Aunque los sucesos que aquí se relatan pertenecen a épocas no muy lejanas, hemos querido darles campo en estas crónicas de antaño, porque consideramos que no muchos conocen sus detalles.
Hasta 1913 Cúcuta conservó con exaltado cariño e inteligente previsión su vieja moneda de 0.835. Mientras que en el resto del país "corrían" los billetes amarillos y la más raquítica transacción comercial requería centenares de miles de pesos al cambio del 10.000 por ciento, en esta región era repudiado el papel moneda, sin que el gobierno fuera capaz de imponer su circulación.
Nuestra moneda se subdividía en las siguientes fracciones: el "cobre", equivalente del centavo; el "cuartillo" o sea la suma de dos cobres; el medio, el real, la peseta de a dos reales; la "de a cinco" y el fuerte. Fuera de éstas en el mercado se conocían otras combinaciones, como el medio ancho, igual a medio y cobre; el real ancho, un real y un cuartillo; el "peso", de ochenta centavos y "tres" y "siete cuartillos", que facilitaban notablemente las operaciones mínimas.
Como el medio circulante era escaso, aqui aceptábamos con evidente tolerancia, cuanta moneda extranjera
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apareciese, y así era frecuente dar o recibir cobres holandeses y venezolanos; chelines ingleses; francos y fuertes chilenos, peruanos y de Venezuela y hasta duros españoles, con la figura nariguda del borbón reinante. También eran valores aceptables las fichas para juego que emitían "El Casino" y "La India".
Quizá esa misma escasez o la escasez de vergüenza y el exceso de confianza de los interesados, hicieron de aquel tiempo la época diluviana de los "vales". Todo se pagaba con "vales". "Deme un vale", "firme el vale" eran las frases de uso más generalizado y las que daban lugar a que al fin de cada mes, salieran los propietarios de cantinas y otros expendios, cargados con ventudas maletas, llenas de papelitos plagados de ilegibles garabatos, para regresar mustios y carichupados con la misma carga, más un apreciable sobornal de desilusiones y desengaños que a cualquiera enflaquecían.
El gobierno al cabo se cansó de los "pañitos calientes" y resolvió terminar con la moneda de 0,835,para lo cual creó la junta de Conversión, cuya palanca principal fue don Manuel Guillermo Cabrera, a quien se encomendó el timón de la nave que debía capear el seguro temporal.
Como padre amantísimo que desea obtener obediencia de su consentido chicuelo; sin apelar a contundentes recursos, el gobierno hizo al pueblo de Cúcuta las más conmovedoras promesas. La medida podía calificarse de edénica. Se le iba a proveer de una moneda nuevecita, artísticamente diseñada, brillante y a la ley ele0.900, en cambio de esa otra antigua, "pelada" y antipatrióticamente revuelta con especies extrañas. Además, como tanto los billetes como la plata serían representativos de oro, su valor era el doble, por lo que, automáticamente los precios del mercado, la mercancía, los servicios y las obligaciones, se reducirían a la mitad. Por tantas ventajas el Tesoro público sólo exigía, generosamente, por cada nuevo peso, dos de los anteriores.
(Lo de la baja se cumplió, en efecto, aun cuando
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antes del año todo había recuperado su primitivo nivel de precios; menos, naturalmente, el capital.)
El pueblo no pasó entero el almibarado bombón que se le regalaba. Para protestar contra el "atentado"y reclamar sus justisimos derechos, varios caballeros, encabezados por el general José Agustín Berti, don Julio Ramírez, don Saúl Mathéus Briceño, el general Cuberos Niño y otros, organizaron una imponente y muy respetable manifestación, que, como todas las de ahora, recibió el apellido de "monstruo".
Se tapizaron de cartelones las equinas. La noticia, como si ya existiera el radio, voló en ráfagas por todos los barrios y los vecinos caseríos, y el día señalado, alas tres de la tarde, no quedó libre una pulgada en el área del Parque de Santander.
