Fue Julio Mora el primogénito del matrimonio formado por don Anastasio Mora y doña Dolores Guillén, jamaicano él, cuyo primitivo apellido se transformó prontamente en el castellano Mora, y criolla la dama mujer virtuosa, en quien la modestia, la bondad y el noble amor al prójimo lucían como espléndido marco a sus condiciones de ama de casa, hacendosa y fiel.
Julio era mozo simpático, de varonil apostura, alto de cuerpo, fornido y bien proporcionado, de gentil y ameno trato y justamente conocido y apreciado como hijo afectuoso, leal amigo y ciudadano laborioso y honrado, poseía una robusta y bien timbrada voz de tenor, y una de sus más caras aspiraciones, si no la favorita y mejor acariciada, era la de cultivar ese dón, raro y magnífico y con él hacerse célebre y dar prestigio a la grande y a la chica patrias, porque siempre se distinguió por el cariño hondo y latente hacia la tierra donde el sol le brindó primer abrigo.
Por aquel tiempo —96 quizá o 1897— invadió la incipiente "ciudad de los almendros" una gruesa tropa de gitanos, a la que fueron señalados por el celoso Alcalde D. Carlos García Vega, los peladeros del " Alto de las Pavas", para que levantaran sus oscuros toldos, lejos
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de todo contacto con las sencillas y noveleras gentes que constituían el tranquilo aprisco del severo pastor municipal. Venía, entre la caterva de gitanos sucios y charlatanes y gitanas bonitas y apetecibles, aunque inabordables por lo estrafalario de su bárbara jerga y lo muy pedigüeñas y "pegajosas", una vieja detestable, más fea que el hipo a la hora de comer y tan revestida de trapos largos y de chillonas pintas y recargada de perendengues, monedas y cintajos, que resultaba el más repugnante e indeseable mamotreto con faldas.
A ella le exigió judío Mora la predicción de su porvenir, ya que entre sus muchas puerilis inocentadas contaba la de ser eminentemente decrestable con eso de la quiromancia, los naipes de buenaventura y demás embelecos con que los vivos a los incautos y medio dormidos. Un apretado puñado sacó la endomingada antigualla al buenazo de Julio por decirle apenas:
—Tú tienes una gran ilusion, que se te convertirá pronto en realidad.
Y para que más si aquello era lo que necesitaba el incansable soñador que le vaticinaran?
Se fueron unos, vinieron otros y tornaron a escaparse muchos días y treses y aun años, y el consolador augur ni trazas de volverse cierto.
Llegaron por tal época a Cúcuta el afortunado pianista y aficionado al canto Julián Juliá y su tío don Salvador Mallorquín, y armaron su tienda de bohemios del arte y hasta del vino, en una modesta casita situada en la acera oriental de la avenida 8a., entre calles 10 y 11, inmueble que creernos, existe todavía, aunque aumentado y corregido.
Alla se iban de noche y con frecuencia varios cucuteños amantes de la música, de los milagros del pentagrama y las dulzuras del piano y entre éstos, inmancables, Julio Mora y ese otro caballerazo e insigne artista D. Eléazar Bellozo, aún, por fortuna en constante producción de obras de teatro propias y de admirable ori-
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ginalidad. Faltó este sin embargo, una noche, a la filarmónica reunión, pero no había despachado el primer sueño, en su habitación, cuando repetidos y retumbantes golpes en la puerta lo hicieron levantar más que de carrera, pensando si se trataba de un ingrato bis del no lejano terremoto. No era tal, claro está, pero sí entró como una bomba Julio Mora, gritando medio loco de alegría, de entusiasmo y de satisfacción:
—Eleázar, por Dios, Eleázar: la predicción de la gitana se ha cumplido. Acabo de dar el dó de pecho limpio y vibrante! por dos veces! El maestro Juliá está que no cabe de contento y yo abrázame, hombre, abrázame!!
Aquella era la verdad evangélica, absoluta, en toda la plenitud de su exhuberancia primaveral. Julio acababa de exhibir la prueba máxima de sus capacidades artísticas. Su emoción era más que justificada.
La aventura que representaba el viaje a Bogotá a horcajadas sobre una "silla" matadora y por caminos de cabras, no logró destemplar el ánimo de Julio Mora. Se trasladó a la capital y allí, en su conservatorio, recibió, con fervorosas aclamaciones, nuevas voces de aliento que descorrierron un tris más el poco tupido velo que ocultaba el más seguro y halagüeño porvenir.
Desempeñaba el feliz tenor las prosaicas funciones de Administrador de Correos, cargo que entonces —oh tempera, oh mores!— sólo se otorgaba mediante previo despliegue de preparación y competencia. A su regreso a Cúcuta, solicitó permiso del Ministerio para separarse del empleo, encargó a su hermano Anastacio —el viejo había muerto muchos años antes— de los más urgentes menesteres relacionados con el sostenimiento de la casa, y pronto estuvo listo para emprender la peregrinación definitiva hacia Milán la ansiada Meca a donde van los mahometanos del arte en pos de su profeta, el Aplauso, y de la consagración.
—No llores, mamacita, decía a la atribulada viejecita, que miraba temerosa aquellos afanosos trenes; voy a
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traerme de brazo la Gloria; para tenderla a tus pies, como tributo a tu amor y a tus desvelos.
Pero El hombre piensa y ejecuta Dios. Ya en vísperas de marcha una gravísima enfermedad, de esas, falaces, que se disfrazan de Colombina para asestar mejor su puñalada artera, lo rindió a cama. Inútiles fueron los dudados de la ciencia, de su desesperada madre y de sus numerosos amigos, y una madrugada enemiga del mes de octubre de 1905, la muerte arrancó de cuajo todo aquel copioso y fragante almácigo de anhelos, proyectos, esperanzas, y propósitos y se llevó a Julio Mora, el triunfador en ciernes, de 29 años de edad, a lo más profundo del infinito, de donde nada vuelve, a veces ni el recuerdo.
Y sobre aquel arrasado campo de ilusiones en flor fueron cayendo luego, vencidos por el dolor, el desengaño y la angustia, los dos únicos deudos del malogrado artista, jamás conformes con aquel derrumbe inesperado de su felicidad.
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