No muy divertida que se diga era la vida que se gastaban nuestros buenos antepasados allá por los días anteriores a los de 1900. Con todo y la amplitud de su perímetro, Cúcuta no podía considerarse aún lo que se llama una ciudad, y no obstante exhibir ciertos servicios públicos de importancia, como el ferrocarril al Puerto, el tranvía urbano, la red de teléfonos, etc, propios de un centro populoso y civilizado, no pasaba de "aldea grana de" a pesar de los continuos y nobles esfuerzos que por "cosmopolitarla" y pulirla hacían nuestros insignes abuelos. A tan mortificante apariencia contribuían notablemente la falta de "pavimento" (de algún modo hay que nombrar los espeluznantes empedrados que se usaban y se usan todavía) en varias de las calles principales, y aquellas nutridas procesiones de vacas; que a mañana y tarde recorrían el poblado con andar académico, exasperando a los vecinos con sus mugidos y señalando su paso con sobras orgánicas de esas que no confunde nunca ni el tacto, ni la vista, ni el olfato. Nada habrían sido, sinembargo, estas y otras fallas, a no acentuar el tinte parroquial la más genuina indiferencia por los mandamientos de la higiene y la desproporción más ponderable entre el carácter festivo, alegre y francote de los
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cucuteños y la pobreza casi absoluta de los elementos de distracción. En efecto, salvo uno que otro espectáculo teatral, trasnochado y caro; tal cual corrida de toros en el circo y muy de tarde en tarde la recepción bulliciosa de algún figurón oficial que haciéndole cara amarga a la fiebre amarilla y a los pésimos caminos, se resolvía a visitarnos, nada más podía llamarse fiesta en la tierra de mi sia Juana Rangel.
Semejante escasez era, con todo, suplida gallardamente por nuestros entusiastas antecesores con distintas y frecuentes "parranditas" domésticas y sociales, entendido que la voz "sociales" no se refiere únicamente a las celebradas en el Club de Comercio o en las mansiones linajudas de "lajai" sino a todas las de la población en general, cuyos diferentes núcleos o clases componen la verdadera sociedad.
Veamos, aun cuando sea de carrera, algunas de ellas. Los "gallos", que se jugaban los domingos y fiestas de guardar en "El Casino", reunían al rededor de la gallera gran concurso de aficionados, que iban allí no sólo a cruzarse altas apuestas al pico más bravo y a la espuela más diestra, sino a someter su cordaje vocal al más rudo ejercicio y su imaginación a la más extraordinaria gimnasia en busca de epítetos crudos y mordientes para apostrofar al enemigo o estimular a su animal preferido.
Los "bollos" de los sábados eran función de volumen sacramental, hasta el punto de ser por entonces cosa poco menos que imposible, encontrar un cucuteño de limpio raigambre guasimalteco, que omitiera voluntaria mente la práctica semanal de tan sabrosa costumbre. Gozaban los hombres independientes, es decir, los solteros y algunos casados que, por excepción conservaban su libre albedrío, de comerlos donde "la tusa" Pastora, donde Andrea o en casa de María de la Paz "la bandera", especialistas estas en servirlos bien y donosamente acompañados del clásico mojicón, café negro, ni tinto ni claro y conserva de higo o toronja, en platico. Las fami-
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lias los adquirían en distintas casas manufactureras, cuando no se los procuraban en el propio hogar, y es historia pura y no cuento, que los mejores, más gustosos y bien cocidos procedían de donde las Carmelitas, quienes en tal industria sólo admitían como rivales a las Pradillas, únicas cosabedoras del gran secreto; el cual, opinaban los bollófilos expertos, se hallaba especialmente en la manera de preparar la manteca, de modo que fluyera en la proporción debida y coloreada con hermoso matiz ámbar obscuro, al partir en dos el cubito de masa que encerraba, como en suave cofre, el sustancioso "guiso".
