Aunque la cita era para las seis, desde las cinco de la mañana nos hallábamos varios de los mozos invitados en la esquina, frente a la casa de don Teodoro, anfitrión y alma y sangre de la fiesta.
Dentro de la casa se oían voces, ir y venir de pasos, todos los ruidos anunciadores de los laboriosos preparativos en que se encontraban atareadas doña Filo y sus hijas Filomenita, Lucía, Mariana y Elvita; cuatro pimpollos llenos de gracia y benditos entre todas las mujeres, por la belleza de sus facciones virginales y la esbeltez de sus cuerpos, que parecían torneados por el maestro Felipe, el fabricante de "trompos".
Las cinco y media serían cuando don Teo abrió la puerta y nos saludo con campechana familiaridad.
—Ola, madrugadores! Entren "pa dentro" que ai hace mucho frío Si quieren espantar el diablo.
Claro que lo espantamos y en firme, porque no fue un solo "lepe" de legítimo "tres estrellas" sino tres o cuatro los que embaulamos, mientras iban llegando los restantes convidados de ambos sexos.
Los afanes de doña Filo aumentaban a medida que clareaba el día:
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Ceferino.... Ceferinooó, llamaba entre angustia.-- y so- focos ¡donde se habrá metido este condennao!
—Aquistoy, mi sia Filomena.
--Vaya, gracias a Dios. ¿Metites todo en las árganas?
—Lo que mian dao .
—Ah, vez? No lo dije? Ah veo el bojote del pan ... y los chorizos .. Ay, todo sea por Dios. Mariana, mirá voz que carguen bien el burro, que no se quede nada .... y decile a Felipa que se vaya elante con éste, pa que aliste el desayuno no ..
—Mamá, mamá, clamaba Lucía desde la alcoba, espere pa meter los chingones y el platoncito.
—Ay, mi hija, nos va a coger el día y nos traga el sol. Apúrense!
El trío formado por Ceferino, la cocinera y el burro, cargado hasta las orejas con viandas, ropas y enseres distintos salió al fin por el portón trascero y el movimiento se hizo más intenso ante la orden de marcha dada por la incansable patrona. Recomendaciones, súplicas, reclamos, volaban de extremo a extremo, siempre en tono más agudo, para hacerse oír entre aquel maremagnun:
—Estos zapatos me quedan chiquitos ...
--Se quedó el taque!
--No te olvidés los peines y la mota!
---A ver, quién cogió el tiple?
— Aquí hay café negro, pal que quiera!
¿No falta nadie?
Las parejas, novios, amigos, matrimonios, pusieron al cabo proa hacia la calle y la caravana hizo rumbo al occidente cuando sonaban las siete en el reloj de la "catedral", corrían "los dependientes" a sus almacenes y cruzaban la vía algunas sirvientas que con anchos canastos al brazo se dirigían a "hacer mercado".
Las muchachas y las matronas del paseo iban de "zapato liso" reidoras y parlanchinas, unas con sombrillas, otras con graciosos sombreros, de caña o enormes "jar-
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dineras" de paja, de amplias y flexibles alas, los hombres como cada cual pudo y por el estilo los muchachos, todos eso sí "en el caballito de San Francisco" porque los automóviles ni en las noticias habían llegado por acá. Alguien medio punteaba en el tiple el himno nacional, mientras don Teodoro, rejuvenecido por el entusiasmo ya... las "espantadas al diablo" recorría los grupos ofreciendo a los varones tabacos "pepitos" o "ambalemas", porque los cigarrillos eran un lujo extraordinario y como solo había de los "de torcer", resultaban harto inadecua- dos en tal ocasión.
Durante el trayecto nada ocurrió que valga la pena de relatar. Julio César García Herreros hizo el gasto de chistes y animación. Andaba por entonces en el trabajito de hacerse querer de la que hoy es su digna es- posa; muchacha tan bonita y recatada que muchos discutían si era o no mejor que la bellísima imagen de la Virgen, traída recientemente de España para la iglesia parroquial. Julio Mora amontonaba los ecos de su poderosa voz de tenor por todas las vecinas serranías y Daniel Febres, Chacho González y otros iban y venían de grupo en grupo hechos pura miel cerca a las damas.
Como don Teo no dejaba de hacer circular el litro por debajo de cuerda, la entrada al caserío, a las diez de la mañana, resultó bastante alegre y hasta un tanto escandaloza, pues todos entonamos a coro "Las Brisas del Pamplonita" pero sin avanzar una letra del "Ay, ay, ay" con que principia el famoso bambuco, por lo que aquello parecía mas bien un tremendo cólico colectivo, que cosa de música o de canto.
En la casa de don Benigno se nos esperaba. Al sentir la algazara salió la patrona al corredor exterior, con los brazos abiertos hacia doña Filomena y desde aquel momento todo fue saludos, gritos y exclamaciones de gozo.
—Comadrita, por Dios, al fin llegaron. Desde las siete los. aguardabamos! Entren pa dentro ...Y qué lindas
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están las niñas! Benigno, Benign000 salí que aquí están los compadres!
Va estábamos en la sala cuando pudo al cabo el solicitado, abandonar la tienda para venir a tendernos su enorme manaza, seca y belluda en la cual conservaba la callosidad producida por la pala, en su muy no lejana época de jornalero.
--Tan en su casa . todos. Aquis tamos pa servirles! De la cocina llegaba un provocador olorcito a chorizos fritos, a café con leche, a arepas de maís "pelao" que alborotaba el apetito de manera perturbadora. Un par de gordas mujeres, con las gruesas "guamas" de pe- lo negro recogidas en airosos moños, disponían sobre la rústica mesa el criollísimo desayuno, al que atacamos sin ceremonias. Una gran lonja de "tapa" asada, dorada y fragante que hacía de plato fuerte desapareció en brevísimos instantes.
