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DICHOS DE CÚCUTA "MODISMOS CUCUTOCHES 7".

Por Carlos Humberto Africano.

DICHOS DE CÚCUTA 7.

“Modismos cucutoches” del profesor universitario, ingeniero y escritor Carlos Humberto Africano

HUELE A LOBATERA

Lobatera es un bello pueblo andino del estado Táchira, Venezuela, donde hace mucho tiempo ocurrió un terremoto que lo dejó destruido y cuentan que después del sismo quedó un extraño olor que duró varios días. Dice la historia hablada y escrita, que días antes del terremoto de 1875, que destruyó totalmente la ciudad de Cúcuta, llegó desde Lobatera un personaje, que algunos lo describen como un profeta de luenga barba y báculo en mano y otros como un simple pordiosero, según las consejas, pero la historia escrita lo describe como un arriero que con su recua de mulas hacía recorridos desde ambos lados de la frontera, llevando mercancías. Su nombre era Dositeo López, y meses antes del terremoto recorría la ciudad anunciando: Huele a Lobatera, Huele a Lobatera, aludiendo al extraño olor que él solo percibía, como el que había quedado en Lobatera después del terremoto.

La historia relata que días antes del terremoto de Cúcuta, el personaje desapareció y no se sabe si por psicosis colectiva o porque en realidad ocurrió, el ambiente se impregnó de un fuerte olor a pólvora, que persistió aún después del sismo, pero que aun así, la gente no interpretó el mensaje y los que lo hicieron, porque conocían lo de Lobatera, no le pararon bolas. Pero, además del fuerte olor a pólvora, por esos días previos al terremoto, se levantó una ola de calor impresionante que sólo vino a aplacarse con el aguacero que cayó después del sismo. Continúan los relatos.

Cierto es que Cúcuta tiene un clima cálido, como quiera que está en un valle, donde la temperatura promedio es de 28 °C, que ahora, por el efecto invernadero y por los cambios climáticos, puede llegar a los 32 °C. Pero hay épocas en que sobrepasa esta barrera y el calor se hace insoportable. En esos días de intenso calor, no deja de haber alguien que recuerde el episodio narrado y comente: Huele a Lobatera. Pero aun así, con lo calentanos desprevenidos que somos, nadie toma precauciones, y sólo acatamos a decir que “nadie se muere la víspera, sino el día”, pese a que estamos en una zona altamente sísmica, en medio de tres puntos de actividad volcánica: al norte, el cerro Tasajero; al oriente, Aguas Calientes, en Ureña, Venezuela; y al sur, Termales (entre Cúcuta y Pamplona).

PÍDALE AL SAMÁN DE TÁRIBA

Táriba es otro bello pueblo, muy cerca de San Cristóbal, la capital del estado Táchira, Venezuela, perdido en la ladera del rescoldo del brazo de la cordillera oriental, que parte para Venezuela. Naturalmente, muy parecido a todos los pueblos andinos de uno y otro lado de la línea fronteriza. Línea imaginaria que sólo hasta 1948 se delimitó con puestos de control, aunque al menos nos respetaron el derecho consuetudinario de la frontera abierta.

También, como todo pueblo andino, crece alrededor de una plaza principal con su iglesia al frente. En la plaza de Táriba creció un gigantesco samán que por cosas de la viajadera en uno y otro sentido, se hizo famoso y muy ponderado.

Pues bien, alguien, con el eterno sentido del humor, ante la queja de otro por no poder obtener algo poco menos que imposible, le dijo: vaya y le pide al samán de Táriba.

En Cúcuta, al lagarto que busca puestico para sí o para un familiar, a la mujer rebuscadora, al chino malcriado, al sablero de los veinte mil, con ese buen humor cáustico, ese desparpajo y franqueza de que hacemos gala, se le manda a pedirle al samán de Táriba. Hoy, el frondoso samán de Táriba desapareció y en su reemplazo hay uno más pequeño, sin embargo, la expresión persiste.

Hay otros frondosos samanes, como el de Bochalema, el de Acacías, Meta, y se puede decir que casi todo pueblo tiene su samán. Por ello, propongo que el árbol nacional de Colombia, no debería ser la palma de cera del Quindío, sino el samán, inmenso y frondoso árbol de la familia de las leguminosas. Haciéndole honor al de Guacarí, las monedas de $500 llevan dibujado un samán en el anverso (bastante abstracto, por cierto).

A los que ya no se les puede pedir nada, es a los dos frondosos samanes de Gramalote. Fueron derribados por allá en 1955, por orden del alcalde, con un argumento bien peregrino.

Aún lo recuerdo como si fuera ayer. A golpes de hacha fueron derribados y el reguero de su verde sangre se esparció por todos lados, como el samán retiene mucha agua, esos gigantes caídos la esparcieron a cántaros.

Tal vez lo que más recuerdo fue la arremetida que les dio el cura Manuel Grillo Martínez, recientemente fallecido en Medellín, a los causantes de aquel giganticidio, el domingo siguiente, en la misa mayor. Por costumbre y rango, el párroco celebraba la misa mayor, solemne y cantada a las nueve de la mañana y el cooperador, la misa rezada de las 6 a. m. Yo era monaguillo, y aquella vez noté algo extraño. El cura párroco Samuel Jaimes, fallecido también, llegó a las seis y para la misa mayor, a las nueve, el padre Grillo. Definitivamente algo estaba pasando, me dije. A la hora del sermón, bajó del presbiterio con paso apresurado y se dirigió al púlpito. Algo grave pasó. El cura se subió al púlpito. ¿Qué iría a decir? En ese tiempo y aún hoy, un sacerdote se sube al púlpito sólo en los actos solemnes o cuando tiene que comunicar algo grave o de gran trascendencia.

