Ramón Leandro Peñaranda. Setenta y siete años. Cuerpo erguido. Nevados los cabellos y el bigote. Normal la vista. Sano el oído. Y perfecta la memoria.
Un hombre simpático, ingenuo y noblote, espécimen genuino del morador de nuestros campos, incapaz de doblez, incapaz de mentir, franco y crédulo. Abstemio y católico sin limitaciones ni respetos humanos. Modelado ala antigua, habla sin detenerse a preparar la frase, sin disfrazar la intención, abiertas de par en par, a la curiosidad de enfrente, todas las ventanas del espíritu y de la mente.
Don Ramón Leandro Peñaranda, el descubridor de los Tesoros del Catatumbo, es viudo. Por perderlo todo, perdió hasta su único, su profundo cariño —el de la vieja irreemplazable-- que se le murió una noche, hace nueve años, una noche de insondable amargura y de dolor intenso.
Vive ahora de sus hijos, de tres hijos que velan sobre sus parcas necesidades con celo y abnegación quedan gusto y hacen creer aún en las bondades del mundo: Miguel, empleado de la Colombian Petroleum —de lo que debiera ser suyo— que aporta la materia económica; Francisco, compañero fiel que jamás lo abandona, y Matilde, quien desde el cristiano hogar que preside en lejana tierra, le envía, con ternura de mujer queredora,
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breves pero frecuentes recuerdos escritos, casi siempre acompañados de algo más convincente y real. ...
Don Leandro, como se le llama comunmente, pues muy pocos tienen noticia del Ramón que le antecede, nos honró —porque es honrosa la amistad de un viejo de éstos, todo lealtad, todo honradez, todo virtud— nos honró, decirnos, hace poco con una visita interesante y amena. Al estrechar su diestra, áspera y rugosa, tuvimos la sensación de haber rozado un rallo o tropezado con una escofina y al notar él nuestro asombro, sonriendo con benevolencia se descalzó para que viésemos sus pies, cuyas plantas agrietadas y duras, como de caucho vulcanizado, rompían, al pisar, las más bravas espinas y se hicieron insensibles al dolor en el continuo trajín por montes y cañadas:
—Es que yo sí he peleado de veras con la montaña, nos dijo mientras se ataba de nuevo las fuertes "alpargatas".
Modesto, no con modestia postiza ni de oropel, sino con modestia natural, sencilla y sin cálculo, don Leandro nos relata gran parte de su vida meritoria y prolífica. Cuando le preguntamos si ha obtenido, como descubridor indiscutible de los petróleos del Catatumbo, algún beneficio de su obra, nos responde simplemente:
—Ni tardo así —y hunde en la yema del índice derecho la uña del pulgar— ni lo he pedido tampoco. Algunos amigos, el primero de ellos el Padre Ordóñez Yáñez, aquel gran caballero, gran sacerdote y gran trabajador, varios periodistas y el actual Concejo Municipal de Sardinata que conocieron mis luchas y se convencieron ampliamente de la legitimidad de mis derechos "extraviados", han intentado por todos los medios y con documentos irrebatibles, interesar al gobierno nacional en mi favor. Esas voces de compañerismo, ese estímulo gallar-do, no ya a mis actividades, a mis fuerzas cansadas, si-no a mi conformidad que, por otra parte, jamás ha flaqueado, son hasta ahora mi única satisfacción. Parece que el Senado o el Presidente Santos, --que al fin periodis-
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ta— se preocupa por la opinión pública, están oyendo, ahora así, aunque apagado, el clamor de mi pueblo y de mis amigos, pero, en realidad, nada sólido hay aún...
