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EL PADRE ARIAS.


CÚCUTA DE OTROS DÍAS.
Por Carlos Luís Jácome «Charles Jackson». Imprenta Departamental Cúcuta 1945

EL PADRE ARIAS.

El Padre Justo Pastor Arias fue un sacerdote venezolano que vivió largos años entre nosotros corno legítimo apóstol de la humanidad y murió en el Hospital de esta ciudad, en olor de Santidad. Porque si no tiene derecho a que se le venere corno santo un hombre tan puro, tan noble, tan casto, tan modesto y desinteresado como él, es que no existen los llamados a sentarse a la diestra de Dios-Padre.

Parece que sus padres adivinaron cuando lo llevaron a la pila bautismal la altísima misión que su hijo había de desempeñar en este mundo, porque el Padre Arias fue justo entre los justos y como pastor, ninguno cuidó con mayor celo de sus ovejas, ni otro reconquistó tantas descarriadas para su redil.

Le conocimos ya cuando su vida principiaba a declinar. Pequeño de estatura, de ojillos grises, vivaces y maliciosos, prominente nariz y agudo mentón, un sedoso manto nevado de canas, armaba su cabeza, nidal perpetuo de pensamientos diáfanos como la luz y en perfecta consonancia con los sentimientos de su corazón, de frente siempre a la bondad, como un latente y rojo girasol. De viva imaginación y despejada mente, no obstante su edad avanzada y sus enfermedades, tenía conti-

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nuamente en los labios la ocurrencia oportuna, el comentario sagaz, la respuesta precisa.

Sus grandes virtudes, la cadena interminable de sus méritos y cualidades llegaron a oídos de Su Santidad el Papa y el Padre Justo se convirtió en Monseñor Arias, merced al nombramiento que el Pontífice le hizo como Prelado doméstico da S. S. Pero nunca hubiera lucido el hábito morado de su jerarquía, si el Obispo de Pamplona no le hubiera obsequiado uno completo, desde los zapatos con grandes hebillas hasta el solideo. Cuando alguien lo felicitaba por su exaltación al episcopado, contestaba sonriendo socarronamente:

—¿No vé? ¡Qué ocurrencia la del Papa! Se le ha puesto en la cabeza que yo debo de morir "morado"! Jamás pudo Monseñor Arias abrigar un centavo en el bolsilla. Las Hermanitas de la Caridad, del Hospital y La Casita, lo consentían y mimaban corno a un niño inquieto y manirroto. Tenían que guardarle, muchas veces contra la voluntad del dadivoso abuelito, los obsequios que a diario recibía, como ropa interior de seda, objetos de arte, frutas y golosinas, porque de no hacerlo así, no le duraban doce horas: en seguida los distribuía entre los pobres, sin fijarse en la cara ni el nombre del favorecido.

El reloj despertador no faltaba en su mesita de noche, para que le recordara todas las mañanas a las cinco, que debía levantarse a decir su misa, a la que nunca faltó. Un día llegó a visitarlo --eso dijo, por lo menos-- uno de esos rateros "de botín y corbata", tan audaces y peligrosos como ajenos a toda consideración, y al despedirse deslizó en uno de sus bolsillos, con todo disimulo, el plateado despertador. Iría el caco por el zaguán, cuando las hermanitas advirtieron la falta y con aspaviento de asombro, ganosas de perseguir al relajado, llamaron la atención de su confiado huesped.

—Monseñor, Monseñor, ese hombre le robó el despertador!

---Ya lo ví, ya lo ví, Hermanitas, ... replicó dulce-

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mente el pastor, pero me dió tanta pena hacerlo quedar como ladrón . ... Déjenlo ir, que Dios me dará otro!

En el cumplimiento de sus obligaciones, en el servicio de Dios, no toleraba obstáculos ni aceptaba reflexiones.

Hallábase una vez recogido en el Hospital, con uno de esos catarros llamados entonces "el dengue", cuando una fría, obscura y lloviznosa noche de noviembre, tocaron como a las 10, en la puerta del benéfico establecimiento.

—Abra, dijo la R. Madre a la portera; debe ser un herido.

No había ningún herido: quien entró fue un muchacho, de catorce a quince años, que urgido y lloroso, clamaba suplicante:

—El Padre Justo! ¿Dónde está el Padre Justo?

—Monseñor está enfermo, niño, contestó una de las Hermanas.

--Y ora qui hago yó. Mi mamá s'está muriendo, y dice que no se confiesa sino con el Padre Justo! Monseñor Arias, que estaba oyendo lo que decía el angustiado muchacho, se asomó a la puerta de su pieza y con la bendita calma que nunca perdió, intérvino con estas palabras:

—No te aflijas, hijito. Yo voy contigo. Esperáme unos instantes.

Y pése a la oposición de las Hermanas, que temían una peligrosa recaída en su querido enfermo, salió al rato, envuelto en gruesa capa de lana, que las mismas Hermanitas lograron echarle encima, cubierto con un gran sombrero de paño y enfundadas las zapatillas en relucientes zapatones de caucho, "y unos ratos a pie y otros andando," porque en aquella época ni se sabía aquí que hubiera automóviles en el mundo, principió a recorrer las diez cuadras que separaban del Hospital el domicilio de la moribunda, apoyado en el acongojado monzalbete, que alumbraba el camino con un tosco farolillo.

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La caprichosa paciente no murió, ni el Padre Justo sufrió la temida y esperada recaída.

Los despojos mortales de Monseñor Arias fueron trasladados a Rubio, su ciudad nativa, donde los vecinos le levantaron un hermoso mauseleo; pero aquí en Cúcuta, en la Capilla del Carmen, en bella urna de cristal, se conserva intacto el corazón del patriarca, ese nobilísimo corazón, creado para el bien y para amar al prójimo como Dios lo manda: "por sobre todas las cosas".

En muchos hogares de esta ciudad existen también pequeños y artísticos bustos de Monseñor Arias. Mas no sería necesaria esta representación material del santo e imponderable varón, parque en el alma de los buenos cucuteños arde constantemente el más puro cariño, la más profunda veneración hacia él, como arde frente al sagrario la simbólica lamparilla que jamás se apaga.

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