"El Louvre" era por el año doce el Almacén de moda en la incipiente cabecera departamental del Norte. Estratégicamente situado en la intersección de la avenida quinta por la calle 13 reunía diariamente en sus vastas y lujosas dependencias compacta multitud de compradores que encontraban allí no solamente los artículos de sus preferencias, escogidos con extraordinario gusto y asombrosa intuición por el mismo propietario sino acogida culta y decente que hacía más grata aún la visita al bien surtido y popular negocio.
Dn. Simón Meléndez dueño único de éste, gozaba entonces como goza hoy de cordial simpatía. Desde su llegada a Cúcuta hace ya cincuenta y tres años, ha dado constantes pruebas de afecto e interés por el terruño, las que unidas a su don de gentes especial, le hicieron -siempre acreedor al cariño del pueblo, por lo que "El Louvre" fué en todo momento uno de los más próspe ros y ricos de los almacenes del comercio local.
Disfrutaba "El Louvre" de extenso prestigio por la calidad y variedad de sus existencias sabiamente anunciadas por medio de costosos y llamativos avisos que don Simón pagaba espléndidamente a todos los periódicos de la ciudad. No obstante, sostenía su propio vocero, el cual circulaba semanalmente con el mismo nombre
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del Almacén y cuya dirección y redacción estuvieron en sus dos épocas a cargo, primero, de aquel poeta semi-bohemio, cuyas frases musicalmente bellas como sus pensamientos, inagotables fuentes de ambrosía intelectual, a quien todos conocíamos con el seudónimo de Hermony que condensaba su nombre completo de Hermes Monroy C.; y luego por el hoy encanecido, respetable y vitalicio Juez Municipal, don Jesús Foliaco M.
Para el 20 de julio de 1913 organizó don Simón Meléndez o dicho más claro "El Louvre", un concurso de cuentos santandereanos al cual invito a cuanto escritor y aficionado había en el territorio de los dos Santanderes, con un premio mayor de doscientos pesos oro americano y un segundo premio de ciento cincuenta de igual moneda, cebo poderoso que hizo llover sobre la redacción del semanario un copioso aguacero de composiciones vernáculas venidas de Bucaramanga, Málaga, Pamplona, Ocaña, etc., y al cual se presentaron sólo dos cucuteños.
El Jurado formado por cinco caballeros de mentalidad refinada y bien nutrida empleó varias semanas en leer y clasificar aquel alud de cuartillas y tras un estudio meticuloso y concienzudo, asesorados los Jueces por repetidas copas de champaña, cigarrillos y puros de procedencia ultramarina, dictó su fallo así: primer premio para don Héctor Cabrera por su primoroso cuento "Carmencita" de escenario regional y escrito con la fluidez de estilo y selecto acopio de vocablos que distinguían la prodción intelectual de aquel ilustrado periodista; y segundo premio a don Manuel Rodríguez Chiari, cronista de vibrante pluma, quien envió el relato titulado "El Río Azul".
En esto como en casi todo, Cúcuta ha marchado para atrás. ¿Dónde se encuentra hoy el comerciante dadivoso y desprendido que como don Simón Meléndez se gasta cuatrocientos dólares en un certamen tan estimulante y bien intencionado? Por algo dicen los cincuentones que todo tiempo pasado fué mejor.
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Constituyó el clow de aquella arrogante temporada en que brillaba "El Louvre" como cirio con glauca y potente luz, la llegada a sus salones de una esbelta y elegante señorita francesa, que no por tener vida mecánica dejaba de poseer toda la gracia, el chic y la belleza de sus paisanas parisienses.
Vino por entonces a Cúcuta un agente viajero que andaba por el mundo introduciendo a los mercados una nueva marca de polvos para la cara. Ofrecía como aliciente el envío de una linda muñeca de movimiento al comerciante que dé una vez pidiera quinientas gruesas de cajas del albo y perfumado producto. El volumen del pedido espantó a los negociantes en el ramo, a excepción del propietario de "El Louvre". Firmó éste el contrato por las sesenta y dos mil cajitas y se hizo acreedor por consiguiente a la muñeca prometida.
Hizo al fin ésta su arribo. La cantaron los liridas; le rindió homenaje la prensa toda y el púbico en general si más se vuelve loco ante aquel prodigio del arte francés.
Se trataba en efecto de una preciosa nirinett, como de una vara de altura, graciosamente vestida de largo, peinada de "Resplandor" a la moda de la época, la cual se empolvaba la faz ante un espejo, con tan naturales ademanes que parecía verdaderamente de carne y hueso, pelo y trapos.
La señorita "Nivosine", que así se llamaban los polvos que anunciaba exaltó de tal manera la curiosidad de hombres y mujeres, grandes y chicos, en continua romería al afortunado almacén, que casa hubo donde un día se quedaron sin almuerzo porque la criada encargada de la compra, olvidando sus deberes culinarios permaneció toda la mañana en éxtasis completo ante la hermosa francesita.
La propaganda surtió además tan buen efecto que contra la pesimista opinión de los "expertos", no solamente vendió don Simón las primeras seis mil docenas
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de polvos "Nivosine" sino que tuvo que pedir más para atender y dar abasto a reiteradas demandas de su satisfecha clientela.
Aún existe la señorita "Nivosine"; pero ajados sus crugientes vestidos, ofendida la tez por la inclemente grosería del tiempo, agotada ya la mercancía que le dió nombre apenas sí se deja ver allá en la penumbra de un rincón familiar, muertos para siempre sus cimbreantes movimientos de vampiresa antigua.
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