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A VER, A VER, A VER.


CÚCUTA DE OTROS DÍAS.
Por Carlos Luís Jácome «Charles Jackson». Imprenta Departamental Cúcuta 1945

A VER, A VER, A VER.

Allá por los años del 93 o 94 ejercía en Cúcuta su profesión de médico el doctor Luis Cuervo Márquez. Tanto por sus bien cimentados conocimientos, como por su trato afable, cortés y sencillo, gozaba de numerosa y pagadora clientela, a lo cual contribuía también el hecho de haber tomado carta de regionalización cucuteña, al escoger por esposa a la señorita Inés Pérez, hija del acaudalado comerciante don Vicente Pérez.

Reducida era entonces la población y pequeña su área, aunque ya existían los barrios del Caimán, El Callejón, El Contento, La playa y el Llano, naturalmente con pocas casas en cada manzana. Dos boticas suficientes para las necesidades de los enfermos: La Alemana, situada en el edificio Van Diesel, esquina de la calle 10 con la avenida 6a. y la Estrada, en el mismo edificio que todavía ocupa. Regían la primera un químico germano, cuyo nombre no recordamos, con Dn. Miguelito Gazzanco y don Simon Guarín como ayudantes; de la segunda apenas tenemos presentes a Ulises Anselmi, Timoleón González y Alfredo Serrano, farmacéuticos estos, como los dos antes nombrados que si no dueños de relucientes cartones y pomposos títulos universi-

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tarios, si formados en la escuela de la práctica, cuya eficiencia está considerada como muy superior a la de cualquier facultad.

No tenían entonces los médicos el recurso de ordenar al cliente "pida el carro", pues ni siquiera rodaban por la incipiente ciudad coches de alquiler. Por otra parte el doctor Cuervo no disponía, como después su colega Meoz, de un caballo rocino que lo transportara cerca de sus pacientes.

Enfermose por aquel tiempo un conocido artesano, como se decía entonces cuando aún no se conocían los problemas del obrerismo ni sus frecuentes y resonantes complicaciones, hombre residente en los barrios altos del poblado y que si no contaba con caudaloso capital, sí podía echarse al bolsillo todas las semanas algunos "fuertes" de sobra como por lo general estaban en condiciones de hacerlo todos los trabajadores formales de aquellos felices días.

Atendía el doctor Cuervo a la clientela en su propia casa de habitación, calle 8a. entre avenidas 7a. y 8a. y allí se presentó una mañana un azorado pariente del enfermo, quien después de esperar algún rato, pudo abordar al fin al solicitado profesional.

—Doctor, le dijo, necesito que me acompañe a ver a fulano que está malo.

—Con mucho gusto respondió el amable galeno, unos minutos y estoy listo.

Cambiose el saco de labor por uno de calle, y provisto de sombrero y bastón, se dispuso a seguir al visitante.

Unes ratos a pié "y otros andando" hicieron las doce cuadras de camino, hasta llegar a la modesta casita donde moraba el paciente. Este como era de rigor entonces se encontraba en una piececilla oscura, herméticamente cerrada la ventana que daba sobre la vía pública y cuidadosamente taponiadas con género y papel todas las rendijas, arropado con gruesa frazada de algodón y quejándose lamentablemente, como suelen hacerlo

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todos los enfermos aunque no les duela nada. Con el auxilio de una vela de sebo logró el doctor examinarle la lengua y luego de tomarle el pulso, comprobar la temperatura y hacerle algunas preguntas, que respondió aquel con parca y doliente voz, pidió una hojita de papel, tinta y plumero. —Ni pluma fuente ni libretín formulario usaban en aquella época los médicos— escribió algo que dijo ser una receta y ordenó:

--Que despachen esto en la botica— E indicó la manera de administrar la medicina.

Despidiose en seguida para visitar cinco o seis enfermos mas que por aquellos lados asistía, mientras que el que lo había acompañado corría a la farmacia en busca de los remedios. Llegose primero a la Estrada. Cogió el farmacéutico el papel, lo miró largamente de arriba abajo y de abajo a arriba, consultó después con el propietario, tornó a releer la misteriosa escritura y dirigiéndose al fin al apurado cliente le dijo:

—Mire, vaya a la otra botica, porque, francamente, no entiendo esto.

En la Alemana se repitió la misma escena. El papel fue mirado y remirado por varios empleados y hasta colocados frente a un espejo por si aquello estaba escrito al revés, para terminar insinuándole al comprador:

—Mire vaya a la otra botica, porque aquí no entendemos eso.

—Pero si de allá vengo ---

Pues entonces donde el médico para que él ponga eso en castellano.

Con el alma arrugada de angustia voló nuestro hombre a casa del doctor, pero no fue sino muy entrada la tarde cuando pudo entenderse con él.

- Doctor no me han podido despachar esta receta, porque dicen que no la entienden.

—A ver, a ver, a ver

Vió el papel, lo estudió detenidamente, quedóse pensativo unos momentos y.... tampoco pudo descifrarlo.

Y como había visto aquella mañana varios enfer.

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mos y en realidad no recordaba de cual de ellos se trataba no le quedó otro recurso que invitar al otro:

Oiga, amigo mío, de esta mañana a esta hora pueden haber ocurrido cambios en la situación de un enfermo, vamos a verlo otra vez.

Y pacientemente hizo de nuevo las veinticuatro cuadras de ida y regreso.

Todo por escribir garabatos o jeroglíficos en vez de letras, como, por lo demás lo hacían todos los médicos de aquel tiempo.

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