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DICHOS DE CÚCUTA "MODISMOS CUCUTOCHES 2".

Por Carlos Humberto Africano.

DICHOS DE CÚCUTA 2.

“Modismos cucutoches” del profesor universitario, ingeniero y escritor Carlos Humberto Africano

LE VOY A DAR UNA MECHONIADA

La fama de arrechos, y pa’ lo que salga, de los santandereanos (del norte y del sur) es bien conocida. Desde la colonia ha sido así. Fue desde Charalá de donde salió la primera revolución: la de los Comuneros. Fue en Pamplona de donde salió el grito de independencia total de España, el 4 de Julio de 1810, antes que de Cartagena, Tunja o Bogotá. Fue de Villa Rosario de donde salió el injustamente vituperado general Francisco de Paula Santander, el hombre de las leyes, hacedor de la república. Fue en Villa Rosario donde nació la gran nación que después se la tiraron los coicos: la Gran Colombia. Fue en Cúcuta donde se gestaron las expediciones del general venezolano Cipriano Castro —con el apoyo del general revolucionario colombiano Rafael Uribe Uribe— y de su homólogo y paisano Juan Vicente Gómez, para llegar al poder en Caracas (Venezuela). Y así, otras tantas gestas las han originado hombres de estas tierras con la valentía de que también hacemos gala.

Además, el santandereano tiene fama de ser atravesado, irreverente, altanero y malgeniado. Pero, ¡qué va!, pura fama, cuento chino. “A otro perro con ese hueso”, decimos aquí. Porque, para arrechas, las santandereanas; esas sí que baten candela. Pero, además, debemos reconocerlo, también son un dechado de virtudes, como decía mi nona Justina.

Si bien es cierto que el santandereano es ingenioso, emprendedor y también altanero, irreverente, gritón y malgeniado, lo es fuera de casa; porque, cuando tiene “la culebra” (la “legítima” o consorte) enfrente, se le sale la piel de oveja. Dejémonos de vainas, ¿sí? Pa’ qué nos andamos con tapujos. Lo que siempre ha habido aquí, es un perenne matriarcado que lo sienten todos, pero que nadie tiene el valor de reconocerlo por aquello del machismo, que tratamos de mostrarlo en todas sus manifestaciones, mientras no tengamos “la aplanadora” enfrente.

Si la liberación femenina es invento de las santandereanas, que no se la dejan montar. El cuento, a lo mero macho, tal vez por influencia del cine mexicano, de que “en mi casa mando yo”, es pura paja, cuento y embuste, porque sí es cierto que mandamos en la casa, “pero la mano al bolsillo”, decimos.

Para suavizar la vaina, porque aquí sí que nos tocó hacer de Jalisco, hemos tenido que inventar eufemismos chistosos para llamar a la legítima: la cuchilla, la culebra, la aplanadora, Anabel, Patico... y con ese humor negro y recurrente, algunos nos relatan cuentos de cómo hacen para escurrir el bulto.

Un profesor de la UFPS, cuyo nombre es mejor dejarlo en el anonimato, nos dijo un día, en un parrandón de los poquitos que hacemos: “Me voy. Porque, si no, Anabel se arrecha”.

—Cómo así —le preguntamos—, ¿su mujer no se llama Gloria?

—No. Anabel. Es que es un cruce de ANAconda con cascaBEL.

Y a otro más, le preguntamos por qué llamaba cariñosamente “Patico” a su mujer.

—Porque es una combinación de PAntera, TIgre y COcodrilo —nos respondió.

De modo que cuando a alguna santandereana se le totean los ojos y se le alborotan las mechas, es porque en realidad está bejuca. Y aunque el santandereano es juicioso, serio, responsable y fiel, no deja de haber alguno que tenga algún desliz y, cuando lo pillan, lo sentencian: “Dónde está la india esa, que le voy a dar una mechoneada”. Y si está jartando y se pasó más de la cuenta, váyase rapidito, no vaya y sea que su Anabel también le dé una mechoneada.

BÁÑESE CON ZORRUNO

Tiempos aquellos en que se tenía el médico en la casa y el remedio a la vuelta de la esquina. Las nonas cucuteñas, por tradición, fueron los mejores médicos que yo he conocido. Todavía quedan algunas que lo siguen siendo. Sus remedios caseros eran verdaderas fórmulas mágicas para cuanto achaque se presentaba. El emplasto de eucalipto, para la tos; el agua de hierbabuena, para la fiebre; el azul de metileno, para el mal de tierra; el permanganato potásico, para los hongos; las hojas de llantén, para las heridas; los cristales de sábila para las quemaduras; y faltaba más que no nombrara el zumo de paico, para las lombrices.

