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ENTRE DOS FUEGOS.


CÚCUTA DE OTROS DÍAS.
Por Carlos Luís Jácome «Charles Jackson». Imprenta Departamental Cúcuta 1945

ENTRE DOS FUEGOS.

La casa de habitación de la familia Gandica, en la calle 9a. se prolongaba antiguamente hacia el oeste, en un gran solar, con ancho portón hacia la calle. Ese terreno lo ocupa hoy el edificio de un hotel moderno y entonces servía para el encierro y ordeño de las diez o doce vacas lecheras, que hacían parte de los negocios de don Pedro, el noble viejo tronco de aquel digno y apreciable hogar, Además de las susodichas reses, guardaba don Pedro en un rincón del solar y aislado por bien segura cerca de varas, un respetable marrano báquiro, tan arisco, salvaje y agresivo como cuando lo cazaron y con los colmillos tan afilados y puntiagudos como leznas, y, bastante separado de su gruñón vecino e. igualmente dentro de resistente corraleja, un macizo y malgeniado "ovejo"' que no por tener los cuernos retocidos hacia atrás, dejaba de meter miedo con sus furiosos y violentos testarazos (1).

Ni deportes —ya lo hemos dicho en varias ocasiones— ni vespertinas, ni automóviles, ni las gangosas e insípidas audiciones de radio de "La voz de .... cualquier

(1) Conservamos la forma arbitraria — Ovejo — con que se designa aquí el macho de la oveja, porque la palabra "Carnero" en boca de cucuteños totales, no sólo resultaría ridícula, sino que desteñiría el relato del colorido local que pretendemos darle. "Carnero" se llama en Cúcuta depósito de huesos anónimos en el Cementerio.

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parte", venían entonces en auxilio de nuestra juventud para ayudarla a vencer el aburrimiento de nuestra existencia pueblerina. Los muchachos tenían que exprimirse el magín para hallar distracciones honestas y ... económicas.

Fue por eso por lo que la "Milita" compuesta por los inquietos muchachos Pedro Julio Angulo, Pedrito Gandica, Guillermo y Jorge Jurgensen, Gustavo y Jorge Sotos, los Ramírez Berti, Carlitos y Agustín Garbiras y otros cuyos nombres se esconden en nuestra memoria, todos de pantaloncito alto y sin pelucilla siquiera debajo de la nariz, resolvieron organizar la corrida del oveja para una tarde dominical, previo asentimiento del propietario de "la fiera".

Al efecto limpiaron el "ruedo" de piedras y hojarasca; cercaron los espacios escuetos, hasta levantaron un palco para que presidieran el espectáculo las niñas de la casa, Conchita, Mercedes y María Antonia, con otras amiguitas de la vecindad y repartieron invitaciones a "tendidos de sol", que eran el físico suelo, tras los palos de la barrera.

Llegado el solemne momento del toreo —o del ovejeo, si ustedes gustan— salió a la arena la cuadrila antes nombrada, calzados los diestros con alpargatas de suela, que era lo que usaban los cachifos de la época, pobres y ricos, y cada cual provisto de su flamante capote: costales harineros abiertos, unos, trozos de coleto otros, y aun alguna cobija de colorines, sustraída cautelosamente a la supervigilancia materna. Una prolongada ovación hizo latir aceleradamente sus juveniles corazones.

Abierto el coso saltó al circo el furibundo oveja Simultáneamente todos los "toreros" saltaron también a la barrera, sin que ni gritos, ni carcajadas, ni alguno que otro silbido fueran suficiente estímulo a su amor propio; Pedro Julio Angulo se resolvió el primero a la faena y abriéndose de capa, de coleto, mejor dicho, y sin recordar el requisito de correr la fiera en el primer tercio, marcó un par de largas muy aplaudidas. Le siguió

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Guillermo Jurgensen; una verónica muy ceñida, y elegante, dos, tres El bicho atacaba con rabia. Embestía y revolvía con extraordinaria rapidez, sin dar tiempo a la defensa, Guillermo se afanó, se ofuscó. Atolondrado y viéndose cerca a una corraleja, tiró el capote a los ojos del oveja y de un agilísimo brinco saltó al refugio. Un grito agudo y desesperado y el pobre muchacho reapareció en lo alto del cercado sangrando copiosamente de una pierna. En su desconcierto equivocó los lugares y se metió en el cubil del temible cerdo montés, el cual, sin previa amonestación le clavó sus acerados colmillos en la pantorilla izquierda. Confusión. Voces horrorizadas. Conatos de desmayo.

Caos. Mientras Marcelino y Bernardo, sirvientes de don Pedro y a la sazón "mozos de brega" en el circo agarraban por los cuernos al bicho y lo enchiqueraban quieras o no, sus amigos y compañeros llevaban a Jurgensen al interior de la casa, donde las señoras y las niñas le aplicaban yodo, percloruro, cold-cream, hilas y esparadrapo, amén de otros menjurjes del botiquín casero.

Tal fue el final poco glorioso de la monumental corrida.

Al día siguiente don Pedro ordenó la "ejecución" del báquiro heridor y en un reluciente azafate le fue enviado al herido un suculento y bien gordo pernil, rico jamón en ciernes, quizá con el propósito de que el malogrado diestro pusiera en práctica la Ley del Talión y clavara también sus dientes en la pierna de su enemigo.

De los miembros de "la cuadrilla", algunos se fueron prematuramente de esta vida, tal vez sin probar el acérrimo sabor de los desengaños; otros han buscado lejos el camino del porvenir; los demás han permanecido entre nosotros y hoy, hombres ya maduros, con plata y ceniza en la crespera, están todos en el frente de combate, peleando a diario con la suerte, las batallas interminables de la subsistencia.

Para ellos, amistosamente, este breve recuerdo de los días que jamás regresan.

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