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LA YEGUA DE DON RAMÓN.


CÚCUTA DE OTROS DÍAS.
Por Carlos Luís Jácome «Charles Jackson». Imprenta Departamental Cúcuta 1945

LA YEGUA DE DON RAMÓN.

En el año de 1896, o cosa así, regía los prósperos destinos del municipio de Cúcuta Dn. Ernesto B. Rosales, quien, extraña cualidad en aquel tiempo, hacía gala de un espíritu inquieto, amigo y mecenas de toda innovación.

Como presidente de la junta de fiestas dispuso Dn. Ernesto que las de julio de tal año debían celebrarse en la plazuela de Colón, hoy frondoso y concurrido parque, el más bello sin duda de la ciudad actual.

No era así ni mucho menos en los días a que nos estamos refiriendo. La plazuela de Colón metía miedo al transeunte y se consideraba hazaña peligrosa, con vistas a una insolación, atravesarla en las horas del mediodía, cuando el sol caía a plomo sobre el infortunado peatón. Era aquello un extenso cuadrado, árido y candente, cubierto en partes por grandes tendidos de "cascajos", que constituían verdadero martirio para quien los pisaba; y en otras por invisible alfombra de "cachitos", especie vegetal inventada por el creador para tormento y castigo de los pecadores. Un raquítico "zorrocloco", frente a la fachada del hospital y un énclencle mamón, que podía discutir con un alfiler de punta al que diera más sombra, hacia el costado Norte, eran los únícos ejem-

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plares de la flora nacional que adornaban aquél páramo triste y desolado. Escaso el vecindario, casi todo al rededor de la exéntrica plazuela eran cercas y paredes, salvo el lado del oeste en donde como ahora lucía su modesta construcción el Hospital de caridad.

La opinión pública se mostraba profundamente disgustada con el progresista Alcalde. Todos quien más, quien menos auguraban a las fiestas fracaso rotundo, de resonancia catastrófica, y no se tenía entre los contrarios argumentos, como el de menos fuerza, la falta de puentes sobre la toma de "Pescadero" en las calles 12 y 13, segura amenaza de inesperados baños para los nocturnos' fiesteros que abusaran del brillante y topacino "Henessy" que era el licor de general consumo en época tan rica, pródiga y sabrosa.

La oposición casi unánime que rodeó el proyecto no logró conmover un ápice el ánimo rectilíneo del tenaz Alcalde. Quintuplicó la edición de programas, los distribuyó en los estados vecinos de Venezuela y en el interior del país; armó la cerca de horcones y varas y los consabidos palcos con techo y fondo de lona; prodigó generosamente los permisos para cantinas y ventas; y al fin y al cabo como en la ciudad no había otro sitio de tanta atracción y tanto ruido, pues a la plazuela de Colón fueron todos los cucuteños y las fiestas julianas alcanzaron dicho año el más alto renombre de pomposas, expléndidas y entusiastas.

Las morrocotas, las onzas y entre estas alguno que otro tímido y humilde peso fuerte, corrieron tintineantes de mano en mano en las mesas redondas y en las ruanas reinosas extendidas en el suelo. El brandy, las cervezas extranjeras y las demás estimulantes, no de tan encopetado origen pero sí de la misma potencia enardeciente que pudieron conseguirse para la temporada fueron liquidados "hasta la última gota" y casi finalizaron a tiempo con el postrer disparo del "castillo", conque se cerraba la "grande y extruendosa quema del 24".

Recordamos muy bien los divertidos incidentes de

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una de aquellas tardes de derroche y alegría. Habían soltado a la plaza un novillo hosco de regular alzada y extraordinarias ligereza y ferocidad. En la esquina de la calle 13 con avenida 3a. el rústico cercado no ofrecía la necesaria resistencia, por haberse dejado allí algo como una entrada para los jinetes que acostumbraban hacer pública exhibición de su elegancia y maestría en el arte de montar, Conoció la fiera tal debilidad y queriendo aprovechar aquel rayito de libertad que le obsequiaba la suerte, armó tremendo vuelo y rompiendo sogas y palos, no sin tumbar media docena de desprevenidos espectadores, saltó a la calle y se dió a la fuga, con visible desconcierto de los tranquilos paseantes de ambos sexos, los cuales se echaron, unos, a lo largo de las cunetas haciéndose los muertos y se treparon otros, a los árboles, postes y ventanas, para eludir las embestidas del cornúpeto.

