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EL MÉDICO DE CÚCUTA


CÚCUTA DE OTROS DÍAS.
Por Carlos Luís Jácome «Charles Jackson». Imprenta Departamental Cúcuta 1945

EL MÉDICO DE CÚCUTA

En los años anteriores inmediatamente a la guerra grande de 1899, los discípulos de Hipócrates qu ejercían su noble profesión en la ciudad, no pasaban, pero que ni siquiera llegaban a la media docena; Erazmo Meoz, Félix María Hernández, Sebastián Mantilla, Ildefonso Belloso y Carlos Rangel Garbiras, eran los cinco galenos que atendían de día y de noche a los numerosos pacientes que la "fiebre amarilla", como azote permanente y las periódicas epidemias de viruela, tos ferina, sarampión y disentería, multiplicaban por varias cifras, con regularidad desesperante.

De todos ellos, aunque por igual se esmeraban en enaltecer y hacer grato y útil el ejercicio de su bendito apostolado, el primero disfrutaba de la mayor confianza y de toda la simpatía del pueblo y de la sociedad y por ende andaba siempre literalmente acosado de clamorosas solicitudes, que no respetaban y como que preferían, las horas nocturnas y de reposo del pacienzudísimo médico, para hacerle acudir cerca a sus enfermos.

Erazmo Meoz era hombre de aspecto robusto, de cara redonda y ojos claros, algo saltones. La naturaleza lo había marcado con un curioso desperfecto físico, consistente en que los dedos de ambas manos eran menu-

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ditos, delgados y sin articulaciones, lo que no suponía obstáculo para que se sirviera de ellos con mayor eficacia que muchos de conformación normal.

En cierta ocasión, hallándose almorzando, llegó una mujer de algún barrio, en pos de sus servicios profesionales. Aunque oculto dentro del amplio comedor, dejaba al descubierto las manos, que se le veían bien por entre los balaustres de una ventana; y como al preguntar por él alguien le contestara "el doctor no está aquí", la resuelta fémina contestó al punto: —Ah sí; pa qué me lo niegan! ¿Acaso no lo toy atisbando y lo conozco por la "fisonomía de los dedos?"

El doctor Meoz no hacía sus visitas a pie; no habría podido. Eran tantas y en tan distintos y distanciados lugares de la población .....!Montaba diariamente una zandunguera y filosófica yegüita rosilla, mansa y tranquila como el jinete y de un "dos y dos" repiqueteado, del cual no salía ni en derrota. Cuando el eposado médico llegaba a casa de su cliente, amarraba la cachazuda "bucéfala" a un clemón de la calle o a una ventana, y haciendo sonar las diminutas espuelas al caminar, saludaba desde el zaguán, con las mismas palabras en el ranchejo del pobre, que en la morada del afortunado:

—A ver ¿qué hay por aquí? ...

Y desde ese momento el desventurado a quien visitaba, se sentía mejor ...

Hombre de una extraña y poderosa estructura espiritual, amable, desinteresado y profundamente enamorado de las prácticas de la caridad y el bien, Erazmo Meoz era el genuino heraldo del Consuelo y enviado autóctono de paz, de tranquilidad, de salud y nuevos ánimos. Donde entraba Erazmo Meoz florecía en seguida el arbusto frondoso de la esperanza y se abría, inmarcesible la gratitud.

Poseía un recio e inflexible carácter, hijo auténtico de su rectitud y de la fé en sí mismo.

Se peleaba en diciembre de 1899 la estupenda y

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misteriosa (misteriosa por su ilógico resultado, al decir de los técnicos en la "industria guerrera") batalla de Peralonso, a pocos kilómetros de esta ciudad, cuando, por ahí al segundo o tercer día de lucha, fue llamado el doctor Meoz, con suma urgencia, para que examinara y recetara al general conservador Isaías Luján, quien se hallaba muy arropado y a oscuras, en una de las piezas de un hotel situado hacia el costado norte del Parque de Santander, poco más, poco menos, donde existe hoy una agencia de automóviles de alquiler. El general diz que era linajuda víctima de una maligna fiebre que le hacía tiritar y ponía en grave peligro su preciosa y necesarísima vida.

Acudió naturalmente, con extraordinario interés, el doctor Meoz, tanto porque su deber lo mandaba imperativamente, como porque se trataba de un su copartirio (¿dijimos ya que el doctor era un bravo conservador?) cuya presencia en el campo de batalla podía ser decisiva en favor de las armas azules y legítimas.

Acercóse con pasos quedos hasta el lecho del ilustre paciente; hizo luz; apartó sábanas y frazadas que se amontonaban sobre el afiebrado militar; lo miró larga e inquisitivamente y luego de explorar con gran cuidado párpados, lengua, corazón, pulso, estómago, etc., volvió a cubrirlo con evidente celo y le dijo, en presencia del general Berti, quien lo acompañaba en la emergencia:

—General, usted está bien malo. Su enfermedad es grave y difícil de curar. Lo que usted tiene es miedo y muy pocas ganas de regresar a Peralonso!

Y volviéndole la espalda, salió sin decir nada más; ni siquiera "hasta luego".

Que sus virtudes y la importancia y méritos de su grande y generosa misión, le servían de providencial escudo y natural defensa, lo prueba el siguiente hecho:

Cuando con su familia y entre otras muchas de divisa conservadora, que fueron obligadas a quedar entre trincheras, durante el "sitio" de 1900, tuvo que acompañar el doctor Meoz a los sitiados, se le señaló como

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habitación, la casa pequeña que hasta hace poco subsistió, en la calle 12, entre las de la familia Durán Durán y den Miguel F. Vélez, hoy. Hallábase una tarde, con su amada esposa, doña Alceste Anselmi, y una criada, de pie en el corredor, con la espalda hacia el sur y absortos los tres en la contemplación de un cuadro, o cosa semejante. De repente, una granada esférica, disparada por uno de los cañones emplazados por los atacantes en el cerro del "Puente San Rafael", entró por el patio, dió contra el muro, frente al cual estaba el confiado trío, y estalló en mil pedazos, con estruendo de tempestad.

Pasado un minuto y cuando el doctor Meoz, sin querer creer en su milagrosa salvacion, se palpaba afanoso y se limpiaba febrilmente de los terrones y polvo que lo cubrían, para buscar los "cadáveres" de su señora y de la fiel doméstica, se halló, con expresiva e incomparable sorpresa, con que ellas tampoco mostraban ni un rasguño siquiera. Los cascotes de hierro y acero habían tornado cien caminos diferentes, pero ninguno en dirección de los tres "blancos", tan bien colocados como para ser convertidos en microscópicas partículas.

Lo que demuestra que no hay trinchera más resistente y eficaz que una conciencia limpia, un corazón puro y una vida ejemplar.

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