“Modismos cucutoches” del profesor universitario, ingeniero y escritor Carlos Humberto Africano
VOY A TANQUIAR
5 a.m. Hoy me levanté con las pilas puestas. Como cualquiera de los habitantes de Cúcuta que hacemos quórum —porque somos la mitad más uno los que tenemos la dicha de tener un cacharro con placas de nuestra tía y vecina Venezuela—, el día que le toca el pico y placa para tanquiar la carcacha debe ponerse las pilas de la paciencia, madrugar y echarse la rodadita hasta el otro lado de la frontera bien temprano, antes de que lo agarre la cola en alguno de los puentes internacionales de San Antonio o de Ureña, además de encomendarse a las once mil vírgenes para que la cola en las bombas no esté tan larga y para que haya un guardia-nacional buena papa que nos permita la tanquiada.
Aquí entre nos, no sé cuál es la vaina que se traen los coicos, reinosos, enruanados, con la bendita xenofobia hacia nuestros vecinos y hermanos venezolanos, mostrando un odio visceral, por demás gratuito, hacia ellos.
Odio gratuito, con el que los únicos afectados hemos sido nosotros, quienes estamos hermanados social, cultural y económicamente, pues cualquier acción que se haga u ocurra a un lado de la línea fronteriza, afecta por reacción inmediata el otro lado de la línea, imaginaria, además, porque ni para el cucuteño ni para el tachirense existe, ni física ni socialmente.
Odio visceral que han extendido hacia nosotros, y que ha llevado a los coicos a expedir leyes que sólo ha hecho daño a esta frontera, como: la ley que prohibió la exportación de café por estos puertos; la ley que nacionalizó y acabó con el ferrocarril de Cúcuta, que empalmaba con el gran ferrocarril del Táchira, único ferrocarril internacional que ha tenido Colombia; la ley envidia, sobre internación de vehículos, cuatro veces expedida, tres veces derogada por inoperante; la ley gato en mochila, o ley sobre zonas de frontera; la ley conejo amarado, o ley sobre las ZEEE (zonas económicas especiales de exportación); la ley tetas de hombre, o ley de zonas francas; y, en los últimos tiempos, la ley mamadera de gallo, o ley de integración fronteriza; y la ley que tal vez se llevó las palmas en todo esto que puede ser la más grande ignominia, despropósito y abandono a pueblo alguno: la ley oso de Uribe Vélez, o ley de contrabando oficial de gasolina venezolana.
¿Por qué los... “mucho lo uis” reinosos no nos dejan que sigamos nuestro propio destino? ¿Por qué no nos permiten que nos abandonemos a nuestra propia idiosincrasia? Si nuestro destino no es, nunca ha sido, desde que el mundo es mundo, el reino, sino la cuenca del Catatumbo. Y nuestra salida al mar, a diferencia de Macondo, hace tiempos que la hallamos, porque nuestra única salida es p’allá, pa’l oriente, siguiendo la corriente del río, como la naturaleza lo dispuso y como lo vieron nuestros antepasados, desde el príncipe Guaimaral, porque para el otro lado nos limitan 4.000 metros de altura y 20 ó 30 millones de voluntades caprichosas.
5:30 a. m. Mientras tomaba mi primera taza de café, del mismo que se exportó por esta zona de frontera y por primera vez en Colombia, pensaba que tendría que darme prisa si quería llegar al puente antes de que se formara la cola de carros, cuyos dueños, igual que yo, lo van a tanquiar, o a hacer mercado, o a traer o llevar artículos de cualquier tipo, como se ha hecho, también, desde que el mundo es mundo.
Todos los días es la misma vaina. Las colas de vehículos para pasar a San Antonio o a Ureña son interminables, mortificantes, tediosas. En los años 60 y 70 se hacían porque se traían artículos de allá; en los 80, porque se llevaban de aquí; y ahora, porque se llevan y se traen; pero, en fin, para conseguir la gasolina a precio de gallina flaca, no importa lo que haya que hacer, hasta madrugar en un día de fiesta. Por eso me voy a tanquiar antes de que se acabe la gasolina y, si no la consigo en San Antonio o Ureña, me echo el viaje hasta “El Paso Andino” o hasta Capacho, porque nosotros, calentanos alegres, con ese desparpajo guapachoso del que hacemos gala, hasta en la forma de hablar somos diferentes a los reinosos y decimos: “voy tanquiar a la bomba”, y no como los coicos enruanados que, con el dedito parado, graciosamente dicen: “Alash, mi reysh, me dirijo a la eshtación de shervicio a poner combushtible al vehíshculo”.
ESE ES BUQUIADO
Guasimales es y seguirá siendo una cuidad sui géneris debido a su situación de frontera. Esto ha hecho que el modelo social sea complejo y bien diferente al de las ciudades del interior, generando un comportamiento social, que unido a la “indiosincracia”, a la malicia indígena, a la audacia de la raza caribe de estas tierras, algunos delitos tipificados en los códigos, se vieran y aún se vean como simples pecados veniales.