Ah, sí, porque también tenían sus manías. La de mi nona Justina, por ejemplo, era la del purgante. Cualquier síntoma de mal que yo presentara, verdadero o supuesto por ella, era motivo para que me recetara un purgante.

—Este chino amaneció muy imbombo. Eso es falta de un purgante —decía a menudo.

—Este muchacho está comiendo más que incendio en loma seca. Eso es la solitaria que lo tiene comido —sentenciaba.

—Lo que le hace falta es un purgante —continuaba.

—Ya no quiere comer nada este carajito —decía otras veces.

—Eso es que está lombriciento. Habrá que meterle un purgante —remataba.

Purgante al terminar el año escolar, para que estuviera bien para las fiestas de diciembre; purgante antes de entrar de nuevo a la escuela; purgante en las vacaciones de mitaca, antes de mandarme a temperar al campo. Y así me recetaba purgantes para cuanto achaque se presentaba o me veía.

Por supuesto que la purga era con aceite de quenopodio o con Vermífugo Nacional, comprado en alguna de las boticas: la Táchira, de don Dióscoro Méndez God; la botica Americana, de don Numa Pompilio Guerrero; la botica Lázaro, del señor Lázaro (Samuel).

De pequeño siempre me asusté cuando tenía que ir a alguna botica. Todas eran iguales. Eran lo más parecido a lo que yo creía que era el infierno. Su olor extraño, que se me hacía como el del azufre; su ambiente fantasmal, en donde el tiempo se queda detenido; y el nombre bien extraño de los dueños, que lo asimilaba con el de Belcebú, además de que, como siempre, era a mí a quien le tocaba hacer el mandado de comprar los purgantes. Con el terror que ya llevaba por lo que nos esperaba al otro día, que era el de la purga, me dejaron esa sensación de que entraba a los mismísimos infiernos.

El día de la purga era todo un espectáculo de circo. (Que será narrado en otro cuento).

Pero también, nuestras nonas eran expertas en formular baños y agüitas para toda suerte de males y achaques, tanto del cuerpo como del alma. De eucalipto y limoncillo, para la gripe; de hierbabuena, para la fiebre; de caléndula, para el mal de estómago; de toronjil y valeriana, para los nervios; de naranjo, para el descanso; de cidrón, para dormir; de mirto, para espantar los malos espíritus; de pétalos de rosa, para el amor; y el baño de las siete yerbas: ruda, altamisa, geranio, albahaca, mirto, estragadera y, desde luego, zorruno, como elemento principal, para la buena suerte.

El zorruno es plantica muy común en esta región. Como no soy biólogo, no sabría decirles si pertenece o no a una familia vegetariana aristocrática, como las solanáceas o las papaveráceas.

Tal vez por lo común, o porque el nombre no es muy sonoro, de aquel baño de las siete yerbas, lo que uno recuerda para espantar la mala suerte es un bañito de zorruno. (Los nombres de las siete yerbas me los dio un amigo yerbatero del mercado “Cenabastos” a quien consulté). De modo que cuando alguien se queja de que le cayó pava, le va mal en los negocios, en el amor o ha sufrido continuas desgracias, la fórmula no es sino una: báñese con zorruno, para espantar la mala suerte.

Pero como todo se moderniza, en la época en que San Antonio (del Táchira, Venezuela) era la vitrina de la China y de la Cochinchina, llegó a esta tierras, desde aquéllas, un perfume para dama: el kariakito morado, cuyo gancho publicitario era “para la buena suerte”, que además, decían, era extraído del té. Gente crédula se comió todo el cuento y, como en Cúcuta no hay té, pero sí una plantica muy parecida de hojas menudas y con una flor de color morado, resolvieron darle a esa matica el nombre de kariakito morado. Ahora el dicho “Báñese con zorruno”, que puede sonar un tanto ordinario y muy seguramente por el snob de lo nuevo, fue cambiado por: “Báñese con kariakito morado para que espante la pava”.

SE QUEDÓ CON EL BURRO ENFLORADO

El cucuteño no tiene frustraciones, no se achicopala (palabra que tomamos del cine mexicano) ante aquellos embates del destino. Con su fino humor, rápidamente se repone; y con su mamadera de gallo, sencillamente dice que: se quedó con el burro enflorado.

La expresión debería ser de San Antero (departamento de Córdoba), donde se realiza el “Festival del Burro” y se premia a la burra mejor adornada y al burro mejor dotado.

Este dicho es bastante antiguo y, por lo que parece, en alguna época anterior, tal vez en las fiestas julianas, aquí en Cúcuta ocurría lo que en San Antero. Probablemente alguien adornó un burro para las fiestas pero no pudo ir y, entonces, con la gracia sutil del fino humor cucuteño, enseguida le sacaron el dicho y con sorna le dijeron: se quedó con el burro enflorado.