Discursos fulgurantes, vivas y abajos, en ingrata combinación con otras voces del léxico populachero, fueron, como sucede aún, los números iniciales del lujoso acto. Luego, los manifestantes a batideras desplegadas, se encaminaron al local de la junta, cuyo frente desempedraron en un santiamén, y a no haberlos contenido a tiempo, sabe Dios cómo hubiera resultado de malherido y estropeado el edificio, el mismo que hoy ocupa el Café "Roxy".
Vueltos de chiripa, al punto de partida, el total de la manifestación se dividió en varios grupos, que, capitaneados por los más entusiastas y resueltos del montón, hicieron rumbo a las cuatro flechas de la brújula. Los que pasaron por la Botica Alemana rompieron puertas y destrozaron vidrieras, a pedrada limpia, no obstante tener tanto que ver con el cambio de moneda ese establecimiento, como el cura de Gramalote con los planes de Hitler. Los otros no dejaron de lapidar tal cual casa de comercio o particulares, y el núcleo que permaneció en el parque, principió a dar muestras de querer atacarla Alcaldía, que funcionaba entonces cerca al Concejo, donde se está trabajando ya en el futuro Palacio Municipal,
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La Alcaldía se hallaba, en tan difíciles momentos, casi sola. El Alcalde, que lo era entonces el gallardo coronel Rogelio Vélez Méndez, había acudido, como experto y arrojado militar, desde el primer instante y con todos sus agentes, al sitio más peligroso, o sea a la junta de Conversión, y en la oficina, encargado de cuidarla y defenderla, estaba den Roberto Dávila, con un viejo "policía", ya encorvado por el pesado volumen de los días vividos, aunque todavía capaz de más de un sacrificio: el conocido ciudadano don Pedro Rozo.
El señor Dávila, ante la amenaza de invasión que tenia en frente, hizo sentar en la puerta a su único subordinado, con un mohoso grass entre las piernas, de modo que su actitud, a todas luces pacífica, no exaltara los ánimos caldeados de los rebeldes. No entendieron éstos así la medida y bien pronto se oyeron voces airadas de protesta, que formulaban propósitos nada mansos ni mucho menos agradables para la pareja de sitiados.
—Tumbemos ese viejo.
—Quitémosle el "chopo" y se lo partimos en 'las costillas".
—Adentro, sin miedo!
Etc, etc.
Don Roberto vió que la cosa se tornaba algo más que peliaguda y con la esperanza de columbrar por allí a alguno de los jefes del movimiento —al general Berti, Mathéus Briceño, alguien con autoridad bastante— que le ayudara a resolver la angustiosa situación, se acercó ala puerta y regó pupila con afán por todo el horizonte.¡Nadie!
—Nadie, no; entre los amotinados se destacaba por su elevada estatura Angel María Quintero, aquel magnífico exagente de policía, hombre bueno y valiente a quien todos recordamos con cariño, y a él se dirigió ipsofacto don Roberto:
—Angel María..... Angel María, hágame el favor! Hombre, ayúdeme a calmar esta revuelta. Aquí hay ex-
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pedientes y objetos de valor, que no es posible permitirse extravíen.
Quintero no quiso oír más. Sin ceremonias paró a don Pedro de su asiento y arrimando el taburete a la pared, se trepó en él, como si no fueran suficientes sus dos metros de estatura para hacerse ver de la multitud, y con voz robusta arengó a sus bravíos compañeros:
—Qué es esto, señores! Qué es lo que piensan ustedes hacer. Nosotros no somos foragidos. Somos un pueblo libre que reclama sus derechos, nunca salteadores que irrespetan la autoridad, ni asaltan moradas ajenas. Vámonos ya a otra parte, señores...... Esto se acabó!
Y, en efecto, aquello terminó allí. Uno a uno desfilaron los antes enfurecidos vecinos y el parque quedó desierto, tranquilo don Roberto, ileso don Pedro Rozo y la Alcaldía sin daño ni merma.
De lo anterior fuimos testigos presenciales, y vivo y fresco está el recuerdo de aquella tarde tormentosa en nuestra memoria. Si algo se nos olvidó o pasó de largo en nuestra mente, al escribir el relato, téngase en cuenta que por sobre la vida han corrido desde entonces 28años, capaces de borrar de la imaginación cualquier detalle.
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