, y así sucesivamente. Como el vino las desinhibía, se quitaban el camisón y quedaban en traje de dos piezas: la guirnalda que traían en la cabeza, y unos calzoncitos de tela plástica que dejaban ver la pelucera. Y como entonces no existía el brasier y las guarichas bailaban como las estripticeras de hoy, ¿se imaginan los relajos del carajo que se formaban?
Como esas veladas las organizaba Baco y se desordenaban por el vino que había inventado, las llamaron bacanales. Incluso, alguien se inventó el cuento de que Baco inventó el vino porque se había chiflado por una maldición que le echó Hera, la diosa griega del Matrimonio y esposa de Zeus, el “comandante en jefe” de los dioses griegos (que en la mitología romana eran Juno y Júpiter, respectivamente), dizque por la infidelidad de Júpiter con la mortal Semele.
Baco y sus compinches, los sátiros y las bacantes, se lo pasaban de pueblo en pueblo organizando bacanales. Un día llegó a Tebas y le ofreció a su rey, Penteo, organizarle unas fiestas patronales para que sus súbditos se desestresaran.
—Un pueblo jincho —le dijo Baco pa’ convencerlo— exclamará, como Carbuco dentro de 3.000 años, “¡Viva el trago, la prostitución y el caos!”, en vez de: “¡Muera el Rey!”.
Y díganme si a un gobernante no le va a gustar algo tan genial como éso. Por eso en Tebas nació la modalidad del pan y circo. Claro que denominada “Ferias y Fiestas nacionales”. Porque en esos tiempos las “naciones” (o “Estados”) eran lo que hoy son ciudades, y por eso hoy se habla de “Ferias y Fiestas municipales” o de “Ferias y Fiestas veredales”.
En todo caso, al inventar el vino y las bacanales, Baco inspiró a los escoceses para inventar el whisky, y a los cariocas para inventar el Carnaval de Río. Porque, en el que organizó en Tebas, las bacantes, alborotadas, bailaron medio empelotas tongoneando tanto el culo como las tetas, alzaron una pierna y después la otra mostrando la guarnición, y hasta le dieron chocha a Raimundo y todo el mundo.
Cómo sería, que el Rey pensó, arrecho: “Antes que embrutecidos y degenerados, los prefiero insubordinados”. Y decretó el destierro de Baco y su patota de sátiros y bacantes.
Pero el destierro fue victoria pírrica y puntual para los puritanos o moralistas o mamosantos. Porque 30 siglos después, el vino y las bacanales gozan cada día de mejor salud.
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