Cipriano Castro, el valeroso andino que escaló a pulso las cumbres del mando en la vecina república de Venezuela, sufría con alarmante frecuencia graves accidentes del inquietante mal de amor. Le agradaban con exceso las mujeres de todas las dimensiones, clases, edades, colores, nombres y procedencias, sin excepción y tanto más ardor, entusiasmo y miel ponía en sus conquistas cuanto más indiferentes o desdeñosas se le mostraban. Como acostumbraba llamar, sus amoríos "mis tropezones" la gente aseguraba que tropezaba más que las bolas del billar, y como era más entrador que una aguja, no podía ver un palmito bien construido, sin sentirse irresistiblemente impelido hacia el objetivo por la corriente de máximo voltaje que la humanidad designa vulgarmente con el nombre de pasión.
Por ahí el 81, meses más, meses menos, trabajaba el futuro General en Capacho, su pueblo natal. Un poco más adelante, en Peribeca, desempeñaba las funciones de Párroco un cura de apellido Cárdenas, quien en materia de calzones podía darle partido a su colega Ordóñez Yáñez y era además hombre impulsivo y sin frenillo debajo de la lengua. Con él vivía muy cuidada y vigilada por cierto su sobrinita Dorila, avispada y muy linda morenita a cuyo corazón había puesto sitio el incorregible Cipriano.
El padre no veía con benévolos ojos aquella pretensión del capachero y en varias ocasiones le manifestó su oposición de manera clara y terminante.
-----Mire amigo Castro, le dijo la última vez; si Ud.
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trae intensiones de casorio le advierto que no estoy dispuesto a entregarle mi sobrina ni con un par de fiadores; y si no piensa en casarse.... bueno ... es mejor que arregle sus asuntos y se confiese por si acaso.
Poco ó ningún caso hizo el enamorado de aquella rotunda observación y antes bien redobló su ofensiva, echando mano de todas sus armas:
Bajaba una mañana don Cipriano hacia San Cristóbal y en sentido contrario venía el cura de Peribeca ambos muy bien montados. Cuando las dos bestias se cruzaron, levantó el irascible "apóstol" las gruesas riendas de su cabalgadura, y mientras gritaba "De mí no se burla Ud", descargó tres o cuatro foetazos en plena cara de su descuidado adversario. Apeló este inmediatamente por el reluciente Smith & Wesson, de nueve milímetros que llevaba al cinto y disparó sobre el Ministro del Señor tres de las cinco balas de tambor, ninguna de las cuales dió en el blanco.
Un par de días después, su Ilustrísima el Obispo del Táchira publicó un decreto muy erudito y bien documentado, por el cual declaraba excomulgado y fuera de la Iglesia al castigado pretendiente de Dorila.
La excomunión no había sufrido aún la desvalorización total a que ha llegado quizá por el abuso que de tan temible sanción se viene haciendo ahora. Las gentes timoratas negaban hasta el saludo al excomulgado y hasta los menos crédulos se hacían los ingleses cuando tropezaban con él. Esto y la persecusión de las autoridades que deseaban también echarle el guante obligó a Cipriano a asilarse en Cúcuta.
Hasta aquí sinembargo lo siguió la furibunda influencia de la curia tachirense. El Obispo de Pamplona, a instancias de su "villorro" cofrade, excomulgó igualmente al impetuoso cupido de marras.
El tiempo fué borrando luégo de la vida activa el incidente y Cipriano pudo dedicarse a sus negocios y, a la prosecución de sus aventuras donjuanescas.
Conoció entonces a una linda, vivaracha y muy
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simpática morocha, en plena florescencia de sus quince primaveras, muchacha recatadita y candorosa, criada y educada en casa de doña Felicia Gallegos de Arocha, cuyo nombre de Zoila Rosa, cuadraba divinamente con su portadora. A las puertas espirituales de aquella alma juvenil e inmaculada no había golpeado aun con sus nudillos regordetes el travieso cieguecito mitológico, por lo que el llamado del fosfórico capachero fue bien recibido.
El asedio de la plaza no fue, con todo, tan fácilmente victorioso como se lo imaginó el conquistador, y éste hubo de rendirse pronto al matrimonio para acelerar la invasión. La señora de Arocha y su hermana política doña Francisca de Arocha, completaron su filantrópica empresa, entregando su pupila al futuro Presidente venezolano como Dios y las buenas costumbres lo disponen.
Dicen los que lo vieron, que, aunque Cipriano no era ninguna copia de Adonis ni se semejaba al elegante Brummel, lucía muy bien como pareja de la chirriadisima morena cucuteña.
Pero .. para llegar hasta el presbiterio y oir la consabida epístola paulina, tuvo que vencer otro inconveniente: el de su excomunión. El enamorado pretendiente se vió obligado a solicitar del Obispo pamplonés, con toda humildad y muy contrito, que se le levantara la pesada penitencia y se le recibiera de nuevo en el seno de la Santa Madre.
En el atrio de la Iglesia de San Antonio, públicamente, en una luminosa mañana veranera, se cumplió la imponente ceremonia. Las puertas del templo le fueron abiertas al repudiado hijo mediante los ritos de rigor, inclusive el simbólico vapuleo con el verde bejuquillo de un rosal.
_Y fue así como Zoila Rosa, años más tarde la primera dama de Venezuela, modelo de mujeres fuertes, virtuosas y abnegadas, hizo donación de sus encantos al primer hombre que cantó ante sus rejas la serenata dulce del amor!.
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