Por la cuadra de la avenida 3a. entre calles 16 y 17, o sea abajo del Asilo Andresen por la parte de atrás, corría hasta hace pocos años el «Callejón de Puente Barco" a todas sus anchas, ni más ni menos que cualquier quebrada montañera, con sus playas de arena y espeso fondo de cujíes y maleza. Pocas, muy pocas casas había por allí en el año 10, época de este relato; la luz eléctrica no se conocía en aquellos extramuros y el pasto de los grandes potreros avanzaba hasta la propia orilla oriental de la "cañada", cuyo cauce recibía los derrames de la toma pública y de varias "cunetas" callejeras.
A unos 50 metros del Asilo, por la misma acera de éste, en un paupérrimo rancho a medio terminar vivía una infeliz lavandera, la que, aprovechando la vecindad del agua, sostenía con su mísero trabajo tres morracos que sabe Dios que desalmado le dejara como recuerdo de fugaces y frívolas amores. Una tarde, ya para extender la noche su cortina de tinieblas, mandó a la chiquilla mayor por una jarra de agua a la, corriente cercana: Demoróse un rato la -muchacha, por lo que al regresar, fue acogida con gesto agrio e intenciones punitivas:
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Por qué te tardaste tanto, so recondená! ?,No tas viendo que la leña se pierde sin con qué hacer la aguamiel?
Yo no tuve la culpa, mamita; fue que me llamó un "padre" que está allá en frente, en el potrero y me dijo: andá, niña decile a tu madre que venga a ayudarme a rezar un rosario y le enseñaré donde tengo algo que le sacará de pobre, contestó la chicuela.
—¿Un padre decís?
Sí, vestido de blanco y con un cordón a la cintura. Tiene barba negra.
La malhumorada lavandera pensó por un instante atender al llamamiento, pero como sintiera un raro friíto en la espina dorsal y se le pusiera la carne de gallina, resolvió prudentemente colocar doble tranca a la puerta y dejar que el estrafalario fraile se rebuscara como pudiera para hallar compañía en su rosario.
Hay que ver cómo vuelan esta clase de consejas. La lavandera le contó la historia a su comadre; ésta se la endosó a su vecino, el cual la consultó con dos amigos, quienes pusieron al tanto a sus mujeres, y veinticuatro horas después no había en la ciudad ser humano que no supiera el cuento de pé a pá.
Es de creer que en aquel tiempo y seguro que ahora también existían muchas personas .con evidentes de- seas de tener plata, porque desde aquel día y durante muchos meses, todas las tardes se vió el lugar poblado de ambulantes grupos, que hasta las horas dé la madrugada rondaban silenciosos y con los ojos como fanales de automóvil el sitio de la aparición y sus alrededores. Pero por lo visto el aburrido cura había resuelto continuar solo sus oraciones, porque nadie alcanzó a des- cubrirle por parte alguna!
Aún no había emigrado hacia otros lares aquel popular mozo que con el nombre de Juan Palomeque era conocido en todos los rincones de la urbe como el hijo adoptivo de doña Porcita Aranguren.
Calmada ya la curiosidad pública se dispuso Palo-
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meque a "tirar la parada" y hacerse dueño único de la esquiva fortuna tan galantemente ofrecida por el barbudo "espanto". Llamó a sociedad "por si acaso" se les escurría el ánimo, a un colega suyo, hombre afamado por lo bien puestos de sus pantalones y quien por cierto anda por ahí todavía y podría ser la prueba documental (!) de esta narración, y armados los dos de camándulas, escapularios, "detentes" y otras cosas santas y eficaces se dirigieron, con gran sigilo, una noche al potrero de marras, no sin haber consumido antes copiosa y bien adobada cena y tal cual copa de anisado, a fin de templar el espíritu y fortalecer las piernas.
Como un par de sombras llegaron al punto del misterio y se sentaron sobre la grama, sin cruzarse palabra.
Una hora! .......dos dos y media! De pronto oh Dios! En el lado opuesto de la cañada, el fraile!! -Alto, blanco, envuelto en algo así como un manto de luz, les hacía con la mano señales de que se acercaran. Los dos valientes se pusieron en pié automáticamente. El socio trató de dar un paso atrás y ¡cataplún! cayó al suelo, con violentas convulsiones, exhalando débiles gemidos! Tembloroso y sudando frío, Palomeque logró arrastrar a su compañero hasta la esquina próxima y desde allí miró hacia atrás.
¡Nada! El fantasma había desaparecido, convencido seguramente de que aquellos personajes no le servían ni para una avemaría!
Y he aquí por qué Palomeque no fue rico y por qué permanece aún intacto el cuantioso tesoro, en un lugar (le la avenida 3a., entre calles 16 y 17, a la orden de quien quiera rezar el rosario en compañía de un alma en pena.
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