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EL MUERTO EMBOTINADO.


CÚCUTA DE OTROS DÍAS.
Por Carlos Luís Jácome «Charles Jackson». Imprenta Departamental Cúcuta 1945

EL MUERTO EMBOTINADO.

Las últimas fiestas de julio que se celebraron en la plazuela de San Antonio tuvieron lugar en el año 12. La necesidad de convertir aquel pintoresco sitio en el bello parque que allí existe hoy, dedicado a la inmortal heroína Mercedes Abrego, cuya arrogante estatua se levanta en el centro del hermoso jardín, obligó al Municipio a buscar otro campo para los espectáculos tradicionales de mitad de año, que con tanta animación como derroche de dinero, entusiasmo, cordialidad y gentileza, hacían de Cúcuta lugar predilecto de cita, durante la temporada, para los rumbosos hermanos de allende el Táchira, así como para los compatriotas del interior del país.

Que aquellas fiestas se salieron del mapa en cuanto a alegría, holganza, largueza y efusión, atracciones y espiritualidad, no hay para qué decirlo.

Las cantinas que rodeaban el amplio cuadrilátero cercado, debajo de los palcos y a lo largo de las calles adyacentes, no se vaciaban de gastadores clientes que pedían ronda tras ronda de brandy, cucuruchos y canastillas de cartón, envueltas en tiras de papel de color enchurcado y rebozarte de almendras y confites; pasteles con ají; caramelos y otras golosinas, compradas para

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obsequiar al primero o "primera" que pasase por los omnubilados anfitriones. Las cocinas, alojadas en borracones de lata y coleto, no paraban de servir san cochos de gallina, mutes sabrosísimos y con tal cantidad de "mano", cola y otros ingredientes fuertes, capaces de hacer sudar a un ladrillo, chicharrones, costillas de marrano, cabrito asado y adorantes tazas de café con leche, rico en sabor como en fragancia. De seis a seis de la mañana aquello era un hervidero de gentes que vendían "batán", que exhibían la pinta y los pasos de briosos corceles y andadoras mulas de silla, de parranderos que encabezaban murgas o rasgaban ellos mismos tiples y bandolines; de "profesionales" que pasaban de mesa en mesa, repitiendo "pintas", "paros" y "topos", favorables unas veces, la mayor parte de ellas adversas; de curiosos que miraban con ojos de envidia y deseo las pilas de monedas de oro y plata que se amontonaban sobre los tapetes. Un constante ir y venir, un perpetuo coro de risas, gritos, cantos, anuncios, carcajadas, música, pólvora, etc.

Una de aquellas tardes, abarrotada la plaza de lindas y esbeltas calentanas, de cachacos elegantes, de artesanos endomingados, gamines sin freno, viejos y muchachos de todas clases, tamaños colores y procedencias, ocurrió algo extraordinario:

Ernesto Santos, el malogrado cucuteño, mocetón simpático y muy popular, requeto y fornido, de ojos reidores, charla grata, franca y alegre, andaba, como era de rigor, un tanto "chispo" y resolvió sacarle unos lances con el sombrero a un magnífico y bravísimo novillo hosco que había hecho reguero en la arena: Citó al bicho; le embistió a éste y como el "diestro" apenas se moviera, lo alcanzó en pleno con un formidable cabezaso, capaz de tumbar una ceiba. Ernesto voló tres o cuatro metros, pero cayó de pies. Repitió el toro la arremetida y volvió Ernesto a volar unos pasos, pero ... esta vez cayó parado. Insistió la fiera por tercera vez y ¡nada! que Ernesto no se dejó derribar y siguió firme sobre

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sus recias piernas. Entonce se le acercó el novillo, lo miró un rato, como para no olvidar nunca la figura de aquel hombre inconmovible y se alejó poco a poco, co mo apenado por su impotencia; corrido por el fracaso.

La proeza, no conocida antes, ni vuelta a efectuarse después, fue motivo de abrazos, felicitaciones, apretones de mano y voces admirativas y de asombro, y un grupo de amigos, entre los cuales figuraba Alberto Luna C., aquel mozo inteligente y jovial que luego se fue por las nubes en posición política y económica, trasteó con el héroe hacia "El Pantano de Vargas", cantina cercana y muy bien surtida, donde entre una inundación de henessy "tres estrellas', corrieron las horas hasta la madrugada, cuando se disolvió la reunión por agotamiento total de los asistentes.

Alberto Luna, absoluta, perfecto y definitivamente borracho, enrumbó hacia occidente y como llegara ante la puerta abierta del viejo cementerio, ya en vías de demolición, que quedaba "de tapón" de la carrera 10, por ella se coló y en la primera bóveda que vió desocupada, se metió de cabeza, creyéndose quién sabe donde y dejando los pies afuera, sin más abrigo que el de los flamantes "botines de glacé".

El primer madrugador que por allí pasó alborotó a gritos el barrio. Reuniose una veintena de vecinos y junto con unos policiales, ya claro el día se fueron arrimando cautelosamente al sitio de la nueva aparición.

Uno de los alguaciles, haciendo de tripas corazón agarró aquellas misteriosas piernas y tira que tira fue saliendo el cuerpo aún dormido del futuro Visitador bancario.

Abrió Alberto los ojos....En realidad en aquel momento no sabía quién era, ni donde estaba, ni que sucedía, ni cómo se llamaba......

Se dio cuenta, al fin de algo, aterrado contempló las tumbas que lo rodeaban y quizá pensando que todas aquellas personas eran las ánimas benditas que venían por él, dió un brinco al par que un tremendo ala-

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rido y armó carrera, sin sombrero, despeinado, cubierto de tierra, sin mirar hacia atrás y ... con una sed de los mil diablos.

Es bueno consignar que, con todo y terror se detuvo unos instantes en "El Pantano de Vargas" y se echó al coleto un doble o triple del conocido "tres estrellas'', que fue su salvación....

Porque si el susto no lo había matado, el inconmesurable ratón de aquella inconmesurable pinta hubiera acabado con él.

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