—Desde muy joven, continuó, hice amistad con la selva. A los 18 años ya era empleado de la Compañía formada por los señores Peñarandas para fundar potreros o dehesas en aquellas desconocidas regiones. Luégo trabajé en la apertura del camino a Tamalameque, a órdenes de don Diego Bocaranda y otros, de quienes, más tarde me convertí en proveedor de mercados. Mi mayor placer consistía en atacar y derribar a hacha los más gruesos y airosos árboles y abrir grandes "boquetes" en la montaña, que pensaba yo, eran como las puertas por donde debía entrar la civilización. Mucho tiempo permanecí entonces entre aquellos inmensos bosques jamás antes heridos por la herramienta del hombre blanco, descubriendo verdaderas maravillas en maderas, cuya abundancia y extraordinaria variedad me propuse y logré, aunque a medias, explotar. Las fieras, los reptiles, los insectos, más crueles y agresivos que aquéllas° la humedad y la fiebre, y ni aun los mismos indios, me causaban in-quietud, ni me inspiraban respeto. Con estos últimos llegué incluso, a verificar esta fácil transacción : mataba dantas, váquiros, patos y pajuiles, los deshollaba o desplumaba, y sin más preparativos dejaba esa carne muerta en las playas del río o de los caños, en lugares bien claros y despejados, donde ni rastros de peligro o emboscada pudieran existir para ellos, y me alejaba discretamente y a buen paso. "Mis contrapartes" se acercaban con sigilo (un par de veces logré espiados) examinaban el obsequio y cargaban con él hacia sus viviendas. En cambio nunca fuí molestado, ni con la más leve amenaza. Habíamos formalizado, como usted ve, un contrato tácito, muy conveniente para mí y pira los motilones muy nutritivos! —Con un hermoso lote de maderas bajé después a Encontrados. Allí las deposité y como se me ofreciera un buen enganche, entré a trabajar en la obra del Gran Ferrocarril del Táchira, cuyos
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primeros rieles tuve el honor de clavar, bajo la dirección del inolvidable ingeniero doctor Juan Roncajolo, uno de los hombres más bondadosos y amables que he tratado en mi vida. Pero el embrujo de la montaña, hostil y arisca, mas también apaciguadora con el sedante de su gran silencio inmutable mantenía sobre mí su ineludible hechizo. Además ya había notado ciertas emanaciones de gas" (kerosene) en algunos recovecos de la selva y como se hablaba mucho por entonces de lo que era y sería el petróleo y cómo se producía en minas o yacimientos, me inquietaba la curiosidad de averiguar el origen de los tales "olores". Volví, pues, a la atrayente "Motilonia", esta vez acompañado, eso sí, de varios amigos maracuchos, enamorados como yo de la aventura. El monte hizo girones nuestras ropas; la "plaga" hizo trizas nuestras carnes y la angustia y el sobresalto continuos maltrataron sin piedad nuestro ánimo. Pero "constancia vence lo que el empeño no alcanza": al cabo de los meses, maltrechos, hambreados, enfermos, descoloridos y flacos, "recalábamos" de nuevo en Encontrados y, ahora sí, yo con una lata llena del petróleo que había descubierto en lo más profundo y denso de la montaña inhóspite! Tan seguro estaba de que hallaría lo que buscaba, que ese recipiente y un cutiño, para soldar, eran lo más preciado en el equipo de la expedición.
Don Vidal Peñaranda, en Gramalote y otros en Sardinata, a quienes participé mi éxito, podrían atestiguarla veracidad de este episodio, si mis canas, mi nombre y mis antecedentes no fueren suficiente garantía de la honradez con que le hago este relato.
Cuando días después llegué, con mi pequeña fortuna en la mano, a Puerto Villamizar (Colombia) fueron tales el estupor y el entusiasmo de don Juan Leal, alto empleado del Ferrocarril de Cúcuta, quien casi caía en éxtasis ante "la muestra" que yo exhibía ufano, que sin vacilar me propuso sociedad --como socio capitalista él—para que no demorara la explotación de la colosal riqueza, cuyos fabulosos beneficios, según él, bastarían a con-
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vertimos en archimillonarios, antes de doce meses de trabajo. Acepté de buena fé, conviniendo en reunirnos un mes más tarde en Sardinata, para visitar juntos "la mina",determinar la ubicación de los campamentos y tomar posesión definitiva de los terrenos.