Pronto fue este ensogado y de nuevo conducido a la repleta plaza, donde con cierta maña o con cruel instinto, se dió a la tarea de bajar de la cerca a aquellos de los concurrentes que no podían subirse a lo más alto. Se arrimaba el inteligente bicho a los racimos humanos que se amontonaban prendidos de las varas, escogía el sayo; pasando uno de sus cuernos por entre las piernas de la víctima y con brusco movimiento de cabeza, de abajo arriba, lo tiraba de espaldas sobre su propio lomo y de allí de nuca al suelo, donde sino andaba listo a escurrirse como lagartija por entre los travesaños inferiores, le propinaba sus buenos revolcones y tal cual puntada de ñapa o encime.

En el centro de la plazuela existía de tiempo atrás algo como un pedestal sin estatua de metro y medio de altura y cincuenta centímetros por lado aproximadamente, sobre el cual colocaban los capitanes del día una pipa de aguardiente, con no menos de cincuenta litros del anizado y una pequeña espita de madera. El brindis era gratuito pero quien quería disfrutar de..él.. tenía que entendérselas con el furioso astado y entre tra-

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go y trago hacer de Cúchares o de Espartero si quería conservar dentro del cuerpo el líquido regalo. Nuestro conocido amigo "El trabuco" de quien ya hemos hablado en otro artículo, no se anduvo aquella tarde por las ramas y diciéndose, creemos, "Bien vale París una misa" --sí es que tenía noticias el picaruelo Enrique de Navarra, se lanzó a la lanza de la pipa, con aire de conquistador incontenible. ¡Media hora después devolvía en el Hospital todo lo que había ingerido más unos cuántos gramos de su sangre, a consecuencia del arrastrón más formidable de su vida bajo las patas y los "cachos" del furibundo hosco, que no toleraba ninguna clase de confianzas!

Mientras duró la ausencia del incansable animal, penetraron a la plaza una veintena de arrogantes caballeros, cada uno sobre esbelta y caracoleante montura, y entre éstos Dn. Ramón Palayo, el simpático coriano que vino hacer a la larga el cucuteño más cucuteño de los valles del Pamplonita.

Conducía éste su yegua favorita, hermosa bestia de constante brío que se distinguía entre las demás por su airoso paso y su apostura irreprochable. Cuando volvió el toro a sus dominios todos sus compañeros se retiraron muy aprisa; pero Dn. Ramón, empeñado en la parte opuesta, en surtir de almendras y bombones a las encandilantes muchachas de los palcos, no se dió cuenta del peligro y quedó solo en medio de la pista con su tremendo y rápido enemigo.

No tardó en iniciarse el duelo. Embestía el novillo con evidentes ansias de empitonar a su adversario, y la avispada yegua, saltando con celeridad de relámpago se defendía y defendía a su dueño. Dn. Ramón sinembargo notó pronto que el jueguito podía costarle algo más que un susto, arrimó prudentemente la dósil yegua al envarado y agarrándose a las tablas de los palcos, colgóse de allí, mientras aquella, libre de su peso, corría a su sabor burlando y enfureciendo aún más a su atacante.

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También y con tanta donasura y limpieza mantuvo sus ventajas la yegua de Dn. Ramón, que espontáneamente cayó sobre el soberbio novillo una lluvia de sogas y en un periquete fue dominado y llevado al coso, mientras la valerosa yegua era sacada entre víctores y burras y entregada a Pelayo, quien resplandeciente de contento la recibió con efusivo abrazo en el sudoroso cuello y montó luego en medio de clamorosos gritos y nutridas aclamaciones.

Y así terminó aquella clara y luminosa tarde de fiestas, cuando era alcalde el tesonero innovador Dn. Ernesto B. Rosales.

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