n illo témpore --hablamos del año 900 y sus vecindades— la administración de los negocios públicos tenía su asiento principal en Bucaramanga; no existía la Administración de Hacienda Nacional, ni se pensaba aún en la Administración de Rentas Departamentales, a cargo hoy del insigne mosquetero y ameritado colega don `Roberto Sanjuán. No trataremos, pues, de ninguna de esas tres grandes potencias, las que, dentro del mecanismo oficial, andan solas y tan bien engrasadas, que para nada necesitan que se les toque ni mencione. "La administración", de antaño, era lo que ahora llaman "viático", es decir la ceremonia o el acto religioso encaminado a darle vuelo a un cristiano en vísperas de muerte, y mediante la aplicación de los Santos Oleos, para que efectuara el tremendo salto, de la tierra al cielo, sin chamuscarse las extremidades en las llamas voraces del infierno. "El viático" se lleva hoy en privado.
La hostia consagrada y los milagrosos aceites son conducidos, en automóvil cerrado, bajo las litúrgicas vestiduras del sacerdote, sin pompa alguna. Apenas si una menuda campa- 58 nilla, anuncia el hecho, confundiéndose generalmente su sonido con el de las que usan los carritos vendedores de helados y barquillas, por lo que ni se arrodillan los transeúntes al paso del Santísimo, ni nadie se da cuenta de que hay una persona en el trance de libertar su alma para que vaya al último Juzgado a contestar la postrera demanda. Antaño las cosas sucedían de otra manera.
Lo recordamos muy bien, porque entonces correteábamos como ratoncillos de sacristía, por todas las despensas de la modesta capilla de San Antonio, única en la ciudad con atribuciones de asiento parroquial. Comandados por el inolvidable Francisco, el Sacristán, hombre probo de cuadrada honorabilidad, manso y digno, desempeñábamos las codiciadas funciones de monaguillos o acólitos, una' "camada" de traviesos muchachos del vecindario, para quienes el momento de revestimos con la grasienta sotana y el remendado roquete, era tan solemne e importante jurar su posesión el novato como lo suponemos lo sea el Gobernador.
La nómina era escogida y notable: acólito mayor, Marcos Navarro, quien de los altares de Cristo pasó a oficiar en los del comercio como dependiente de Abbo & Co. Sucs.; monaguillos: el que firma; Pablo .Emilio Castillo, al presente cafetero experto, en los Almacenes oficiales de Depósito; Simeón Docauz, Marcos y. .Esteban Colmenares; Aquileo Sánchez; José María Barbosa; Cayetano Hernández, el rumboso "Conde de Luxemburgo", para quien el hábito resultaba eficaz trinchera desde donde disparaba mortíferas miradas sobre las incautas feligreses, de catorce para arriba, y Marcelino Hernández, cuyos contornos comenzaban ya a adquirir forma de tanque redondo.
Como curiosidad anotamos la circunstancia de que, salvo el último, todos hemos permanecido fieles al lar nativo y aquí estamos, unos más arriba que otros, pero todos a la sombra de las mismas acacias y "hurapos" que cobijaron nuestros años de chicos. 59 Cuando se decía una "administración", ya estábamos tres o cuatro de los del servicio echándonos encima sotana y roquete. Marcos Navarro agarraba el "esquilón", que era una campana ronqueta atornillada a un mango de doble asa, que hacía oscilar con sus dos manos el afortunado portador; Castillo, Docauz, Barbosa y Vicome, reclamaban sendos farolitos; Cayetano se encargaba de la Caja de los Oleos y el cachazudo Francisco empuñaba el vistoso quitasol, amarillo y rojo, bajo el cual portaba el copón el, imponente "Padre Valderrama", mientras el último de los Mohicanos se trepaba al campanario a maltratarse los brazos en interminable repique, que era el anuncio de la augusta procesión.
Esta salía de la iglesia con el del esquilón diez pasos adelante, dos faroles a cada lado del sacerdote y seguida de cuanto individuo, hombre o mujer, se hallara en aquellos momentos en el templo, enfilaba en la ruta hacia el lecho del muerto en perspectiva.
A la voz de la "administración" y al "tin-lán, tin- lán" del acatarrado esquilón, se iban abriendo las ventanas que daban al trayecto y aparecían en cada una un par de fotomóviles con sus espermas encendidas y tras de ellos los habitantes de la casa, que de rodillas y juntas las manos, rezaban a coro: --Santo, santo, santo, señor Dios de los ejércitos.... Llenos están los cielos y la tierra.. De la majestad de vuestra gloria! Los transeúntes se arrodillaban y así permanecían hasta que la administración se perdiera de vista, de modo que si no cruzaba o terminaba cerca, la cosa duraba su buen cuarto de hora, levantándose el creyente con las piernas dormidas o amoratadas si le tocaba un mal ladrillo por cojín.
En la casa del enfermo se acostumbraba extender fragante alfombra de rosas deshojadas desde la entrada hasta la alcoba, y obsequiar al oficiante con un sabroso `lente en pie", al terminar la ceremonia. 60 El regreso no se distinguía por su brillo y solemnidad. Cada uno de nosotros enrollaba su roquete y su sotana y con ellos bajo el brazo volvíamos a la sacristía.
No faltaba quien resultara sobre cargado con los ornamentos del cura y el pesado quitasol del sacristán, ni quien regresara con dos faroles en vez de uno; pero en todo caso la camaradería suplía aquellos desmanes de la amistad y todos tornábamos a la capilla alegres y satisfechos del deber cumplido, mientras el buenazo de Francisco se quedaba atrás, con disimulo, para cumplir, en dos o tres tiendas del camino con la obra de misericordia de "dar de beber al sediento", sobre todo si el sedientó es uno mismo.
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