El pozo del Carmen Todos los cucuteños antañones conocimos el "aljibe" que, con el nombre arriba expresado, se hallaba abierto al público, al final de la calle 10 hacia occidente.
Dentro de un patiezuelo cercado de altas paredes y bajo un rudimentario kiosko de madera y tejas provisto de sólida garrucha con su correspondiente torniquete y un buen cubo en la punta de la soga, el pozo "del Carmen" surtía de agua potable al pobre y laborioso vecindario de aquel extenso y árido sector de la ciudad, donde los muchos hatos de cabras, la riqueza del barrio, mantenían en el ambiente cierto acre y persistente olor, no precisamente de rosas y jazmines, aunque tampoco insoportable ni agresivo.
Todos lo conocimos y recordamos, pero muy pocos saben su historia.
Paseábase una tarde juliana, de esas en que la tierra gruñe de calor, por los alrededores del poblado, años antes de la última guerra, el estimable caballero danés don Cristian Andresen y su virtuosa y elegante consorte doña Teresa Briceño, cuando al llegar, por la aludida calle 10, a orillas del callejón que entonces bordeaba y atraviesa hoy el caserío, alcanzaron a una enclenque y tambaleante viejecita que con una tinaja de agua a la
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cabeza, a duras penas avanzaba sobre la arena, hecha brasas, de la vía.
—Oiga, abuela, la interceptó el señor Andresen; ¿de dónde trae usted esa agua?
—Di cajá,' contestó fatigosamente la anciana, señalando hacia el oriente, del puro "brazo", porque la "toma" tá xeca dende ayer.
—¿y [todos los de por aquí tienen que hacer lo mismo?
—No señor.— Los que tienen burro la traen en burro; los que tienen sirviente se la trae el sirviente y los que nada tenemos nos la cargamos como ve.
—¿Cómo te parece Teresa?, preguntó paralizado de asombro el magnánimo extranjero.
y su sorpresa tiene sólido fundamento, porque de- be saberse que del "brazo" hasta el lugar de aquella es- cena hay más de quince cuadras, kilómetro y medio largo, que los moradores del barrio tenían que recorrer para proveerse del elemento líquido, indispensable en la vida.
No pensó mucho el señor Andresen el enormísimo favor que iba a hacerles. Al día siguiente, muy temprano, ya estaba adelantando las gestiones necesarias para construír el pozo. Adquirió el terreno y contrató los servicios de clon Sebastián Ontiveros, experto muy recomendado en esa clase de trabajo y sin dilación dió comienzo a la caritativa obra. Tuvo el señor Ontiveros la fortuna de hallar a pocos metros de profundidad una agua pura, cristalina, dulce y permanente, como si la Providencia quisiera facilitar el inestimable beneficio, y en pocos días levantó una regular casa y terminó el "al- jibe", que recibió el grato nombre "del Carmen", en re- cuerdo de la señora madre de doña Teresa.
Para que hubiera orden en la toma del agua, el señor Andresen instaló en la nueva vivienda a una honra- da mujer de toda confianza, María de la Cruz Herrera, a la que, no sólo gratificaba con un regular salario, sino que le regaló cien cabras, varios cerdos y algunas ga-
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llinas, para que con su producto atendiera a su subsistencia, obligándola, en cambio, a abrir la poceta al público para la extracción del agua, de 9 a 11 de la mañana y de 2 a 6 de la tarde, tiempo más que suficiente para que todos los vecinos, no muy numerosos por entonces, llenasen sin apuro sus vasijas.
Aquella reglamentación fue causa de graves y frecuentes dolores de cabeza para la pobre María de la Cruz, pues, pasados los días de entusiasmo y calmado el fervor de la gratitud, los veleidosos "llaneros" dieron en hacerse exigentes y cavilosos. Sin acordarse de la "jornada anterior", de aquellas quince cuadras tan largas y calcinantes, principiaron a manifestarse inconformes con el horario establecido y saldaban su enojo con gritos y denuestos contra la inocente cuidadora:
----¡Eso no es suyo, 'vieja tal y cual,
—No cierre, ña Dulia, que el agua no se le acaba....
Etc., etc., etc.
Al fin y al cabo como que volvimos a la razón —¡oh señor voluble, inconstante y tornadizo que es don Pablo!— o el servicio se aumentó desde las 7 de la mañana; la verdad es que el "Pozo del Carmen" estuvo dando magnífica agua al vecindario durante muchos años, hasta que los tubos de hierro y los tanques de cemento tornaron inútiles sus favores.
Hoy ni el nombre conserva aquella esquina, lo que viene a confirmar lo dicho antes: ¡Oh, señor voluble, in- constante y tornadizo....!
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