Uno de ellos era el robo de vehículos desde el país vecino con el que colinda el poblado. Común era ver en aquella ciudad vehículos de prohibida importación, verdaderas naves de gran tamaño, a las que se les llamaban buques, circulando por sus calles. Eran los preferidos, por lo grandes, para otra actividad tipificada como delictiva, pero que en Guasimales siempre se vió como “próspera actividad económica”: el contrabando de toda suerte de artículos de uno y otro lado de la frontera.
Al margen del cuento también, en Guasimales, como la tierra del olvido, ¿quién está libre de pecado? Bueno, que tire la primera piedra. Aquellos que pregonan el cumplimiento de la constitución y las leyes ¿no son los mismos que conducen un carro extranjero, lo tanquea en el vecino país y hacen semanalmente el mercado con él y en el país de origen del carro?
Pues bien, “aquellos pecadillos” fueron y siguen siendo muy comunes.
Lo del robo de vehículos fue otra cosa. Bandas organizadas se jalaban aquellos buques del país vecino y era común que a cualquiera le metieran gato por liebre, que lo tumbaran con aquellas gangas que ofrecían y común era también que alguien le advirtiera: ojo que ese es un buque, ojo que ese es buquiado, significando que tal vez era un carro robado. Hoy la expresión se sigue usando en el mismo sentido ya sea en broma o en serio. Si va a comprar carro en Guasimales, asegúrese que no sea buquiado y cuando llegue a chicaniar por el último modelo que adquirió al otro lado de la línea fronteriza, no se altere por la broma: ese es un buque. Los guasimaleños son así.
Por esa época de bárbaras naciones surgió un personaje y una banda que se dedicó al robo de vehículos en Guasimales. Era conocido como “Mister Fox”. Personaje de película real, cuya identidad la escondía, no tras una máscara, como cierto héroe de película virtual, sino tras de su propio alias. Nadie llegó a conocerlo. Quienes digan que conocieron a “Mister Fox”, están mintiendo. Su identidad quedó a buen resguardo hasta que se retiró de “la actividad”. De pronto, simplemente desapareció y su banda se desintegró.
Según consejas, “Mister Fox” no participaba en los robos, sus secuaces eran los que hacían el trabajo cuando se jalaban los carros mal parqueados. Su modus operandi era el robo habilidoso, que luego convertían en un “secuestro de carro”, pues el robo lo hacían para pedir rescate por el vehículo. La afligida víctima, empezaba a buscar, no el carro, sino al mister. Como previamente había sido identificada, recibía una llamada para una cita. Siempre se presentaba un “mister” distinto, un sujeto que ni siquiera era de la banda, sino un “payaso”, casi siempre, un cascarero de poca monta en el bajo mundo, que decía saber, por hacerle el favor a cambio de una recompensa, donde estaba el carro. Concertado y pagado el rescate, le indicaban el sitio.
Los detalles los conocí por un conocido personaje de la ciudad de Guasimales a quien le jalaron su carrito. Creyendo hacer más, se llevó al sitio del rescate a la autoridad. La dicha le duró menos que un merengue en la puerta de una escuela, en menos de que canta un gallo, volvieron a jalarle su cacharro y esta vez, ni mister, ni carro, hasta el sol de los venados.
¡PÓNGASE MOSCA!, ¡COMA AVISPA!, ¡AVÍSPESE!, ¡MOSQUÉESE!
Cúcuta es una ciudad sui géneris, tal vez por estar en la frontera. Como tal tiene su propio comportamiento y su propia idiosincrasia, hasta su propio sistema de medidas y su propio sistema de información. (Ver “Cúcuta desmedida y “Cúcuta criolla. El correo de las brujas”). Como zona fronteriza, vive al vaivén de lo que ocurra a ambos lados de la línea y su economía gira en torno a ello. Buena parte a través de la economía informal y el contrabando. Por eso, los datos del DANE en relación con esta ciudad resultan falseados por este sesgo.
Curiosamente para el cucuteño, y como en el tiempo de antes no había una legislación tan rígida como ahora, el contrabando siempre ha sido una actividad connatural con el medio, jamás se le da la connotación de delito que los gobiernos centrales le dan. Como la frontera es abierta, esta actividad se ejerce en uno u otro sentido, según el vaivén de la economía hacia donde sea más favorable.
Por aquella época de auge del bolívar, en que se conseguían todas esas cosas bellas y ricas en Venezuela, importadas de todos los lugares del planeta y restringida su importación en Colombia, era muy común traer toda suerte de electrodomésticos, herramientas, materiales y productos comestibles enlatados. De aquí se llevaba ropa y alimentos. Hoy, aunque la moneda está casi a la par, se sigue con este intercambio de productos por cuestiones de calidad.
Por aquel tiempo fue muy común el contrabando en grandes proporciones hacia Bogotá, Medellín y Cali. Para sortear los avatares del largo viaje y sobre todo, para detectar las patrullas móviles de la aduana, viajaba adelante del camión matutero un carro pequeño, era “la mosca” o “la avispa”, así se le llamaba.
De aquí nacieron aquellos modismos: “¡póngase mosca!”, “¡Mosquéese!”, “¡coma avispa!”, “¡avíspese!”, para indicar: esté alerta, vigilante, despierto.
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