El contrabando constituyó hasta no ha mucho, la más común y lucrativa de las pequeñas industrias regionales. Hablarnos del contrabando qué podríamos llamar "casero", del que practicaban algunas mujeres y hombres de reducido capital básico; porque existía la otra clase, la del contrabando en grande, "pasado" a lomo de mula o en "polleros", en partidas de ocho a diez acémilas o cargadores bien armados, el .cual usaba ciertas vías estratégicas conocidas de los guardas que las respetaban para evitarse un canje de balas, peligroso y no siempre favorable.
El pequeño contrabando se hacía generalmente por el ferrocarril de la Frontera. En el tren de 6 a. m. viajaban frecuentemente varias señoras, vestidas con sencillez y recato, algunas con un brazo en cabrestillo o un pañuelo amarrado a la cabeza, que iban bien a "tomar un baño medicinal" a "Agua Caliente", a San Antonio, "a ver la familia" o "a pagar una promesa" o con cualquier otro motivo más que justificado. Por lo general regresaban del "otro lados' a la estación frontera muy apuradas, en menudas carreritas, con el tiempo justo para comprar la boleta y subir al tren de 6 p. m, y si el guarda, que olía desde lejos el embuchado, las invitaba
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sonriente a pasar al cuarto ad-hoc, donde la encargada de las requisas femeninas esperaba su visita, ponían el grito en las nubes o se tornaban en terribles furias:
--Pero, hombre, me va a dejar el tren ...Yo no traigo nada!
-Siga, señora, hágame el favor.
-Ah caray! No sea necio Y si se va el tren qué hago yo!
Mientras mas se demore es peor.
-Adulantes ..,sopones... muertos de hambre ...eran los términos de la última protesta. La dama pasaba a la cámara fatal, de donde al rato emergía, un poco menos gruesa y seguida de la requisadora que portaba seis cajas de polvos "Myrca", dos frascos de loción, tres de perfumes finos, una docena de cigarrillos y otras chuchea rías de facil venta. La señora no había perdido el tren; había perdido el viaje y el dinero y hasta la paciencia.
Conocimos a una graciosa muchacha, alta, hermosa, y muy simpática, que era cliente segura del Ferrocarril a San Antonio dos o tres veces por semana. La varonil mujer sostenía con el producto de su azaroso trabajo a su pobre madre enferma y a varios hermanitos, circunstancia de la cual estaban al corriente todos los emplea dos del Resguardo, quienes condolidos y respetuosos del penoso y constante trajín de la resuelta joven se hacían de la vista pida cuando ésta volvía de sus paseos allende el río Táchira.
Una tarde ya entre obscuro y claro, bajó nuestra heroína del tren en la Estación Rosetal y quiso subir al tranvía que debía de conducirla al frente de su modesta habitación; pero lo hizo con tanta precipitación y tan violento impulso que se dió un tremendo tropezón con el pasamanos de cobre del vehículo... ¡Crac! Se oyó un extraño sordo crujido y . ... un torrente de licor ambarino empapó en pocos instantes la falda de la viajera y el piso del coche. Fuerte y delicioso aroma de legitimo brandy Henessy se extendió por el ambiente "a... Varios pasajeros se levantaron asombrados, otros, mujeres espe"
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cialmente, rodearon a la atribulada y apenadísima muchacha, que sentía cómo, flojas sus ligaduras, se le deslizaba, pierna abajo, un segundo litro, de los cuatro que portaba atados a sus rollizos muslos. Los dos guardas que estaban de pie en el cabecero, contemplaban embebidos los raudos giros de unas golondrinas y no supieron na-da del cómico trágico incidente.
Muchas personas, cuando por cualquier razón cruzaban la raya fronteriza, practicaban el contrabando del género ínfimo y por pura afición.
No podían verse más allá de la línea sin comprar un potecito de crema facial; un paquete de fósforos, un objeto cualquiera, no por economía sino para darse el gusto de burlar la ley, para sentir la morbosa sensación de correr un peligro, de temblar ante la mirada inquisitiva del empleado de Aduana. Masoquistas en potencia que gozaban entre las angustias del temor.
Por supuesto que de aquí para allá nadie se atrevía a provocar esa emoción, entre otras cosas porque en Venezuela se castigaba el contrabando con meses de cárcel. Y si hubieran sido meses nada más...
Pero los mandatarios venezolanos de entonces muchas veces se olvidaban de que habían mandado a prisión a un prójimo desconocido y el pobre sér se volvía viejo esperando que el "General" o el "coronel" le devolvieran la libertad. ¡Cuán tos no salieron directamente a comprar anteojos y ponerse la dentadura artificial para que los nietos, que ja más los habían visto, no sufrieran una mala impresión del mono!
Se comprende por qué ni los contrabandistas amateurs ni los profesionales, que tan serenamente sorteaban aquí el peligro, jamás se atrevieran allá a toreado, ni desde el último palo de la barrera!.
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