Pues bien, el padre Grillo en verdad, estaba embejucado, en lugar de la homilía, echó una arenga contra los autores del magnicidio: contra el alcalde, quien dio la orden, contra el jefe de policía, que la ejecutó y contra el personero municipal, por no defender los intereses del pueblo.

RECOJA SUS MACUNDALES

Pasaron las épocas de las vacas gordas, cuando llegaba el tren de “Petrólea” con su carga de trabajadores de la “Colombian Petroleum Company” desde Tibú, con sus bolsillos repletos de petrodólares a gastárselos en las farras del sábado en la noche. Era una algarabía la que se formaba cuando, desde las cuatro de la tarde, el tren se anunciaba desde lejos con su pito. Recuerdo que nosotros poníamos tapas de cerveza sobre los rieles para hacer runchos. Después, cuando el gobierno nacional de los rolos lo nacionalizó, ordenó cerrarlo y lo desmanteló, se construyó “El Terminal de Pasajeros” en el sitio donde estaba la Terminal del tren y, como monumento a esta desidia, en la redoma frente al Terminal nos dejaron una de las locomotoras, porque las otras veinte fueron vendidas como chatarra, mientras a las estaciones de “El Salado”, “Patillales”, “Oripaya”, “La Javilla”, “Alto Viento”, “Agua Clara”, declaradas monumentos nacionales, se las comió el tiempo.

Entonces, al Terminal llegaba “el tren” de buses amarillos de la Colombian con sus mismos trabajadores con sus mismos petrodólares a la misma farra de sábado por la noche.

Quién mejor que nuestro Nóbel, Gabriel García Márquez, para que nos narre esas farras: Para los forasteros que llegaban sin amor, convirtieron la calle de las cariñosas matronas de Francia en un pueblo más extenso que el otro, y un miércoles de gloria llevaron un tren cargado de putas inverosímiles, hembras babilónicas adiestradas en recursos inmemoriales, y provistas de toda clase de ungüentos y dispositivos para estimular a los inermes, despabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a los modestos, escarmentar a los múltiples y corregir a los solitarios. La “Calle de los Turcos”, enriquecida con luminosos almacenes de ultramarinos que desplazaron los viejos bazares de colorines, bordoneaba la noche del sábado con las muchedumbres de aventureros que se atropellaban entre las mesas de suerte y azar, los mostradores de tiro al blanco, el callejón donde se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, y las mesas de fritanga y bebidas, que amanecían el domingo desparramadas por el suelo, entre cuerpos que a veces eran de borrachos felices y casi siempre de curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos de la pelotera.

(Fragmento de Cien años de Soledad. Versión macondiana de cuando se estableció la compañía bananera en Aracataca. Aquí fue cuando se estableció la compañía petrolera en Tibú.)

Todo aquello acabó —compañía y farras— y los obreros tuvieron que “recoger sus macundales”. Expresión que viene de allá, de la compañía, de Tibú. Había una marca de herramientas denominada Mack and Dale y, cuando se terminaba una labor, la orden era: “Recoja las Mack and Dale”, que prontamente los obreros la deformaron (o españolizaron) como “recoja los macundales” y esta palabreja entró a formar parte del léxico nuestro como genérico de objetos; más propiamente, de objetos personales. “Recoja sus macundales” es, pues, “Recoja sus cachivaches”.

¿SE TOMA UNA O SE METE UN PALO?

Con ese sentido, siempre guazón del cucuteño, a todo se le saca punta. La expresión indica, en un sentido bromista, que se está invitando a una persona a beber una cerveza o a tomar un trago.

Muchas de las expresiones usadas en esta ciudad han sido tomadas textualmente de Venezuela. Meterse un palo es una de ellas y significa tomarse un trago de licor.

Así que en Cúcuta no bebemos trago, sino que nos agarramos a palos. Y éstos no dan guayabo sino que dan un ratón (guayabo) del carajo. En las fiestas no se comen pasabocas, sino pasapalos, uno de los cuales, muy apetecido, es el churro de queso, al cual llaman y llamamos tequeño, por Los Teques, una ciudad muy cerca de Caracas. Y aquí no se come lassagna, sino pasticho y los jóvenes son “chamos”. Con lo que no pudimos fue con el cambur: banano; con el jojoto: mazorca; ni con las cholas: pantuflas.

PÍQUEME PA’ QUE VEA

El cucuteño es serio y responsable, cuando la vaina es en serio. Pero a la hora de mamar gallo, pongan a un cucutoche. Le saca pelos a una clavera, decimos aquí. Así que como de sonso no tiene ni un pelo, porque es un avión, un convite lo convierte en una invitación. Y por aquello de que al que lo cogen (violan) es porque se deja, siempre está mosca para sacarle partido al asunto.

En todo parrandón no deja de haber algún goterero que “pone la teja” y descaradamente, con sorna, dice: píqueme pa’ que vea.

Expresión ésta con la que se indica que brinde ahora unas cerveza o unos tragos y una vez tenga dos entre pecho y espalda, se pone botado, se desparrama en pedidas.

Estar picado, en estas tierras, significa, además de otras cosas, estar con deseos de beber licor y, con los calores de esta región, todos son unas esponjas, y esto, probablemente en unos despierta la chispa, el ingenio.

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