Tras un corto descanso, las señoras, cada una con su platoncito de latón en la mano, con el "chingue" el jabón y el peine y la toalla a la cabeza a modo de pañueleta, para resguardarse del sol, se encaminaron al baño en la quebrada, mientras los machos recorríamos el poblado, en espera de turno en "el pozo" pues de baños mixtos hubiera sido herejía hablar en aquella época feliz.
El pueblo entero era una colmena. En la salita de una casa fabricaban velas de sebo, mediante un gran aro de bejuco, colgado del techo a poca altura, del cual pedían ciento o más "pabilos" que recibían uno a uno el sebo caliente que chorreaba sobre ellos la propia dueña del negocio con una totumita" alargada, aderezada achoco En otra "molían cacao" sobre una corpulenta piedra. La aromosa y brillante masa era vuelta pequeñas tabletas, sobre las cuales la fabricante imprimía los arabescos grabados en el fondo de un vaso de cristal, como coqueto adorno de la perfumada pastilla. Mas allá tejían pretales y "sobrecargas" de cerda y fique, en rudimentarios tela- res de madera. En otra parte prensaban quesos "de ca-
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bra". Recordando aquella general actividad, aquel febril movimiento "industrial", nos confundimos pensando en la inexplicable decadencia, en el abandono, en la ruina total en que ha venido a sumirse "El Carmen", donde hoy apenas si quedan tal cual casa en pie.
No era cosa de regresar sin visitar el santo patrono del lugar y a eso fuimos a la iglesia. San Isidro ocupaba un pequeño altar cuyo piso, estriado de goterones de cera, daba fé de la ídem que los carmelitanos tenían en su abogado abstril. Era la imagen de un hombrón alto y formido. En la diestra sostenía una especie de "rastrillo" y en la izquierda algunas ramas, que la piedad de los fieles mantenía frescas y floridas cambiándolas amenudo. Al pie dos bueyes enanos, pues a lo su- mo rebasaban las rodillas del santo, tiraban de algo que imitaba un arado. De San Isidro se relataban portentosos milagros; pero, especialmente resultaba infalible y oportunísimo en sus actuaciones digamos "meteorológicas". Cuando arreciaba el verano, con peligro de los plantíos, bastaba que los interesados le pidieran: "San Isidro Labrador, dénos agua, no más sol" para que un torrente de lluvia empapara los campos. Y al contrario, si el invierno anegaba las huertas, con solo exigir del complaciente protector: "San Isidro Labrador, quita el agua, pón el sol"; los aguaceros se marchaban sin decir adiós.
Al salir nos encontramos con el cura, campesinote, amabilísimo, requeneto y barrigudo:
Ola, señores, nos saludó sonriente; estaban conociendo a nuestro magnánimo patrono, no? muy bien, muy bien, muy bien. Entren a mi modesta morada aunque sea de paso.
luego, ya adentro, añadió:
—Pues como ya es hora de almuerzo y yo acostumbro un "piscolabis" para abrir el apetito, supongo que me acompañarán ¿no es verdad?
Ya lo creo que era verdad y de bulto, porque, francamente hacían ganas de algo picante, El buen cura ex- trajo de su baúl una botella, ya mediada, de esmeraldi-
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no "ron de La Ceiba" y ¡salud, salud! nos empujamos un trago de tamaño "casero".
La diligencia de apertura del apetito se llevó más de una hora. La primera botella expiró dulcemente, pero surgió una segunda de las fecundas entrañas del baúl sacerdotal y ya boqueaba también cuando, pasada la una, vinieron a llamarnos para el almuerzo. Invitamos al generoso levita, que se había puesto muy colorado y extraordinariamente conversador y enderezamos rumbo al paradero.
¿A qué describir el camachesco banquete que se nos había preparado? Basta decir que se nos sirvió en el patio en frescas hojas de plátano, sobre cuyo verde mate resaltaban llamativos el níveo blanco del pan criollo, la deliciosa y esponjosa yuca, el pálido crema de las papas cocidas, la albura inmaculada del arroz seco, las pechugas y redondos "muslos" de las obesas gallinas y las presas, tostadas a fuego lento, de un par de "chivitos" víctimas inocentes del regio festín; todo ello escoltado por sendas porciones de un caldo que "hacía ojitos" y coronado por deliciosas "jícaras" de riquísimo café.
En un extremo del corredor, Efraín García Lozada, chico entonces de pantalón alto, pero inquieto y travieso como ninguno, tendido sobre una estera a consecuencia de un "enmistelamiento" perfecto, cantaba a ratos un doliente estribillo: " Démen mas misté ..ee.. eela, más misté .. ee...eela"!
No hubo lugar sino para un cuarto de hora de sabroso palique, con música de tiple y canciones, después del almuerzo, pues el retorno exigiría tres o más horas de marcha. Después de muchos abrazos, de recomendaciones y "que no olviden el camino" "ya saben ... aquí queda un amigo".... "que vuelvan, porque nos van a hacer falta" etc. Mustios, soñolientos y alicaídos, atravesamos el simpático caserío y la emprendimos con el ca-
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mino polvoriento, largo, fatigoso, trayendo Ceferino a Efraín a la cabeza de la ... jamuga, entre el infernal ruido de peroles y cacharros vacíos, que tintineaban en las árganas, al trotar del pacífico jumento.
A las siete pasadas divisamos las luces de la urbe tranquila y un hondo suspiro se escapó de todos los pe- dios, al pensar que cada cual tenía lista, allí y en su espera, una limpia cama fresca, amable y acogedora.... NOTA: Véase el artículo "La Tienda de Don Benigno".
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