Era la época en que había cabras y burros en Cúcuta (de cuatro patas, claro; porque, de dos, los sigue habiendo).

Los últimos burros que se vieron en Cúcuta fueron los de Luis Enrique “la Marrana”. Salía todos los días desde su casa en el barrio Magdalena, con su recua de burros cargados de carbón de leña, a recorrer la ciudad, ofreciéndolo. En las tardes, después de la venta y con el producto de ella, paraba en cualquier tienda de alguno de los barrios de occidente a tomarse unas amargas. Se pegaba unas perras del carajo. Lo curioso es que Luis Enrique despachaba los burros desde donde estuviera y los muy vergajos llegaban sin desviarse a la casa del barrio Magdalena. Todos conocían la recua de burros y nadie osaba robárselos. Algunas veces le hacían la broma de escondérselos para ver a “la Marrana”, desesperado, recorrer las calles en busca de sus burros. Podía ocurrir que por averiguaciones los encontrara, o que por la angustia de su dueño, se los soltaran. Entonces, el reencuentro era un idilio de tórtolas. Si esto no ocurría, Luis Enrique los llamaba y los burros le contestaban. Como par de enamorados que han sufrido una cruel separación por culpa de unos insensibles al amor, los lamentos eran doloridos y, cuando se reencontraban, eran reemplazados por idílicos rebuznos.

Todo el bochinche empezaba cuando a la patota de zánganos les daba la ventolera de querer echar un cacheteo en burro. Trataban de embozalar alguno para montarlo, pero qué va: los burros eran muy ariscos. Era imposible acorralarlos. Tiraban pata a lo desgualetado. El griterío que se armaba era fenomenal: “¡Atájenlo, que se va!”, “¡Agarren a ese!”, “¡Cuidado, que lo patea!”. Si alguien lograba agarrar uno y montarlo, era todo un espectáculo de rodeo, por lo que era mejor dejarlos ir. Salían desmachetados, con el griterío de la muchachada detrás. Con lo desgaritados que iban, fácil era que ellos mismos se metieran en la boca del lobo de un garaje o de un taller de mecánica al aire libre, de los muchos que había en los barrios de occidente. En ese momento la misión cambiaba de objetivo: el cacheteo se convertía en un “secuestro de burros”. La patanería era fenomenal. Todos en el barrio, donde ocurría el espectáculo, salían a patiarse la pernicia y ayudaban con sus gritos: “¡Déjenlos ir!”, “¡Los van a matar!”. Y no se sabía si los posibles muertos eran los muchachos o los burros y naturalmente, con ese estruendo, todos sabían dónde estaban los burros, así que a Luis Enrique le era relativamente fácil encontrarlos.

Hoy la expresión “Se quedó con el burro enflorado” se usa en un sentido figurado, pero con el mismo dejo bromista, cuando un evento, previsto y seguro, no se puede realizar. Así, en Cúcuta no existen los crespos hechos, sino burros enflorados. Al novio o novia que no le cumplen la cita, se queda con el burro enflorado. Si llueve y no puede salir al parrandón, su mujer le dice: “Te quedaste con el burro enflorado”. En Cúcuta, la novia a la que no se le apareció el marrano para echarle la soga al cuello, no la dejan plantada: simplemente se queda con el burro enflorado. Y en esta ciudad ningún político se quema después de las elecciones, sólo se queda con el burro enflorado; como se quedaron Chuky, el muñeco diabólico (un tal Juan Manuel), y los opositores de Hugo Chávez Frías.

Pero, ¿quién no se ha quedado con el burro enflorado alguna vez? En Colombia han sido fenomenales los burros enflorados. El general Rojas Pinilla se quedó con el burro enflorado cuando, el 19 de abril de 1970, según el comentario popular, entre Carlos Lleras Restrepo y el tigre Noriega le tumbaron las elecciones para presidente en favor de Misael Pastrana Borrero. Al hijo de éste, el delfín Andrés, como novia fea, lo dejó Tirofijo con el burro enflorado. Que mal se veía, como bobo sin mama, solitario en la mesa del Caguán.

Grandioso burro enflorado fue el Maracanazo, de Brasil. Se estrenaba el estadio “Maracaná”. Era la final del campeonato mundial de fútbol de 1950 entre Uruguay y Brasil. Se daba por descontado que Brasil sería el campeón. Se dice que hasta la copa Jules Rimet estaba marcada con su nombre. En un excitante partido, Uruguay le ganó por marcador dos a uno. Cuentan que el estadio quedó vacío antes de terminar el partido y que a los uruguayos les tocó recoger la copa, solos.

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