La quema de Judas, el sábado santo, ejecutada simultáneamente en los diversos barrios, aunque jamás con la propiedad y el estruendo con que la llevaba a cabo Francisco, el Sacristán, frente a su residencia; los arcos de San Juan y San Pedro, San Bartolomé de unos cuantos gallos que eran muertos a tirones, cuando no bruscamente decapitados por veloces jinetes que lucían las más quisquillosas y elegantes cabalgaduras, amén de cada "peinilla" de espejearte acero con las que "volaban las crestas y las cabezas detrás de las infelices aves, entre frenéticos gritos de la muchedumbre y copiosa polvorada; las misas de aguinaldos; el tresillo a domicilio, deliciosamente adobado con hallacas y chocolate, cuando no bautizado con mesuradas tandas de "ron de la Ceiba", los "chicos" de billar en los que se disputaban las mejores series Alipio Uribe y Onofre Atencio, tacos de temible empuje y verdaderas "fieras" en el geométrico juego; las "salidas a caballo" por las tardes, ocasiones sin segundas para que los pudientes exhibieran su habilidad y apostura y las muy finas y lustrosas estampas de las más caras, nobles y arrogantes bestias, los paseos al Carmen o a la quinta de don Juan Bosch; los bailes en matrimonios, bautizos y cumpleaños, en todo y en cualquier cosa, en fin, hallaban "achaques" o motivos los inquietos cucuteños de aquel tiempo, para extraer del ánimo el aburrimiento y del cuerpo la murria y andar
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siempre vueltos pitos y maracas de contento y entusiasmados. Y eso que en tales días no contaban ellos ni con un difónico gramófono que les hiciera más fácil la tarea!
En cuanto a los chicuelos de entonces, nada de fútbol, ni de patinaje, ni de excursiones en "carro", ni de centros literarios, ni de Ton Mix, Buck Jones y demás atracciones parecidas. De alpargatica neta, pobres y ricos y desde los seis hasta los quince años y algo más, se entretenían los muchachos jugando al "cuche" o a "palmo y jeme", con "uretras" de cristal o con modestas jaboncillas". O bien echaban al viento, cometas y "bubutes", o se enredaban en interminables "monjas" al trompo, complicadas con variaciones difíciles como "a la seca y al cordel", "por debajo de la pierna" "al aire" etc. y finalizadas a "quines" de los que algunos salían mohinos o enfurecidos con "la quincha" o "la vaca" "hecha leña". Los toros constituían la más socorrida de las diversiones. Cubiertas las espaldas con un costal de fique, para recibir en él las banderillas y armado con una calavera de novillo, previamente obtenida por los lados de "Pescadero" o en el cementerio de los masones, el "postulado" para cornúpeto, posesionado realmente de su truculento papel, salía al ruedo repartiendo "cacho" sin misericordia, advertido eso sí, de que "el embaldozado es barrera". Porque el circo se organizaba en plena calle. Y allá iban verónicas, faroles, largas y medias, pases y corridas, que ponían en la gloria a los mismos participantes, toro inclusive, porque toreros, fiera y público eran tres cosas distintas y un solo grupo verdadero; hasta que alguno de los alfileres doblados que hacían de "puya" en las banderillas, traspasaba el costal protector y rayaba las carnes del "animal", caso en el cual éste convertido en auténtica furia, se despojaba de sus arreos, lanzaba lejos su propia cabeza astada, se "arremangaba" hasta más arriba de los codos: "¡párese, muérgano"! (al desafortunado banderillero) y se liaba a Lotes y puntapiés con el culpable. Este final, no tan raro como podría suponerse,
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terminaba de tres veces dos con el angustioso alerta de "¡Chichafuerte"! dado por alguien de la cuadrilla y cuyo resaltado inmediato y seguro era la más terrorífica desbandada en pos de zaguanes encubridores o de preservadora distancia. Porque aquel "Chichafuerte" señores, era nada menos que el más odioso y antipático de los "policías", un personaje alto y huesudo, feo como un sacrilegio y malo como las viruelas, que quién sabe por qué misterioso salto atrás, debía portar en las venas sangre refinada de Herodes, pues detestaba y perseguía a los gamines con tanta inquina y ensañamiento como un "zancudero" a las larvas del anofeles. Aquel "Chichafuerte" era atroz pesadilla de los cucuteños menudos del noventa y tantos, como que no sólo se dejaba venir, artero y traidor, pegado literalmente a las paredes, para sorprender a sus presuntas víctimas, sino que para colmo de desdichas tenía del conejo la agilidad y ligereza a lo que le ayudaban divinamente el mínimo peso de su extructura esquelética y la longitud increíble de sus remos inferiores!
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