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COSAS DEL NUNCIO.


CÚCUTA DE OTROS DÍAS.
Por Carlos Luís Jácome «Charles Jackson». Imprenta Departamental Cúcuta 1945

COSAS DEL NUNCIO.

El año de 1906 vino hasta Cúcuta de visita Monseñor Ragonessi, Nuncio en Colombia de S. S. Pío X.

El enviado papal de aquel tiempo era, o es sí para bien de la Iglesia, vive aún, hombre de irresistible simpatía, refinadísima cultura, ilustración perfecta y llano y afable en su trato, por sobre toda ponderación. De él cuentan divertidas anécdotas, pero la que relatamos en seguida explica mejor el por qué de la gran popularidad y el cordial afecto de que disfrutaba donde quiera que se le conocía y aquí entre nosotros muy especialmente.

Al final de una pomposa y concurrida misa, celebrada en nuestro templo principal, resolvió Monseñor Ragonessi situarse en la pivota mayor; con el platillo de cristal en que los fieles acostumbraban depositar sus limosnas, con el objeto de recoger él mismo las de aquel día. Se encontraba, pues, el ilustre prelado, muy elegante y orondo en espera de "la salida" cuando acertó a pasar por el atrio una de esas mujeres nuestras, airosa y chirriadisima, con sus largas trenzas negras sobre la espalda, traje de tela ba rata pero espléndido en corte y gusto, graciosa en el mirar y en la sonrisa; de zapato liso y pie desnudo, la cual, deteniéndose un instante para admirar mejor la

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aristocrática figura que se recostaba sobre el fondo obscuro del interior con esbeltas líneas, de gran distinción y señorío, exclamó al seguir camino y con dulce castañeteo de lengua:

¡--Ay qué rebuenmozo!

A lo que Monseñor respondió con expresivo donaire y picaresco tono:

para qué, m' hijita!

Durante su estada en Cúcuta se alojaba el Delegado Apostólico en la confortable mansión de los esposos Andresen-Briceño, llamada "Quinta Teresa", esto en las horas del día porque apenas se iniciaba el crepúsculo vesperal, se trasladaba a "Santa Clara", hacienda vecina a Boconó para evitar el peligro de la fiebre amarilla, pues era creencia general que el mosquito trasmisor de la peste no se exponía a inocular el mortal virus a sus víctimas a plena luz solar o quizá porque ocupada toda la noche en sus aviesas funciones dedicaba el día entero al sueño reparador.

Varios caballeros a los que seguía la mayor parte de la gente del pueblo organizaron una tarde la más nutrida manifestación dirigida al Nuncio, con el objeto de pedirle su intervención ante el Presidente Reyes para que éste ordenara la construcción de nuestra vía al Magdalena.

El General José Agustín Berti puso a disposición de los manifestantes un tren expreso, el cual con ocho "casitas" plenas hasta los topes y con la Banda a la cabeza, partió del parque de Santander al toque de oración.

Era ya oscuro cuando el convoy se detuvo en "Santa Clara". Saúl Matheus Briceño, comisionado para llevar la palabra, trepóse sobre una plataforma y desenvainó media docena de cuartillas, con la evidente intención de aflojarlas de corrido; pero lo adelantado de la hora y aquellos anteojos negros que por nada de la tierra se quitaba el popular escritor, hacían imposible la lectura.

Juan de Dios Peinado y Hermes Monroy, quienes

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andaban bastante 'alumbrados" por el profuso menudeo de Hennessy, verificado durante el viaje en ferrocarril, resolvieron hacer participe de su luminosidad al orador y al efecto consiguieron dos automóviles y se colocaron, como los ladrones del Calvario, a lado y lado de Baúl. Habló éste largo y recio, con ardor, con elocuencia, con verdadero entusiasmo e interés de cucuteño y lo hizo tan al gusto del público que no escasearon un momento los aplausos.

Vibraba aún el eco de la última palabra, cuando avanzando unos pasos hacia la carrilera Monseñor Ragonessi, inició su respuesta, con voz entera en la que chirriaban las erres como los dientes de un engranaje desgrasado:

"Señores, amigos, hermanos: Mi pirrimera palabrrra ante el prresidente Rrreyes, será para abogar porque atienda las necesidades de este laborioso y emprrendedor pueblo de .. este pueblo de . .. pueblo de.....

Y se encascaró como cualquier "chopo" de los de la Guerra Grande.

Al tercer pueblo de Juan Peinado no pudo resistir más. Extinguió de un soplo la llama de su vela y dirigiéndose a Monroy por sobre los hombros de Matheus Briceño, le dijo en alta y clara voz: —Ala Hermes; apagá esa vaina y vámonos, porque si este señor no se acuerda del nombre de Cúcuta aquí mismo; ¡qué se va a acordar cuando llegue a Bogotá!!

Y mientras el delegado saltaba al fin sobre la dificultad, se bajó de un salto de la plataforma y a buen paso se encaminó hacia el coche donde sabía que quedaban aún unos cuantos tentadores envases por vaciar.

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