En la fecha señalada se presentó en casa, en compañía de Miguel Hernández (a) "el patón"; y con éste, mi ahijado Félix Ureña y los peones Teodoro Galán y Vicente Niño, emprendimos viaje, río abajo, en una balsa, rebosado nuestro espíritu de ilusiones y esperanzas y con provisiones apenas completas para el tiempo calculado. Esta expedición resultó desastrosa. Al acampar en "Tamborcito", última habitación de gente civilizada en el trayecto, el señor Leal no pudo reprimir el deseo de bañarse en el río (cierto es que el calor derretía las piedras) y a pesar de mis advertencias, se arrojó al agua sonriendo alegremente y "como haciéndonos fieros" portan delicioso placer. Pero no había avanzado tres metros agua adentro, cuando exhalando tremendos gritos y haciendo grotescas cabriolas, regresó a la orilla, donde se tiró a revolcarse, mientras con ambas manos se agarraba una pierna, como si alguien se la fuera a robar. No era para menos : unos centímetros arriba del tobillo, el terrible arponazo de una raya "tartaguita", la más feroz y venenosa de todas las rayas, le había abierto espantosa herida! 15 días estuvo de espaldas sobre un "cuero"; senos acabaron los víveres, nuestros muchachos Galán y Niño, se volvieron a Sardinata y sólo después de obtener yo nuevos "comestibles" mediante un rápido y casi fantástico viaje a Encontrados, pudimos internarnos en la selva, tras la ansiada meca y con los ánimos bastante mermados de parte de don Juan y de su segundo Hernández. Le aseguro que todos los mosquitos de los alrededores engordaron a costa nuestra; las "calenturas" se cebaron en los cuatro. bueno: al cabo de mil peripecias arribamos a "la fuente" y hundimos los brazos en el copioso manantial de petróleo que brotaba espontáneo de aquel suelo milagroso y fecundísimo.
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Le interrumpimos :
—¿De manera que fue usted quien llevó al "Patón" a aquellos lugares y no al contrario como han tratado de sugerir algunos?
Le repito que soy absolutamente honrado en mi narración. Hernández nunca hubiera visto aquello si yo no los hubiera llevado casi de la mano.
Y después?
Después ...... después la historia que torna a repetirse. Don Juan Leal —en contraposición con su apellido— se negó a reconocer los gastos de la expedición y "se enfrió" en cuanto al negocio. Para quedar bien invertí en pagos el producido de mis maderas. Sin recursos, desalentado, ignorante del camino a seguir para sacar a campo limpio mis derechos, me dediqué a la agricultura, a levantar y educar mis hijos Entretanto Leal y" el patán" informaban a Virgilio Barco, le vendían "su" descubrimiento, me traicionaban ..... A qué oponerme, si estaba solo y pobre! Qué podía hacer contra el capital y las influencias! Opté por no decir una palabra, por ni siquiera ver al señor Barco, a quien no hice ni hago inculpaciones, porque él jamás supo la verdad. Con todo, mi montaña me ha sido fiel. En mi poder conservo muestras notables de otros valiosísimos minerales que guardan su opulencia en el fondo de aquellos laberintos verdes. Si el gobierno y yo "nos entendemos", si alcanzo la satisfacción moral que exige mi decoro, volveré a hurgar en esas tierras aladinescas, donde los árboles gigantes se nutren de tesoros, clavando sus raíces en riquezas fantásticas ... "Aún vive Maza"!
Calla don Leandro y mentalmente reemprende viaje por los bosques ilímites. En sus pupilas, opacas por la niebla de los años, brilla sinembargo el destello de energías que no mueren, que se rebelan contra la inercia, que quieren batallar todavía. Sus manos, cuadriculadas por las arrugas, se aferran nerviosas sobre las rodillas y una sonrisa irónica, de resignación obligada, resbala fugaz sobre sus labios exangües.
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